Fabrizio Lorusso
01/08/2024 - 12:05 am
El engaño de la resiliencia
La resiliencia pretende reemplazar términos y praxis menos de moda, pero hoy radicalmente necesarios, como la resistencia, el empuje al cambio social e, inclusive, la revolución.
En la época del neoliberalismo tardío y del emprendedurismo universal, existe un nuevo, o ya no tan nuevo, concepto smart que ha invadido discursos y prácticas, disciplinas y mentalidades: la resiliencia.
Elevada al rango de un imperativo categórico del individuo y de la sociedad, de por sí anestesiada por las narrativas tóxicas del empoderamiento y la autoayuda, el coaching motivacional y la gobernanza del self, la resiliencia se ha convertido en el mantra solucionador de toda bronca.
El diccionario describe dos acepciones básicas de la palabra. Una, desde el punto de vista biológico, la define como “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. Otra, desde una perspectiva física, la describe como “capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”.
En otras palabras, aplicada al ámbito humano y social, la ideología de la resiliencia prescribe que, ante un golpe o un atropello, como sucede en el mundo de los demás seres vivos o con los materiales y sistemas, cada cual debe formar sus capacidades para volver al estado inicial, sobrellevar la “perturbación del equilibrio”, y acomodarse a las nuevas condiciones. Por lo tanto, ça va sans dire, eso implica renunciar a cambiarlas de raíz, aquellas condiciones. Pase lo que pase la culpa y la solución de los problemas está en nosotros y nosotras.
Existen por lo menos dos usos de la resiliencia. Uno, no ideológico, tiene una función valiosa y lo manejaban, en origen, la psicología y la tanatología como un recurso positivo de los sujetos para reconstruir un sentido de vida frente a acontecimientos dolorosos irreversibles, lutos y muertes, enfermedades terminales, mutilaciones, desastres naturales, accidentes y otros eventos traumáticos inevitables. El otro, que aquí nos interesa, es su uso ideológico como “mandato de adaptación” de las personas ante situaciones que, por tremendas o difíciles que puedan ser, irreversibles, naturales e inevitables no son y, más bien, así son presentadas, como el movimiento de los planetas, para promover una forma fatalista de adaptación individual, en vez de fomentar reivindicaciones de transformación o de protesta.
Las presuntas virtudes de esta resiliencia las propagandean urbi et orbi los grupos dominantes, con apoyo hasta sincero, ingenuo o desinteresado del resto, a partir de los ámbitos más variados de la comunicación, la academia, la empresa y el poder político para adormecer conciencias potencialmente rebeldes y anhelos emancipatorios. Su función es entronizar un orden económico asimétrico y naturalizar las desigualdades. Inclusive los movimientos sociales y las organizaciones civiles, más o menos de buena fe, la han asumido acríticamente como consigna u objetivo.
Sin embargo, “resiliencia” es una palabra resbalosa, a menudo empleada ideológicamente, parte de la neolengua patronal, global y neoliberal, que nos sujeta al dogma de la adaptación perenne en el marco de una sociedad impuesta como líquida y riesgosa por default.
La resiliencia es una trampa conceptual que plantea soluciones individuales para problemas estructurales. Propone que las personas no se preocupen por modificar una realidad a todas luces hostil para las mayorías, sino que encuentren recursos de flexibilidad y agilidad emocional o física dentro de sí, gracias a terapias y mindfulness, con el fin de percibirse o hacerse más conformes con lo existente, ya que eso es lo que hay.
Depresión y ansiedad, de esta forma, se trasforman en simples incapacidades subjetivas y trastornos de inadaptación a un medio ambiente que, con sus conflictos y contradicciones, nos estaría brindando oportunidades de superación que no vemos y no captamos por “pensar negativo” o “andar criticando”.
La propuesta es, entonces, explorar o cultivar, o sea, inventarse, fortalezas biográficas y cualidades personales para dar cabida, resignificar e interiorizar como dadas e inmodificables ciertas problemáticas, omnipresentes y acuciantes, como la precariedad laboral, la violencia de género, las crisis económicas o sanitarias globales, y hasta el cambio climático, la inflación o el invierno atómico postapocalíptico. La creencia común es que no hay de otra frente a este colapso, por lo que mejor cambia tu forma de verlo y ajústate a lo inevitable.
La narración de la resiliencia enfoca las nefastas herencias históricas de clasismo, colonialismo, racismo, discriminación y falta de oportunidades, enraizadas en nuestras sociedades y letales para los sectores vulnerables y dominados de la población, como si fueran ocasiones propicias para reforzar el espíritu y la capacidad adaptativa de la gente en pro del crecimiento personal. Las conceptualiza como eternas, ahistóricas, independientes de la política y de la acción social, ante lo cual sólo nos queda un planteamiento adaptativo.
Así, los temas públicos, sobre los cuales sí podríamos tener control como comunidad política y grupos de seres actuantes y pensantes, se despolitizan y entran mágicamente en la esfera de la visión o percepción individual sobre los mismos, que debe ser “positiva” para sentirnos siempre bien y adaptarnos ad libitum.
De paso, se sostiene que el proceso de acoplarse a las adversidades encarnizadas de un sistema injusto y explotador es algo en sí mismo deseable, ya que así es como se va aprendiendo, adecuando y mejorando, como nunca, el ser, el yo, el ego resiliente. Es la ideología de la joda y el aguante contrabandeadas como oportunidades de mejora individual.
Es bueno y apreciado socialmente, entonces, no querer cambiar nada de la realidad externa y aguantarse estoicamente ante ella, a solas, interiormente. Es malo, entonces, o anticlimático, el hecho de develar lógicas de poder, denunciar injusticias y órdenes de control y dominación con el propósito de organizarse colectivamente y construir otro futuro posible.
Si la neolengua que creó George Orwell en 1984, su novela de ciencia ficción distópica, representaba la piedra angular del mecanismo manipulador de un régimen totalitario, la jerga actual del humano resiliens como cualidad suprema significa, más bien, un acto de clausura de la dialéctica del Amo y del Esclavo, de hegeliana memoria, a favor, evidentemente, del Amo.
“No hay alternativa”, decía en los ochenta la fundadora del neoliberalismo británico, Margaret Thatcher, tratando de engañar al Esclavo.
Es “el fin de la historia”, escribía, después de la caída del muro de Berlín, el ideólogo de los Amos, el estadounidense Francis Fukuyama, sancionando la epifanía de un orden mundial definitivo forever del capitalismo, entonces triunfador sobre la versión soviética del socialismo real.
La resiliencia pretende reemplazar términos y praxis menos de moda, pero hoy radicalmente necesarios, como la resistencia, el empuje al cambio social e, inclusive, la revolución. Modifica ideológicamente, a favor de las clases hegemónicas, los horizontes de sentido de las personas para que se desmotiven, se desagreguen y desmovilicen, para así buscar refugio en soluciones familistas o individualizadas de superación interior, en lugar de intentar reconvertir la agraviante realidad externa y orientarse al bien común.
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