Héctor Alejandro Quintanar
18/04/2025 - 12:05 am
Vargas Llosa, el último cruzado letrado de la derecha
¿Qué es, entonces, lo condenable de la postura política de Mario Vargas Llosa? Y, sobre todo, ¿hay fundamentos para alinearlo como defensor de las peores causas de la humanidad? La respuesta, tristemente, es un sí.
Como ya se ha expuesto en estos días por múltiples voces, nadie puede dudar de la calidad literaria del Premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Su pluma brillante y los retablos fascinantes que construyó con ella ameritaron un abrumador laudo universal que, con toda razón, permanecerá eternamente, sea por el histórico visor que abrieron, como el caso de la novela La fiesta del chivo; o por el relato íntimo y fascinante que expusieron, como la novela Elogio a la madrastra, donde hasta los signos de puntuación son un recurso literario sublime para enunciar una intrigante historia que, a través de pinturas magistrales, relata una intrigante y extraña relación triádica.
Con estas líneas se subraya, pues, una obviedad, y esa es que el notorio legado literario de Vargas Llosa nunca ha estado a discusión. La pregunta que hay que hacer es otra, y tiene que ver con su legado político, terreno donde ejerció un rol clave toda su vida, maximizado en los últimos cuarenta años, lapso en que incluso fue candidato presidencial en Perú. Y ahí, su actuar no fue “polémico”, como se ha querido suavizar, sino, en muchos aspectos, abiertamente reprobable.
Y aquí retomo una idea que, con lucidez, expuso el periodista José Steinsleger en 2009, cuando añoró que existiera un estudio sobre aquellos escritores en la historia que han tenido una obra perdurable y que, sin embargo, se han aliado a las peores causas de la humanidad. Que sea una cuestión recurrente no hace sencillo al tema. Y así, recordamos: el Premio Nobel de Literatura noruego Knut Hamsun fue un nazi. El español Camilo José Cela fue un franquista. Louise Celine fue antijudío. Ni hablar de la cauda de notables poetas italianos, como Gabrielle D’Annunzio, que con su obra insuflaron al fascismo. O el consabido caso de filósofo Martin Heidegger, promotor entusiasta del nazismo alemán.
Esta reflexión, sin embargo, no reproduce ningún maniqueísmo. Es decir, no se pretende la simpleza de reducir una complejidad cambiante, como la vida de cualquier escritor sobresaliente, a una categorización absoluta de “maldad”, o algo así. Menos aún cuando se habla desde la comodidad del presente, cuando la retrospectiva hace mucho más fácil la necesaria condena a, por ejemplo, el fascismo y el nazismo.
Y es que vivir un proceso histórico en el tiempo que se desarrolla es enfrentarse a una realidad que sólo puede ser analizada en parte o en proceso, sin la seguridad que da enjuiciar algo cuando ya es un hecho consumado. Y no es que el fascismo o el nazismo no tengan rasgos peligrosos e intolerables desde su origen, pero incluso en ellos ha habido un factor procesal que no podía detectarse como total desde un inicio. Por ejemplo, el antijudaísmo de Hitler, contrario a las mentiras panfletarias que él dice en su libro Mi lucha, no se ejerció sino hasta 1922, y antes de ello fue un leal soldado del ejército bávaro en pos del intelectual judío Kurt Eisner. Y, en Italia, el fascismo no se hizo antisemita, sino hasta bien entrados los años cuarenta. Antes, uno de cada tres judíos italianos era partidario del fascismo por considerarlo una continuación del movimiento progresista y nacionalista del Risorgimento del Siglo XIX, que les había dotado de derechos ciudadanos.
Lo que se quiere decir es que, por muchas razones, a veces la verdad no puede ser detectada a primera vista, y eso es algo que le puede ocurrir a cualquier ser humano, desde el más humilde de los iletrados hasta al más lúcido de los sapientes. ¿Qué es, entonces, lo condenable de la postura política de Mario Vargas Llosa? Y, sobre todo, ¿hay fundamentos para alinearlo como defensor de las peores causas de la humanidad? La respuesta, tristemente, es un sí.
En el año de 2003, Vargas Llosa estuvo en Irak por doce días, en un ejercicio que, en los hechos, pretendió legitimar un acto ilegítimo: el crimen de lesa humanidad que significó la invasión y destrucción de ese país por parte de George W. Bush, cuya pretensión, sin más, fue la de apoderarse de los recursos de un país y extraer riqueza de la sangre de sus habitantes.
En ese momento, y a pesar de la dificultad de ver un hecho en proceso y en tiempo presente, la mayor parte de la humanidad y sus intelectuales se dieron cuenta de todo y pensaron algo que luego resultó ser una verdad incontestable: la campaña de Bush en Irak era un acto sanguinario para hacer negocios, nunca fue una liberación. Y por eso, esa humanidad se opuso, y sobresalieron solamente las excepciones de siempre: en el caso de México, panfletistas y perdularios como Enrique Krauze o Claudio X. González Laporte fueron de los pocos personajes que optaron por respaldar la canallada de Bush. Vargas Llosa, con un compromiso deleznable mayor, hizo lo mismo, y en sus entregas para describir lo que vio en Irak, blanqueó cuantas veces pudo los abusos del ejército norteamericano en ese país.
La evidencia en ese momento dejaba en claro que la aventura de Bush era una carnicería genocida. Y en ese proceso, sobresale un hecho: el 26 de mayo de 2004, el periódico New York Times publicó un editorial donde reconoció, en un mea culpa implícito, haber engañado a sus lectores con información errónea, al secundar acríticamente la justificación central de la invasión de Bush, al decir que era necesario agredir a Irak porque ahí había “armas de destrucción masiva” que nunca se encontraron. El caso fue siempre una farsa inhumana, y Vargas Llosa prestó su pluma para legitimarla. Algunos, como el New York Times, se dieron cuenta tarde. Otros, pues nunca.
Más episodios posteriores dejaron en claro la catadura política del escritor peruano. En 2022, respaldó al fascista amazónico Jair Bolsonaro, y sus argumentos incluyeron no sólo el minimizar las atrocidades del militar brasileño (como su negacionismo ante la COVID, su corrupción o los delirios conspirativos con que interpretó a sus adversarios), sino que Vargas Llosa hizo suyas las acusaciones contra Lula da Silva, a quien llamó ladrón, en un caso donde, como se comprobó después, se le inventaron delitos para desplazarlo de la carrera presidencial, y luego el Juez que lo condenó, Sergio Moro, fue parte del Gabinete de Bolsonaro. Así, Vargas Llosa aupó una canallada autoritaria, como la siembra de delitos a un adversario político.
Misma cuestión en Colombia, donde Vargas Llosa apoyó a Iván Duque y al impresentable Álvaro Uribe (una especie de Calderón colombiano, hoy acusado formalmente por fraude y sobornos), bajo la premisa de que sus adversarios de las izquierdas padecían de una especie de filtración ejercida por el ejército venezolano. ¿Y las pruebas? Inexistentes, como inexistentes fueron cuando en 2006 el Diputado panista Iván Cortés -hoy miembro del fascistoide Frente Nacional por la Familia- acusó más o menos de lo mismo a la candidatura de López Obrador en aquel año en México.
En el mismo tono de delirio, Vargas Llosa dio su aliento al mendaz José Antonio Kast en Chile, un petimetre reivindicador de la dictadura de Pinochet, y, en su propio país, el Perú, llamó a votar por Keiko Fujimori, hija de un dictador delincuencial, porque de lo contrario, que ganara el adversario, Castillo, haría que “se construyera la dictadura más feroz en el país”. Cabe decir que, luego del triunfo de Castillo, el Presidente peruano fue acosado desde el día uno, y pese a las decenas de cambios de Gabinete que hizo para tratar de mediar con la derecha de su país, ésta perpetró una destitución ilegítima contra el mandatario, tras apenas un poco más de un año de Gobierno. La predicción de Vargas Llosa nunca se cumplió, y, en cambio, el presunto dictador que auguró resultó agraviado por una andanada autoritaria.
En México, Vargas Llosa fue un persistente del absurdo. En marzo de 2018, señaló que un triunfo de López Obrador en esa elección sería “un retroceso”, y poco después, cuando se consumó la victoria del tabasqueño, acusó que los ciudadanos mexicanos “votaron mal”. Poco faltó para que el Nobel reprodujera la necesidad antidemocrática de restringir el voto a la gente (como han hecho en México personajillos iletrados y violentos como Francisco Martín Moreno, el que llamaba a quemar vivos a militantes de Morena en el zócalo).
En 2021, en una entrevista con el porro impresentable Carlos Loret, Vargas Llosa mantuvo el tipo de argumentos estomacales con el que interpretó la realidad mexicana, al asegurar, como si fuera un lector de mentes, que estaba seguro de que López Obrador se quería reelegir. Acusación que, por cierto, nació en México veinte años atrás, cuando en octubre de 2002 el sinarquista fanatizado Salvador Abascal Carranza acusó exactamente lo mismo, y con el mismo respaldo de evidencia que Vargas Llosa: absolutamente nada. ¿Qué llama la atención de que el Nobel peruano coincidiera sistemáticamente con las ultraderechas más obtusas de la región?
Aquí es donde va el corazón de la discusión: la condena a Vargas Llosa no es a su posición a la derecha. No es a su conservadurismo. No es a su respaldo a tales o cuales candidatos presidenciales. En la historia de la región y de México, como lo ejemplifican Lucas Alamán o Castillo Peraza, ha habido personajes a la derecha que, desde una ilustración determinada, han sabido exponer con lucidez y honestidad intelectual sus posturas conservadoras.
No, el problema con Vargas Llosa es otro, y ése es que, para defender sus posiciones públicas, recurrió persistentemente a mentiras siniestras que luego fueron sustento de movidas absolutamente antidemocráticas o de lesa humanidad. Pasó con la sangre de los iraquíes en 2003. Pasó con el injusto golpe de Estado preventivo y antidemocrático contra Lula. Pasó con la inexistente dictadura de Pedro Castillo. Pasó con el delirio de la presunta reelección de López Obrador.
Así, es falso que al político Vargas Llosa se le rechace por derechista, sino por las falsedades graves que pergeñó o secundó, que le lavaron la cara a personajes que han hecho daños incalculables a la humanidad, como Bush, o a la democracia, con las derechas más rancias de la región.
A este legado literario sobresaliente, va como siamés deforme el grotesco legado político de Vargas Llosa, a lo cual se suma una preocupación andante. Con el fallecimiento del marqués arequipeño (cosa que suena tan ridícula como “el mesías tropical”), se va el último cruzado letrado de las derechas en América Latina. Y no es un halago. Si así de equivocado era el ideólogo letrado, es de alarmar lo que queda: hoy la construcción del sentido común de las derechas dejó de estar en personajes conservadores, pero de pluma afilada, y se protagoniza en estercoleros digitales, donde ascos como los asesores de Javier Milei o los cibermilitantes de Trump preconizan las nuevas ansiedades de las viejas derechas: películas de Disney donde dos personajes femeninos se besan, o el negacionismo de los crímenes de las dictaduras militares latinoamericanas de la segunda mitad del Siglo XX.
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