Vivimos una era en la que la tecnología está por encima de las relaciones humanas. Ya casi no nos atendemos los unos a los otros. Los niños, con sus videojuegos, en los que destruir, eliminar, matar, aniquilar, son los verbos predominantes, son capaces de permanecer semanas en sus cuartos, sin asomarse a ver el sol, o disfrutar una tarde de lluvia, con tal de superar los retos que les exige la animación en turno. Solo hablan con sus amigos para intercambiar estrategias o juegos y si uno osa contarles la manera en que nos divertíamos nosotros cuando teníamos su edad, lo más seguro es que piensen que pasamos la infancia en un reclusorio de menores con inhumanas prácticas de tortura y si les mostramos un balero, por ejemplo, lo tomarán, llenos de curiosidad, para averiguar dónde se le ponen las pilas.
Por otra parte, el chat en sus diversas modalidades ha desplazado el exquisito placer de la conversación cara a cara. En una oficina, a escasos metros de distancia, dos personas pueden mantener con la pantalla y el teclado una “conversación” cerrada sin tomarse la molestia de ver en los ojos del otro el sentido de las palabras, algo tan importante y tan humano. Con otra, destrozando las palabras en beneficio de la rapidez. En lo particular me parece inaudito el uso del “ke” para llegar más de inmediato a la expresión “que”, la verdad no me cabe en la cabeza y me asombra, más que asustarme, ver a toda una generación creciendo con un lenguaje que, según esto, va a toda velocidad. La consecuencia lógica es que acabe por estrellarse y del lenguaje no quede ni el recuerdo. Pero esas son percepciones apocalípticas producto de mis filias más acendradas.
Como si vinieran junto con pegado, del chat se deriva el cibersexo que, increíble, juega un papel clave en la vida de algunas personas. La consecuencia es –si la queremos ver así– en cierta forma lógica. La tradición manda que dos personas se conozcan, charlen, descubran puntos de vista en común, acepten hacerse compañía, ir al cine, o de paseo, o a cenar o por una copa y tarde o temprano acaben en la cama. Juntos, se entiende. En el chat también se inicia casi de la misma forma. El “casi” tiene que ver con la calidad “virtual” de la pareja. Puede ser que ella –según declara en el chat– de 30 años, tenga en realidad cincuenta, que el marido del cual “enviudó” al año de casada, esté ahí, bien pedo en la cama, que su uno setenta de estatura sea en realidad un centímetro arriba del término enana y que el brownie que disfruta mientras chatea sea en realidad un puño de galletas de animalitos. En el peor de los casos, puede ser que ella en realidad sea él, lo cual puede tener algún remedio si él en realidad es ella.
Me despojaré de toda desconfianza para dar crédito a la posibilidad de que surja una relación sincera a través del misterioso e inaudito mecanismo del cibersexo (los calificativos de misterioso e inaudito delatan que no logré quitarme del todo la desconfianza, pero le sigo). Tengo información que se han consumado matrimonios que iniciaron con el cibersexo. No sé si algunos han sido forzados, pero no me imagino a un padre poniéndole una pistola en la cabeza a un tipo porque le quitó la honra a su hija en la computadora y ahora debe de responder. Sin embargo sé que varios han llegado al matrimonio gracias a que practicaron antes el sexo virtual. Y no se rían que esto es serio, a cualquiera le puede pasar. De hecho tengo una amiga –madre de tres niñas– que asume el rol de mujer infiel porque tiene cibersexo con un tipo que vive en una ciudad lejana, al que no conoce más que a través de las imágenes de la cámara web y de las tonterías que se dicen. Me confiesa, muerta de la pena, que desde que se “metió” con el otro tipo no puede ver a los ojos a su marido y que sufre cuando le pone la mano encima, porque su “novio” nuevo es mucho muy celoso. Yo, la neta, no entiendo ni madres, pero le sigo el rollo y hasta le doy consejos, siempre y cuando no me gane la risa.
No tengo nada contra el cibersexo. Es más, no tengo nada ni en contra ni a favor del cibersexo. Simplemente me parece algo jalado de los pelos, que revela, de manera abrumadora, la dosis de soledad que carga encima la persona. Equivale a aquellas “líneas calientes” telefónicas en las que una mujer, según esto cuerísimo pero con cien kilos de peso y uno cincuenta de estatura, llevaba al paroxismo a desgraciados que gastaban buena lana para escuchar, por unos pesos de por medio, que alguien en este mundo les diga que los desea. Lana que, visto de manera pragmática, bien pudieron usar en una prostituta que les hubiera dicho lo mismo con un agregado carnal, pero hay niveles de soledad que propician ciertas actitudes extrañas y hasta inverosímiles.
El avance del cibersexo en las preferencias de la gente ha sido tal que se han inventado aditamentos para hacerlo más “disfrutable”, si usted checa en Internet puede encontrar cosas como esta: “¿Habéis practicado alguna vez cibersexo, eso de enchufarte la cam y hablar con otra persona, para luego saciarte mientras te mira? Yo no, pero porque me parece un poco frío, por la distancia y el nulo contacto. Por eso habrán inventado este kit para hacer cibersexo, aunque más bien se podría decir que “sexo a distancia”. Se compone de dos aparatitos que se conectan al puerto USB de cada ordenador. Uno es como un micrófono que irá destinado a la mujer (o al hombre, que ya todo es posible) que se lo introducirá. Este aparato recibirá los mismos movimientos y sensaciones que el otro aparato, donde la pareja mete el pajarito, emita. Vamos, que tú la metes en un tubo y tu novia lo siente a través del micrófono de la imagen. Y viceversa, si presionas el micrófono, tu pajarito sentirá la presión. Esto combinado con una web cam podría ser divertido”. Nótese el tierno uso de “pajarito” como eufemismo.
Me podrán decir retrógrado, anticuado, tradicionalista, emisario del pasado, decrépito y cuanto sinónimo en ese sentido logren encontrar, pero a mí me siguen yendo perfectas las cosas del ayer. Como que tienen más sabor, olor, dimensión, textura, humedad, calidez. Prefiero que si voy a arriesgarme con una pareja sea porque me contagie una gripe y no un virus que le pegue en su madre a mi disco duro.
Ahora bien, para que vean que si estoy dispuesto a dar mi brazo a torcer: yo estaría a favor del cibersexo –y hasta utilizaría este espacio para ensalzarlo– si me garantizaran que del meneo tecnosicalíptico habría de surgir un producto, no sé, que la PC receptora de mis ardientes devaneos resultara preñada y al cabo de los meses diera a luz una preciosa lap top. Inmediatamente buscaría la patria potestad de la criatura, descalificando a su procreadora por promiscuidad virtual enfermiza ante el Juzgado de lo Familiar Cibernético, que no estoy seguro que exista, pero que no está por demás proponer porque el futuro, señoras y señores, niños y niñas, chiquillos y chiquillas, ciudadanos y ciudadanas, ya está aquí.




