Sandra Lorenzano

Árboles

"Los árboles como origen del mundo es un mito que se repite; está en muy diversas historias sagradas: en la mitología nórdica, en las Eddas, donde se cuenta que los dioses crearon al hombre y a la mujer a partir de un fresno y un olmo".

Sandra Lorenzano

28/09/2025 - 12:02 am

Leve es la primavera: sólo un
viento que va de árbol en árbol.
Usuda Arō 

“Árboles”, dijo Lucero, y yo imaginé bosques solidarios y rumorosos. Imaginé tierra húmeda, hojas caídas, raíces. Imaginé ramas bailarinas tocando el cielo. Murmullos al viento.

“Árboles”, dijo. Y fue también la soledad del roble que acompañó mi infancia. Ése que se quedó mudo tan lejos de nuestro exilio. Y fueron los sauces sobre el río. Siempre el río. Y los veranos entre las ramas del damasco, leyendo las aventuras de Jo March y de David Copperfield. 

A veces, como en la canción de “El jardinero” de María Elena Walsh, me gusta quedarme quieta en la tierra y sentir que mis pies tienen raíz. Ser testigo: mirar y callar. Callar y sentir. 

Llegan a mí las páginas de La poesía de los árboles, una antología editada por Ignacio Abella y hermosamente ilustrada por Leticia Ruifernández. (1) 

En algún sitio veo que se preguntaba Federico García Lorca: ¡Árboles! / ¿Habéis sido flechas / caídas del azul? 

Aunque, digo yo, podría ser al revés, ¿por qué no? Que las estrellas nacieran desde el humus más profundo, desde lo terrenal como deseo, desde el abrazo y la piel.

Los árboles como origen del mundo es un mito que se repite; está en muy diversas historias sagradas: en la mitología nórdica, en las Eddas, donde se cuenta que los dioses crearon al hombre y a la mujer a partir de un fresno y un olmo. Y están en el Paraíso judeo-cristiano en que conviven el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, aquel del que Dios les prohibió a Adán y Eva comer los frutos, y el Árbol de la Vida. Están en el mito de Mashy y Mashayne de la antigua mitología iraní en que también dos árboles dan origen a todos los seres vivos. 

¿Bajo cuál de estas sombras dormiremos algún día?

Escribe Abella, “En la selva remota, en medio del poblado o en el patio de la casa familiar; en el parque, en la alameda junto al río, en el cementerio o en la ladera de la montaña justo después de la tala devastadora… El poeta, la poeta, contempla y comprende a la ceiba, a la acacia, al abeto y al ahuehuete, al olmo, al ciprés y al pino, y al ruiseñor que los habita. Habla con ellos de tú a tú y se duele de cada ausencia”.

Recuerdo el árbol de José Emilio Pacheco, que “no conoce la oscuridad”: El árbol no conoce la oscuridad. / De noche se enciende / con el verdor hirviente de sus ramas. / Cuando lo contemplamos ahogado en sombra / arde en su adentro toda una hoguera de savia. / Las tinieblas son culpa nuestra. / El árbol no entiende de ellas.

Y recuerdo el “claro del bosque” de María Zambrano, como espacio de revelación interior. Con ellos abrazo cada árbol que puebla el universo de la poesía.

Allí están como protección para el recién nacido, al que le canta la poeta zapoteca Irma Pineda Santiago: Niño hermoso / al que más ama mi corazón / tu padre / el que te ama / ha rasgado la tierra / a los pies de un árbol grande / para guardar la olla-casa de tu ombligo. / La olla es ancha y fresca / para que el alma de tu ser descanse / protegida por la tierra de los abuelos / la que humedecieron con sudor / la que bendijeron con su trabajo. / El árbol es frondoso / amplia su sombra / largos y fuertes sus brazos / para que no exista día en que el sol te lastime / ni haya viento del norte que te derribe.

Y están los árboles que son también resguardo del amor:

¡Ay, quisiera llevarte conmigo. / A dormir una noche en el campo. / Y en tus brazos pasar hasta el día. / Bajo el techo alocado de un árbol, escribió la uruguaya Juana de Ibarbourou.

O pueden ser el sitio donde la muerte se vuelve vida, como lo escribiera la española Celia Viñas: Un árbol sobre mis huesos. Nada más. No. Nada más. Silencio… […] Si me muero —que me muero— no me llevéis, no al cementerio con los muertos. ¿Sabéis? Odio las manos cansadas de los sepultureros. Que me entierren cuatro niños cantando un romance viejo. Sí, en aquel cerro, ¿lo veis tras de mi ventana? Todos mis sueños, pájaros en vuelo sobre los pinos futuros y ciertos de tus bosques del mañana…

¿No son acaso el “sauce de  cristal” y el “chopo de agua” que abren “Piedra de sol” de Octavio Paz comienzo y fin del universo desde la fragilidad de lo humano? 

Un sauce de cristal, un chopo de agua, /un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante,
un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre…

“Árboles” dice mi amiga, la fotógrafa Lucero González, hablando de su nuevo proyecto. “Amates, tal vez, porque extienden sus raíces aún entre las piedras.” 

Cuentan que Buda alcanzó la iluminación bajo una higuera que los científicos han llamado “ficus religiosa”. El amate es otra variedad de ficus, allí donde los pueblos originarios mesoamericanos dejaron testimonio de sus historias, otro modo de alcanzar la iluminación.

En esa corteza amada por nuestras ancestras quisiera escribir un poema para abrazar las imágenes de Lucero; un poema apenas audible, danza de susurros que no altere la música del bosque. Un poema tan leve como la primavera de Usuda Arō para acompañar sus pasos.

(1) Nórdica Libros, Madrid, Edición en ebook: 2022

Sandra Lorenzano

Sandra Lorenzano

Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, sus libros más recientes son "Herida fecunda" (Premio Málaga de Ensayo, 2023), "Abismos, quise decir" (Premio Clemencia Isaura de Poesía, 2023), y la novela "El día que no fue" (Alfaguara). Académica de la UNAM, se desempeña como Directora del Centro de Estudios Mexicanos UNAM-Cuba. Es además, desde 2022, presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación). sandralorenzano.net

Lo dice el reportero