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Héctor Alejandro Quintanar

11/04/2025 - 12:05 am

A veinte años de un desafuero que nunca acabó

La gente repudió el desafuero no por un apego emocional a López Obrador, sino porque el desafuero era un golpe de Estado mal hecho, un abuso de poder y una canallada imbécil.

Si queremos entender el México que se vive hoy, en pleno 2025, debemos enfocar la mirada, sin duda alguna, dos décadas atrás, hacia abril de 2005, lapso que fue sede del desenlace de un proceso histórico que, sin duda, cimbró al país, en una explosión que primero fue popular y antiautoritaria y que, con el tiempo, asentó las bases para un cambio profundo en el régimen político mexicano.

El episodio es del todo conocido: en aquella primavera de hace veinte años, el entonces Jefe de Gobierno era Andrés Manuel López Obrador. Y fue desaforado el 7 de abril de 2005 por la Cámara de Diputados con el fin de que pudiera ser enjuiciado por el presunto delito de desacato a la resolución de un Juez. El hecho, sin embargo, resultó lo contrario a los objetivos centrales de sus perpetradores. Y ello, porque si bien el desafuero fue un acto autoritario en sí mismo, resultaba más importante conocer el contexto en que se dio. Dicho de otro modo, en ese asunto, importó más el escenario que el acto.

Miremos los hechos consumados. En el año 2000, Vicente Fox y el PAN ganaron la Presidencia de la República para desplazar así al PRI, partido que por setenta años gobernó desde el Ejecutivo, en el régimen más exitoso, por su duración, en el siglo XX en el mundo. Luego de un proceso prolongado de atisbos democratizadores, México vivió una impasividad social de movimientos estudiantiles y obreros; el cisma de 1968 y otras bregas antiautoritarias; una serie de cambios institucionales -como la Reforma Política de 1977- en aras de institucionalizar el pluralismo y dotar mejores condiciones de competencia electoral y, luego del monstruoso fraude de 1988, una lucha tremenda por lograr que una entidad autónoma organizara las elecciones.

A paso lento, y con un alto costo, estos puntos de inflexión abrieron escenarios en México, primero para tener mayor representatividad institucional de la oposición, luego para mejorar el sistema de competencia, y luego para experimentar alternancias locales y estatales. Hacia el año 2000, existía ya cierta noción eminentemente democratizadora: la certeza de que la competencia presidencial sería más reñida, y la incertidumbre democrática de no saber quién iba a ganar.

Con ese precedente, el triunfo de Fox fue visto como una cúspide esperada. No por el PAN en sí mismo, sino porque la alternancia parecía significar un saludable corolario a un largo y difícil proceso histórico de democratización. Luego de ello, el contexto mexicano debía ya transitar a una normalidad electoral donde la simulación, las trampas y la competencia sesgada debían ser cosa del pasado, o, para usar los términos correctos, eso era ya parte de un “viejo régimen autoritario” rebasado.

Pero Vicente Fox en el poder tenía otro guion que reveló su retorcida naturaleza. Y es que no hubo engaño: a partir de 2003, el PAN a nivel federal redujo su presencia legislativa luego de la decepción que fue Fox, y en la Ciudad de México el PRD arrasó en todo gracias al Gobierno de López Obrador, cuya aceptación no se vislumbró sólo en encuestas, donde rebasaba ochenta por ciento de aceptación, sino en el triunfo institucional ese año en 13 de 16 delegaciones y 36 de 66 diputaciones locales. Todo, bajo la premisa de que era posible encabezar un Gobierno con políticas populares, ajeno a la inercia neoliberal, que combatía la pobreza capitalina y salvaba mejor que otros gobiernos los parámetros principales.

Fox vio ahí una amenaza. No a la economía o a la democracia, sino a la posibilidad de que el PAN triunfara de nuevo en 2006. Y, con ánimo de perdulario prepotente, lanzó tres misiles políticos: el llamado nicogate, el caso del Paraje San Juan y los videoescándalos. Con uno, Fox quería demeritar la austeridad republicana con que gobernaba AMLO. Con el segundo, quiso maniatar las finanzas públicas capitalinas, destinadas a programas sociales. Con el tercero, quiso poner en entredicho la honestidad preconizada en el Gobierno capitalino. Salvo raspones causados por el último caso, los misiles no dañaron la línea de flotación de AMLO. Por el contrario, lo fortalecieron bajo la premisa de que se evidenció que Fox usó casos mentirosos para atacar a su adversario, como el Paraje San Juan, donde en mayo de 2004, la propia Secretaría de la Reforma Agraria de Fox aceptó públicamente que en el terreno en litigio, la razón la tenía el Gobierno de la ciudad de México.

Pasados estos golpes bajos, la prepotencia foxista se fue al máximo: trató de encarcelar a un gobernante legítimamente electo por la simple razón de que encabezaba las encuestas de cara a 2006. El caso no está a debate y fue una vileza: la PGR acusó a AMLO de desacatar dolosamente la orden de un Juez de detener una obra pública que, presuntamente, obstruía los accesos al predio -llamado El Encino-, de un particular, llamado Federico Escobedo.

La evidencia salió a flote y toda apuntaba a que el caso era una vulgar canallada de Fox. En primera, porque el terreno en litigio del particular no tenía accesos en plural, sino uno solo, y la parte presuntamente afectada ni siquiera era de su propiedad. Cuando un primer Juez recibió la causa de Escobedo, la desechó por improcedente, y la debió llevar a otro Juez, Álvaro Tovilla, quien sí le dio cauce, y luego, basándose no en evidencia y revisión pericial, sino en un dicho descontextualizado, el caso llegó a la PGR, que pidió el desafuero de López Obrador. Cabe decir que Escobedo era amigo de Fox y estuvo preso en los años noventa por corrupción inmobiliaria; mientras que años más tarde, en 2014, el Juez Tovilla fue destituido por el Consejo de la Judicatura Federal por corrupto. Dicho de otro modo: los perpetradores de la jugarreta antidemocrática eran pillastres de poca monta.

Así, la PGR trató de encarcelar a un inocente, puesto que el delito imputado a AMLO simplemente jamás se cometió. En mayo de 2004 esa instancia hizo la solicitud de desafuero contra el Jefe de Gobierno, misma que fue pasada al pleno el dos de abril de 2005 para ser votada el día siete, cuando se consumó lo que en los hechos era un golpe de Estado contra un gobernante legítimamente electo, cuyo real delito era haber expuesto un programa alternativo de Gobierno que resultó funcional en la capital y que, por ello, encabezaba las preferencias electorales rumbo a la elección de 2006.

El tiro de Fox, como trampa del coyote de las caricaturas, salió por la culata. La gente repudió el desafuero no por un apego emocional a López Obrador, sino porque el desafuero era un golpe de Estado mal hecho, un abuso de poder y una canallada imbécil. A la gente le asistía la razón y salió a manifestarlo a las calles como nunca antes en la historia. Pero a esa gente la inspiraban varias cuestiones.

El desafuero como trampa política no era algo nuevo en México. Otros políticos en el tiempo habían sido desaforados -como Carlos Madrazo o René Bejarano, por ejemplo-, y esos procesos no habían devenido en movilizaciones populares. ¿Qué tenía de especial el desafuero de López Obrador como para tener tales consecuencias? La respuesta estriba en tres vertientes:

La primera es que el desafuero era una trampa autoritaria en sí misma. Sin bases, sin argumentos jurídicos, el Poder Ejecutivo, una parte del Legislativo y una del Judicial, todas muy corruptas, decidieron encarcelar a un inocente. Por un acto de elemental justicia, eso fue el detonante.

La segunda razón, sin embargo, es más importante. El desafuero se dio en un contexto donde se supone que vivíamos una normalidad democrática y todas esas trampas autoritarias debían quedar en el pasado. Al encarcelar a un opositor inocente, Fox no sólo atentaba contra el personaje, sino contra la democracia misma. La gente lo notó y salió a impedirlo.

La tercera razón era una pregunta obvia. ¿Qué representaba López Obrador como para que Fox lo quisiera encarcelar sin razón? Y la respuesta es clara: el Jefe de Gobierno no sólo representaba a un adversario de un partido distinto, sino un gobernante local que había demostrado que el neoliberalismo no era un destino manifiesto y que había otras formas políticas de administrar la vida pública.

Esa tríada de cuestiones fue la semilla de un movimiento inédito. Sin que la gente tuviera que esperas instrucciones de AMLO o de su partido, salió a las calles a repudiar a Fox y su chicana autoritaria. El 79 por ciento de la gente se oponía al desafuero mientras en la televisión los comentócratas mentían con que estábamos polarizados. Eso era falso: en realidad, sólo un 10 por ciento de la gente en el país -un sector movido por el autoritarismo, la rabia ciega o la ingenuidad excesiva- aprobaba el juicio de procedencia contra López Obrador.

Organizándose a sí misma, la sociedad en todo el país tomó la bandera antiautoritaria de repudiar el desafuero y eso movilizó como nunca antes en la historia. La marcha cumbre fue el 24 de abril de 2005, donde con 1.2 millones de almas en la capital, y otras muchas en el país, y muchísimas en el mundo, se mostró el verdadero músculo de la democracia. No se puede olvidar el apoyo intelectual que se dio desde el extranjero, donde escritores uruguayos como Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Idea Vilariño y Daniel Viglietti; el Premio Nobel argentino Adolfo Pérez Esquivel; el Nobel portugués José Saramago, el laureado poeta Salman Rushdie y el legendario periodista polaco Ryszard Kapušciński, entre otros, se opusieron al desafuero de AMLO por un mero compromiso con la democracia. Todo ello, mientras el Gobernador panista de Jalisco, Alberto Cárdenas, daba una muestra clara de la estupidez y prepotencia panistas, cuando en febrero de 2005, luego de que el entonces Rector de la UNAM Juan Ramón de la Fuente acusara que el desafuero era “una imprudencia política”, el borrico panista señalara que “mejor el rector que no se meta”.

De esa coyuntura vienen los mitos más acervos y atroces del antiobradorismo. De ahí vienen las mentiras acerca de que “polariza” (a pesar de que la abrumadora mayoría reprobaba el desafuero); de ahí viene el mito de que se parecía a Hugo Chávez (cuento que inventó Fox); de ahí viene la falsedad de que desprecia las instituciones (a pesar de que se apegó a ellas para defenderse del caso San Juan y del propio desafuero), y otros chismes más.

Pero también de ahí viene el primer impulso nacional del obradorismo como movimiento político, pues la gente que empezó a organizarse para detener el autoritarismo, luego se organizó para promover el voto y la vigilancia de casillas por AMLO en 2006, las llamadas redes Ciudadanas. Luego, se organizaron para denunciar el fraude de ese año, en la llamada Convención Nacional Democrática. Luego, se organizaron para gestar un movimiento impugnador de la Presidencia espuria de Calderón, llamado “Presidencia legítima”. Luego, se dotaron de una identidad ideológica legítima oponiéndose al intento de privatización energética de Calderón en 2008, mientras, simultáneamente, denunciaban la debacle perredista causada por la escoria chuchista en ese partido. En suma, en una especie de partido sin registro, ese movimiento suplió con creces la múltiples carencias nacionales del PRD, con un sector de la sociedad amplio y movilizado, que se organizó como partido político luego de la elección de 2012.

Así, no puede olvidarse: la semilla fundacional de Morena como partido es una lucha antiautoritaria contra el desafuero. Pero las semillas ideológicas de su proyecto ya estaban ahí en la administración capitalina, que había demostrado una alternativa al neoliberalismo. Hoy, Morena es el partido más exitoso en la historia de la democracia mexicana. Y nunca debemos olvidar que nació para oponerse a lo que en 2005, ahí sí, fue una deriva autoritaria. Esa bandera tiene que ser siempre en Morena su origen, pero también destino.

Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

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