Jorge Javier Romero Vadillo
19/06/2025 - 12:02 am
Breve historia del fraude electoral
Una gesta popular sin precedente. Una coreografía electoral sin margen de error. La elección más impecable del siglo, sólo explicable por el milagro de la devoción popular. O, en su defecto, por una operación de Estado con manual en mano, lápiz en casilla y siervo en nómina.
La historia del fraude electoral organizado desde el poder en México no empezó con el PRI, ni con Salinas, ni con Bartlett. El pionero fue Benito Juárez, nada menos. Con él comenzó la farsa moderna: se respetaba la forma republicana y se vaciaba su contenido. Como describió Emilio Rabasa en La Constitución y la dictadura, el sufragio universal era un mandato constitucional y una imposibilidad práctica. Pero como había que cumplir con la letra, aunque se desobedeciera el espíritu, se perfeccionó un método: montar las elecciones como teatro, acarrear votantes obedientes, entregarles boletas preparadas, enseñarles cómo meterlas en la urna, declarar el resultado con solemnidad. Todo según la coreografía del perro sabio.
Juárez instituyó el mecanismo. Luego, como narró Ralph Roeder, Lerdo perfeccionó el control de las elecciones, del Congreso y de los estados, pero con menos justificación, ya que el país iba calmándose y ningún motivo de seguridad pública parecía legitimar la preponderancia del Ejecutivo.
Porfirio Díaz convirtió el control electoral en arte de Estado. Rabasa lo justificaba sin tapujos: si dos o más partidos libres se disputaran el triunfo, no lucharían por obtener los votos de los ciudadanos, sino por imponer a los agentes del fraude, y alcanzaría la victoria el que cometiera mayor número de atentados contra la Ley. De ahí que, para evitar males mayores, fuera mejor que la superchería la organiza directamente el Gobierno. El embajador estadounidense Foster lo contó con ironía diplomática: en siete años en México nunca vio votar a nadie. Sólo funcionarios de casilla, listos para hacer la elección entre ellos, con toda la solemnidad republicana, aunque el resultado se conocía de antemano. Y como dijo su colega alemán, en ese país no había sufragio, ni podía haberlo. Faltaban dos cosas: ciudadanos y garantías.
Llegó Madero y se levantó en armas en nombre del sufragio efectivo. Cayó Porfirio Díaz y el que sería proclamado después de muerto “apóstol de la democracia” resultó electo de manera avasalladora, aunque resulta dudoso que las elecciones de 1911 fueran ejemplo de participación ciudadana libre. Las legislativas de 1912, saludadas por todos como muestra de apertura, fueron en realidad, según François-Xavier Guerra, un festival de manoseo de actas, trampas de autoridades locales y guerra sucia entre facciones. Lo único que había cambiado era que el fraude ya no lo organizaba el Presidente, sino que cada grupo hacía el suyo. El pluralismo no fue conquista democrática, sino consecuencia de la descomposición del poder central. Y aun en ese contexto supuestamente idílico —prensa libre, partidos activos, campañas intensas—, la participación apenas rozó el 12 por ciento a nivel nacional.
Después de la guerra civil vino el Constituyente, dechado de democracia partidaria, con un detalle: sólo pudieron participar quienes habían estado del lado constitucionalista. Ni villistas, ni zapatistas, ni mucho menos porfiristas. Sólo los del bando ganador compitieron entre sí, seguramente con las mañas de siempre. Aprobada la nueva Constitución, cada caudillo local tuvo su partido para organizar el fraude a su medida. El pluripartidismo regional era apenas la expresión de las redes de clientelas locales. Cuando no ganaban, robaban las urnas.
Durante los tiempos del PNR, la competencia por ver quién hacía más trapacerías se daba en las elecciones internas del partido, llamadas “plebiscitos”, arbitradas por el jefe máximo, Calles, que definía a los ganadores del concurso de trampas y acarreos. En la presidencial de 1940, el Gobierno aplastó con la fuerza al candidato opositor, Juan Andreu Almazán, que sin duda tenía arrastre en las grandes ciudades. Aun así, sólo se le reconoció el 5.7 por ciento de los votos frente al 93.9 por ciento de Manuel Ávila Camacho, con una ilusoria participación del 77.2 por ciento.
Con la legislación electoral de 1946, la conflictividad bajó. Como en los tiempos de don Porfirio, todo mundo sabía que la elección del candidato oficial era automática. Salvo algún aspirante sacrificado para otorgarle al PAN o al PP unos cuantos escaños decorativos. Después, ya ni eso: se les asignaban diputados de partido y el PRI no tenía que perder ninguno. Así transcurrió el siglo, hasta que en los años ochenta el PAN se convirtió en vehículo del enfado empresarial. Sus candidatos comenzaron a tener recursos para competir y, sobre todo, para resistir cuando les robaban el triunfo.
Del fraude de 1988 se ha escrito mucho. Lo más probable es que la caída del sistema fuera una artimaña para maquillar el triunfo de Salinas con más del 50 por ciento, y no para arrebatarle la victoria a Cuauhtémoc Cárdenas. El artista de aquella elección, Manuel Bartlett, estuvo lejos del descaro de los operadores del padre del candidato agraviado, que en 1940 redujeron a Almazán a un porcentaje ridículo.
Aunque pese a los creyentes del mito del fraude de 2006, la superchería centralizada se acabó desde 1997. En ese breve espacio democrático, las elecciones fueron transparentes y el voto, esencialmente individual y ciudadano. El IFE, primero, y el INE, después, desmantelaron la tradición folclórica del voto manoseado. Hasta que llegó la operación acordeón para una elección que, por lo demás, nunca debió existir.
Como ha analizado Javier Aparicio, los resultados finales de la elección judicial son, en efecto, sorprendentes. No por lo inesperado, sino por el nivel de coordinación que implicaron. En 106 casillas votó exactamente el 100 por ciento de la lista nominal, y en 11 casillas votó más del 100 por ciento. Un fenómeno cívico digno de estudio posdoctoral. En algunas regiones, como Chiapas y Guerrero, la movilización fue tan perfecta que parecería obra de ciudadanos con GPS y disciplina militar. En más de mil casillas, el patrón de voto replicó, con exactitud admirable, el mismo acordeón. Hugo Aguilar, nuevo presidente de la Suprema Corte, arrasó con un 47.7 por ciento de los votos… de entre el 13 por ciento que votó. Lenia Batres y Yasmín Esquivel también brillaron, como si sus nombres hubieran sido espontáneamente descubiertos por millones de votantes informados. Hasta Celia Maya y Bátiz —a quienes ni en sus casas se les hacía caso desde 2006— resultaron campeones del Tribunal de Disciplina. Y todo esto con cero partidos, casi sin presupuesto, sin campañas ni medios. Una gesta popular sin precedente. Una coreografía electoral sin margen de error. La elección más impecable del siglo, sólo explicable por el milagro de la devoción popular. O, en su defecto, por una operación de Estado con manual en mano, lápiz en casilla y siervo en nómina.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.
más leídas
más leídas
opinión
opinión
destacadas
destacadas
Galileo
Galileo