Escribir un poema es ensayar una magia menor. El
instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz
misterioso. Jorge Luis Borges
El sol cayendo a plomo. Las chicharras. El olor a pasto seco. El aire quieto. Las bicicletas. Así eran mis veranos. Yo tenía nueve o diez años. Mi hermano Pablo alrededor de ocho y una bicicleta azul. Amábamos la hora en que los adultos dormían la siesta para salir pedaleando a toda velocidad, con César, el amigo que vivía en la esquina. El de la bici verde. A veces se sumaba alguien más. ¿Miguel Ángel? ¿Adriana? Salíamos entonces rumbo a “la bajadita” donde nos lanzábamos en picada por esos doscientos metros: una de las pocas pendientes que aparecían en las calles de ese pueblo de la provincia de Buenos Aires, plano, plano, plano, como lo es toda la pampa. La primera loma más o menos respetable aparece a 400 kilómetros de allí. Nuestra bajadita era el comienzo de la aventura de todas las tardes. Después, si estábamos con ganas, íbamos hasta la casa de Pety —a más de media hora de pedaleo por el campo y las calles de tierra— mi compañerita japonesa, una de mis amigas más queridas de la primaria. Pety era la más pequeña de una familia marcada por el horror: todos los hombres tenían una enfermedad que los llevaba a la muerte siendo aún jóvenes. O debían amputarles un miembro. Tenían, junto al maravilloso vivero en que trabajaban todos, una alberca de agua un tanto verdosa pero increíblemente fresca. Nos recibían siempre la madre, sonriente, silenciosa, con la mirada triste de quien había quedado viuda hacía poco tiempo (nuestro tercer grado de primaria fue un año marcado por la muerte; pero esa es otra historia) y el más simpático de sus hijos, al que le faltaba una pierna, pero le sobraban alegría y ganas de divertirse.
El sol cayendo a plomo. Las chicharras. El aire quieto. Dije que así eran mis veranos. Faltó agregar algo: los libros. “Escribir un poema es ensayar una magia menor”, afirma Borges en el comienzo de su libro Los conjurados. Pero todos sabemos que esa alquimia maravillosa de la que habla va más allá de la escritura: es el núcleo de ese otro misterio que es la lectura.
Y para mí el verano era y sigue siendo el momento de los libros largos y envolventes. Como les conté hace unos días, me trepaba a leer en las ramas del damasco que había en el jardín de casa —porque leer es también construir la escena de lectura, como bien nos enseñó la genial Sylvia Molloy en su libro Acto de presencia—, o me sentaba bajo los tilos que mamá había plantado en el fondo con la seguridad de que ahí hablaríamos, reiríamos, jugaríamos, y celebraríamos esas pequeñas complicidades que hacen que una familia sea una familia, no sólo nosotros, sino también nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. No pensábamos entonces que un día la Historia (ésa implacable que se escribe con mayúsculas) cambiaría para siempre nuestra pequeña historia (la íntima, la que escribimos con minúsculas pero que es la única que de verdad nos importa).
Allí, en ese jardín que aún sigo extrañando, leí las aventuras del Príncipe Valiente y los libros de Emilio Salgari, me enamoré del cuarto mosquetero y lloré con David Cooperfield. Le debo a los libros amarillos de la colección Robin Hood que habíamos recibido desde la infancia de mi padre, el haber descubierto que quería ser Jo March, la hermana escritora de Mujercitas, esa novela de Louisa May Alcott que ha marcado a prácticamente todas las latinoamericanas de mi generación que escribimos. De esa época me viene además la costumbre de oler los libros al abrirlos. Reconocería con los ojos cerrados el aroma de esas páginas de papel grueso casi ocre.
Desde ese momento hasta hoy no cambio por nada el placer que me da sumergirme en una novela y vivir durante algunos días en esa otra realidad. A lo largo del año voy haciendo una pila con los libros que quiero que me acompañen en el verano. Esa pila va creciendo y creciendo, como si en lugar de las modestas y escasísimas dos semanas en que más o menos me desconecto de las obligaciones cotidianas, tuviera otra vez los tres meses que nos regalaba la escuela argentina.
Y ustedes se preguntarán, ¿a qué viene todo esto en el otoño lluvioso que estamos viviendo en la Ciudad de México? Tengo que confesarles que yo vivo en dos tiempos simultáneos: el del hemisferio norte donde está mi casita “chilanga”, y el del hemisferio sur donde quedó para siempre flotando mi infancia. Y allá, al sur de todos los sures, estamos ya en plena primavera; eso quiere decir que estoy haciendo crecer la pila de libros que harán que la magia sea posible durante esas dos ansiadas semanas de vacaciones que me regalará diciembre. Dos semanas que en mi calendario íntimo siempre serán de verano.





