Héctor Alejandro Quintanar
16/05/2025 - 12:05 am
Pepe Mujica y la batalla pacífica
Mujica perteneció a la generación que vio caer el mito del Uruguay como “la Suiza de América Latina”, apodo que se le atribuía más por una relativa estabilidad democrática que por una prosperidad económica boyante.
En una época oscura, donde el mundo ahonda sus riesgos catastróficos de siempre, la pérdida de un liderazgo iluminador es siempre dolorosa. Pero, en esos momentos de crisis, no resta más que atender y exaltar como nunca el legado de ese líder, por dos razones lógicas: por un lado, al hacerlo encontramos consuelo en la memoria, y, por otro, se puede mejorar el presente y el futuro siguiendo el ejemplo legado. Esa es la sensación que nos deja la partida de José Mujica, el expresidente uruguayo que con base en hechos, que es como se acredita realmente la militancia progresista, se ganó un espacio indiscutible como autoridad moral en América Latina.
Mujica perteneció a la generación que vio caer el mito del Uruguay como “la Suiza de América Latina”, apodo que se le atribuía más por una relativa estabilidad democrática que por una prosperidad económica boyante. El contexto histórico lo fue todo: después de 1945, el nuevo escenario de la Guerra Fría tuvo una particularidad en América Latina, región donde desde tres lustros atrás, hubo un protagonismo político de proyectos desarrollistas contradictorios que, sin embargo, aunque no extendieron derechos políticos, sí extendieron derechos sociales.
Regímenes como el varguismo en Brasil, el peronismo en Argentina, el cardenismo en México, con antecedentes como el Gobierno de Yrigoyen también en la nación platense, fueron fenómenos parteaguas en sus respectivos países y ejemplos para la región, donde las élites terratenientes y exportadoras perdieron primacía, lo que las hizo aliarse a la política exterior estadunidense de la doctrina Truman de 1947 para recuperar el terreno perdido.
Ello dio paso a la alianza de esas élites con los sectores más reaccionarios de las fuerzas militares locales e inauguró una de las épocas más oscuras de Latinoamérica: el periodo de los golpismos anticomunistas y dictaduras resultantes, iniciado en 1954 en Guatemala, periodo que impactó en el Uruguay, fundamentalmente, con el golpe cívico-militar encabezado por el futuro dictador Juan María Bordaberry en 1973, episodio donde, al igual que Argentina con Videla y Chile con Pinochet, marcó con sangre de inocentes al pueblo uruguayo, en la época más oscura del país.
Sin embargo, la “Suiza de Sudamérica” ya cargaba desde antes de la dictadura con muchas inercias indeseables, como fue el Gobierno de Jorge Pacheco Areco.
Uruguay, al igual que el resto de la región latinoamericana, vivió un sacudimiento a partir de 1959, cuando el triunfo de los cubanos revolucionarios implicó un punto de inflexión en muchas izquierdas del continente, mismas que, proscritas y acosadas antidemocráticamente por el clima de la Guerra Fría, veían en la revolución armada la única salida. La organización de Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, a la que perteneció Mujica, es resultado de esa inspiración en los años sesenta en el Uruguay, con lo que se inauguró la primera guerrilla urbana en el continente, cuando la mayoría operaba en regiones rurales.
La Presidencia de Jorge Pacheco ya tenía visos de violencia. El sacudimiento ideológico en el país daría otra noticia importante: en fines de la década de 1960 un general disidente y progresista, simpatizante de juventud de la República Española antifascista, miembro del Partido Colorado uruguayo y exintegrante del Gabinete de Pacheco, se retiró de sus cargos por discrepancias con el Presidente, tanto por su administración inmobiliaria como por su actitud represora. Se trata de Líber Seregni, quien fuera fundador en 1971 del Frente Amplio uruguayo, y postulante, por la vía democrática, a la Presidencia de su país.
Como siempre, no es la historia, sino la poesía la que explica mejor los procesos sociales del pasado, y, en ese contexto efervescente en el Uruguay de inicios de los setenta, con la represión pachequista que no se limitaba a las presuntas guerrillas, el gran Alfredo Zitarrosa explicó así a su país:
No se ha de esconder la mano
en asuntos principales;
oriental entre orientales,
yo también soy ciudadano.
Si me debo a mis hermanos
también me debo a mí mismo,
y pienso que no es lo mismo
la duda que la paciencia:
si me duele la violencia
más me duele el pachequismo.
Si yo no tengo razón
que me lo diga la gente;
hemos visto al presidente
hablar por televisión.
Yo lo vi en una ocasión,
ya casi de madrugada,
del pueblo no dijo nada:
dijo que habían unos locos
que son malos, pero pocos
y se la tienen jurada.
Nunca ha hablado de nosotros
sino de la subversión.
No dicen nada del pión,
del medianero tampoco.
Él piensa que con la foto
que le publican los diarios
se asustan los adversarios:
el obrero, el estudiante,
que la gente es ignorante
y que él un visionario.
Este clima imperó en el Uruguay antes del golpe de Estado de Bordaberry, quien instalado en el poder prohibió los partidos y profundizó la violencia. Es el momento en que un joven tupamaro, José Mujica, es encarcelado y torturado. Pagó casi tres lustros de cárcel, cuya salida coincide con la vuelta a la democracia del pequeño país sudamericano. Sería irrespetuoso especular qué pasó por la vida interna de un hombre que fue injustamente preso y violentamente agredido por años. Un golpe así no es una cuestión fácil de interpretar y, por justicia a la memoria de él y otras miles de víctimas, se obviará cualquier intento de explicación.
Pero sí se puede hablar de los hechos verificados. Liberado de su infausta prisión, y dejada atrás la dictadura, en el proceso de cicatrización histórica del Uruguay, José Mujica haría política desde el Frente Amplio. Paradoja comprensible: ese partido acosado en 1971 por las derechas obtusas uruguayas y proscrito por la dictadura, fue fundado ni más ni menos que por un militar y pronto se convertiría en una de las vanguardias progresistas de América Latina, cuando en 2004, con Tabaré Vázquez a la cabeza, ganaron por primera vez la Presidencia uruguaya, proceso que coronó con un éxito sin precedentes la Presidencia de Mujica a partir de 2009.
Los logros y hechos notables abundan: reducción de pobreza, reafirmación de la seguridad, un sentido realmente liberal de la política y un decoro personal de principio a fin, faceta donde Mujica fue siempre un hombre humilde por dentro y por fuera, como lo dicta la genuinidad, y concitó un ejemplo notable para entender qué significa luchar contra la pobreza y la injusticia.
La vida de Mujica es ejemplar no sólo como Presidente eficaz y comprometido con las mejores causas. Lo es también como hombre, como individuo que transitó en la política en una trayectoria de novela, o más bien de película, cuya bonhomía nunca fue impostada y fue, como el bienestar social durante su Gobierno, una cuestión de acceso público. Otra paradoja de la historia: un hombre menudo y de ojos pequeños, deja un ejemplo del tamaño del orbe por su mirada visionaria y su ejemplo lúcido. Muy parecido su caso al de su propio país, pequeñito territorio que, en medio de dos gigantes como Brasil y Argentina, da sin embargo lecciones de grandeza a toda América Latina.
La partida de Mujica es como la que merece todo ser humano de bien: esperada, en calma, en paz con su entorno y consigo mismo, luego de legar lo mejor de sí a todos. Es la partida digna de una vida que no fue de zigzagueos, sino de adaptaciones, evoluciones, cambios, reconstrucciones y afrentas. La vida de Mujica hace cierto el augurio que otro visionario, de nuevo el poeta Zitarrosa, dejó como herencia lírica sobre lo que él esperaba en aquel oscuro año del golpe de 1973, y que dice así:
En mi país, qué tristeza,
la pobreza y el rencor.
Dice mi padre que ya llegará
desde el fondo del tiempo otro tiempo,
y me dice que el sol brillará
sobre un pueblo que él sueña
labrando su verde solar…
Dice mi pueblo que puede leer
en su mano de obrero el destino,
y que no hay adivino ni rey
que le pueda marcar el camino
que va a recorrer…
En mi país somos miles y miles
de lágrimas y de fusiles;
un puño y un canto vibrante,
una llama encendida, un gigante
que grita: ¡Adelante, adelante...!
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