En la columna anterior intentamos mostrar la manera como las ideas modulan nuestra conducta y sostuvimos que, entre todas las ideas que nos hacemos, las más influyentes son las que poseen las comunidades acerca del Más allá, pues terminan incluso formando una cultura. Hablamos —a muy grandes rasgos— de la visión del Más allá que se desprende de la mitología y sus consecuencias para la vida de los antiguos griegos, y quedaron reservadas para hoy la visión del Más allá que brinda el cristianismo y la que ofrece la mitología nórdica.
Antes de abordar lo prometido, quisiera reiterar, con tres ejemplos muy variopintos, el propósito de esta reflexión: mostrar la conexión que hay entre nuestras creencias de lo que las cosas son y nuestra conducta. El primero es muy sencillo y lo propongo como un experimento mental: imaginemos que creemos que vamos a levantar una pesa de 20 kilogramos y resulta que es solo un ligero trozo de poliuretano que semeja una pesa, seguramente tomaremos el objeto con tanta fuerza que lo arrojaremos por arriba de nosotros. A todos nos ha ocurrido una equivocación así. Otro buen ejemplo, de lo determinantes que son las ideas, es el sentimiento de culpa: cuando uno suscribe una determinada tabla de valores morales e infringe alguna de sus reglas sobreviene la culpa, que no es otra cosa que ese malestar, esa tortura que uno mismo se inflige por haber cometido una acción indebida de acuerdo con la tabla de valores con la que se comulga. Sin embargo, mentir puede provocar en una persona un profundo sentimiento de culpa, mientras que a otra dejarla tranquila. Y lo mismo ocurre con faltas más graves como robar o matar. (De ahí la enorme importancia que tiene formar ciudadanos con una ética firme). Y un ejemplo final que es la idea de la que lamentablemente se convenció Kurt Gödel, uno de los más grandes genios matemáticos del siglo XX: la creencia de que querían envenenarlo con los alimentos hizo que se rehusara a comer y muriera de inanición. Estos tres ejemplos, completamente extraños entre sí, tienen en común, no obstante, el hecho de que una idea, una creencia determina la conducta.
A los seres humanos nos mueven las ideas y, como hemos sostenido, de entre ellas las que más hondamente calan son las que nos hacemos acerca del Más allá. Acerquémonos a la que suscribe el cristianismo. En esta visión quien mejor dibuja la arquitectura del Más allá es el teólogo y poeta Dante en su Comedia, y quien expone mejor la idea de Dios es Tomás de Aquino, uno de los más grandes filósofos y teólogos de la historia, reconocido, incluso, como Doctor de la Iglesia.
De acuerdo con Santo Tomás, Dios es el creador de todo lo que existe, es omnipotente, omnisapiente, omnipresente y eterno; en suma, es perfecto. Esta descripción que es ampliamente admitida por el cristianismo presenta un par de problemas que Santo Tomás resolvió: si Dios es perfecto, entonces no le falta nada y si no le falta nada ¿por qué hizo el universo? El segundo problema es: si Dios es perfecto y autor de todo lo que existe, entonces ¿por qué hay mal en el mundo?
La primera dificultad, Santo Tomás la resuelve incluyendo el concepto de "gracia" (término que pertenece a la misma familia donde están los conceptos: "gratuito", "gratis", "gratuidad"…) y la define como un exceso de bondad: Dios crea el universo, pues aunque nada le falta, lo hace por un exceso de bondad, por gracia. El segundo problema, la existencia del mal, lo resuelve de una manera brillante al definir el mal como ausencia de bien, lo que equivale a definir la oscuridad no como algo en sí mismo, sino como ausencia de luz y, en efecto, la oscuridad no es otra cosa más que falta de luz. El mal entonces no es; es tan solo ausencia de bien, o sea, es ausencia de ser. Sin embargo, ¿cómo es que el mal, pese a todo, llega al mundo? El mal no es causado por Dios, sino por los seres humanos y básicamente por el libre albedrío. Toda acción es un tránsito que va de la potencia (lo que aún no es) al acto (lo que ya es o está realizado). Todo acto tiende a un fin, ese fin es el bien que satisface la necesidad del agente, debería en consecuencia siempre producir bien, sin embargo, los seres humanos no siempre alcanzan plenamente su fin, su acción queda a medias o, lo que es igual, algo de potencia permanece, pues el acto no se actualiza plenamente. El mal llega a este mundo como ese no ser o potencia que dejan los actos humanos.
La explicación anterior —extraordinariamente esquemática— da, no obstante, una idea del modo como Santo Tomás resuelve los problemas que derivan de proponer a Dios como un ser perfecto (remito a quienes se interesen en este tema a la Suma contra gentiles del propio Santo Tomás). Para el propósito de la presente columna basta con lo dicho, pues lo que me interesa es simplemente afirmar que el cristiano cree en un Dios perfecto y, también que aunque sean pocos los que conocen la arquitectura precisa del Más allá dantesco, en general se tiene la vaga idea de que consta de tres niveles o estancias: la gloria, el purgatorio y el infierno y, además saben que, según sean los actos que realicen en sus vidas, merecerán tras la muerte ir a alguno de ellos.
Recapitulemos: si Dios es perfecto y esta vida es sólo pasajera, pues nos aguarda en el Más allá la vida verdadera, y en el Más allá hay castigos y premios eternos, la pregunta, que según mis luces se antoja, es: ¿cómo afectan, o deberían afectar, estas creencias la vida de quienes suscriben el cristianismo? La vida debería tener como único propósito procurar la salvación. Sin embargo, al parecer, los santos son los únicos que históricamente se han ceñido a las exigencias de la cosmovisión cristiana, quienes han sido consecuentes con sus creencias.
¿Qué ocurre con los demás?, ¿con aquellos que no se han dedicado, literalmente, en cuerpo y alma a buscar su salvación? Considero que viven con culpa, haciendo lo mejor que pueden; pero siempre en deuda, con un déficit en su conducta que los llena de culpas. Y además, acicateados por un afán de perfección que literalmente resulta inalcanzable, pues los seres humanos son imperfectos y por lo mismo incapaces de lograr la perfección que implica el modelo de Dios.
Al comparar el cristianismo con las creencias de los antiguos griegos podemos decir que aquellos dioses imperfectos, demasiado humanos, permitían una vida relajada, en cambio, la idea de un Dios perfecto hace de la vida un reto enorme cuyo imperativo moral resulta gigantesco. Y quizás por ello, una de las ideas más afortunadas de cristianismo es la del perdón…
(Continuará. De cuando con lo previsto falta la cosmovisión de los vikingos)





