EXCLUSIVA: El Capítulo 1 de “Mis Mujeres Muertas”, de Guillermo Fadanelli, Premio Grijalbo de Novela 2012

28/09/2012 - 12:06 am

Mis mujeres muertas obtuvo el Premio Grijalbo de Novela 2012. El jurado estuvo compuesto por Julián Herbert, Eduardo Antonio Parra, Cristóbal Pera, Andrés Ramírez y Enrique Serna. Con autorización de la editorial, y además con enorme gusto, llevamos a ustedes en exclusiva el primer capítulo de esta novela de Guillermo Fadanelli, uno de los autores mexicanos contemporáneos más reconocidos en México y en el extranjero.

1

Para cierta clase de hombres cumplir una misión resulta completamente imposible. Y qué va a importar si la misión es sencilla o no requiere más que de unas cuantas horas para llevarse a cabo; el solo hecho de asumir una responsabilidad los paraliza y vuelve su vida un constante lamento. Éste es el caso de Domingo J. Mancini, a quien sus hermanos le habían asignado una misión de importancia capital: colocar una lápida en la tumba de la madre recién fallecida. ¿Por qué se tiene que trastornar la vida de un hombre bueno, ebrio e indefenso asignándole una misión?, se preguntaba Domingo, y él mismo se respondía: porque los seres humanos no descansarán hasta hacer que todas las personas de quienes se rodean sean infelices.

Le sería difícil calcular el número de días transcurridos desde que el escultor le entregara la lápida, aunque estaba seguro de que no habían sido pocos. “Tengo esa lápida guardada en la cajuela hace ya muchos días; no puede ser, es imperdonable, y el tiempo siempre mostrando su misma cara, y las dos saras muertas, y mis hermanos que no cesan de joder…”, se lamentaba Domingo y agitaba la cabeza en señal de penuria, como si de pronto el cuello le transmitiera una descarga de calambres eléctricos. Tenía los ojos invadidos de espontánea preocupación, los labios secos y deprimidos. Entonces, con el propósito de evitar que los escasos sentimientos sobre los que mantenía algo de control entraran en crisis, buscaba la botella de alcohol más próxima —a toda hora existía una botella de alcohol más próxima— y bebía de su contenido hasta sentir que la sangre ausente en la cabeza ascendía de nuevo partiendo de sus pies: tenía derecho a sentirse bien aunque fuera sólo por breves instantes. ¡Vamos, si tenía derecho a sentirse bien durante un momento! Desde la cima de ese momento feliz y pasajero podía gritar e insultar: una mentada a tanto hijo de puta que se las da de ser humano; sí, claro que podía hacerlo, pero él no lo acostumbraba, no había sido hecho para causar daño a las personas, ni para martirizarlas con recriminaciones. a lo mucho se conformaría con mirar en dirección a un horizonte imaginario y diría algo tan incomprensible como: “Los pulpos son hermosos, son felices; quiero abrazarlos, decirles que pueden confiar en mí”. Una vez expresada la frase con tanta propiedad se arrepentiría de su cursilería. Y lo olvidaría de inmediato. No era un condenado a muerte, ni tampoco un cobrador de deudas, ni un usurero, ni un político, ni un abogado; por lo tanto ¡tenía derecho a sentirse extremadamente bien! ¡Carajo si no! Pocas cosas le reconfortaban tanto como no ser un abogado o no verse en la necesidad de tocar a una puerta para cobrar deudas. “El dinero no se presta, se regala. Y si tienes suerte, alguien, o ese mismo a quien le diste el dinero, te regalará la misma cantidad, o una mucho mayor.” Eso pensaba él.

Los borrachos no son fieles a ninguna bebida. ¿Cómo podrían serlo? Se había convencido de esta verdad cuando pasaba de beber un ron caribeño a tomar mezcal o un licor dulce. En su magra opinión la pureza sólo existía en la imaginación. ¿Cómo expulsarla de allí adentro? ¿Aniquilando todo residuo de imaginación, acaso? En cambio, el placer de la vida real y corriente consistía para él en combinar toda clase de licores, realizar orgías en su esófago, equivocarse en las cantidades. No tenía, Domingo, preguntas urgentes ni extravagantes que hacerse, y las respuestas que daba a sus modestas preguntas eran comunes y ordinarias a más no poder. Evitaba darse sermones, aunque una que otra vez se ponía solemne y dubitativo. El ebrio no tiene una bebida favorita; creer lo contrario resultaba, desde su punto de vista, otra seca patraña probablemente inventada por el mismo borracho para hacerse el interesante y para ver a quién atrapaba con su conversación. Los borrachos están al acecho tratando de que un inocente caiga en las redes de sus palabras, y si vienen las palabras entonces viene otra copa, y así. Las mentiras destapan más botellas que las verdades. Es cierto que, en casos fuera de lo normal, los bebedores de alcurnia se ven impelidos a hacerse los conocedores, poner motes e inventarse historias acerca de los orígenes del brandy, el whisky o la cerveza, y la absurda sutileza de distinguir entre una bebida y otra es lo que suele incomodarlos más: ellos saben que a las orillas de una ciudad lejana, supongamos riga, existe un hombre que no tiene nada que beber, ni siquiera un licor de yerbas, y comprenden su sufrimiento y un amargo dolor se apodera de su alma cuando se imaginan viviendo en una situación semejante; es entonces, y de un modo muy preciso, cuando conocen el sentimiento de solidaridad más de cerca; es entonces que el pescador de riga y el obrero de la construcción en Varsovia se hacen hermanos de todos los borrachos del mundo. ¿Qué política ha despertado una solidaridad tan profunda como la que se da entre los ebrios? Mirando las cosas desde el punto de vista de Domingo, las diferencias entre el coñac o el alcohol de una enfermería eran tonterías. “La escasez es el mal —rezaba él—, y de lo bueno nada sobra, y si sobra hay un poco de felicidad, allí sobre todo, encima de la madera y la alfombra y el piso, un poco de felicidad…”

Domingo no tendría que estar divagando en idioteces. ¿Acaso había olvidado que había sido comisionado para cumplir con una misión? ¡Otra vez la jodida misión! Había que concentrarse en ella, luego despabilarse y poner manos a la obra. así que volvió a la misma insípida y desangelada promesa: “La semana que viene iré al cementerio, mamá; es una promesa y no se discuta más, no soporto las caras agrias; maldita sea, me imagino su martirio y mi estómago me duele, como si fuera el ombligo de un excusado, y tanta mierda y estertores allí adentro…” Sus dos hermanos, uno de ellos abogado, el otro médico, le habían exigido rescatar la tumba del estúpido anonimato causado por su displicencia y la mala suerte, y Domingo no tenía ya más excusas para seguir paseando una lápida dentro de la cajuela de su automóvil. Qué espectáculo estaba dando. Los hermanos le hacían rudas y constantes exigencias, le encomendaban cumplir la misión, ¡a él que no les pedía nada! ¡A él que nunca vomitó a sus pies! “La familia es la primera en mordisquearte el alma; está bien, querida madre, lo haré, llevaré la piedra al cementerio, aunque hay que tomar en cuenta que bajo esa lápida te sentirás menos ligera. ¿Una caja? Qué chambonada, una estupidez absoluta. La tierra cruda es mejor, sin envoltura; la tierra húmeda o seca, suave, granulada, tierra que penetra los oídos y oprime los párpados. Y luego esa piedra sobre de ti una eternidad, una eternidad antes de que el panteón sea convertido en campo de golf. Yo no la soportaría. ¿Cuántas veces te vi desnuda siendo un niño? Muchas; eras bella. Más que bella; en definitiva no mereces ninguna caja; eso es una tacañería.” Dos tragos deslizándose en su sangre bastaban para animar la charla con la madre muerta; ella tamizada por un cúmulo de sombras imaginarias, y él avergonzado, sólo hasta cierto punto, de su constante desidia, pero más apesadumbrado porque algún día los pretextos no serían suficientes y tendría que tomar camino rumbo a jardines del recuerdo, el extenso panteón en el norte de la ciudad. ¡El punto final de su misión! ¡La catedral añorada! Ninguno de sus hermanos había sido tan atrevido como para tomar la decisión de incinerar los restos de la madre. Los huesos al menos son algo y tenerla muerta dentro de una caja mantenía vivo el sentido de propiedad de los hijos: sobre los huesos es posible construir una casa, exhibir en una vitrina, vender, ¿pero construir sobre las cenizas? De ninguna manera.

Enterrada contra su voluntad, gracias a un médico y a un abogado: sus hijos.

—Me queman; quiero que cuando esté bien muerta me incineren y lancen mis cenizas a donde les dé la gana. El aire sabrá a donde las lleva. Y creo que entonces podré descansar.

—No, Sara, habíamos convenido en que serías enterrada junto a tu esposo —Alfredo, el hermano mayor, el abogado, se negaba a incinerar los restos de su madre y buscaba en su mente argumentos que reforzaran su postura—. Él ya te espera, y sería una traición si tú no lo acompañas; pensará que no exististe.

—No va a pensar nada; a él no le interesaba pensar. Aceptará, aceptará. Se lo pediré a Domingo, él va a comprenderme —rogaba la madre semanas antes de morir.

—Ese desgraciado, apenas si logra encontrar los zapatos debajo de la cama. Un día lo veremos andar descalzo. ¿Cómo puedes confiar en él?

Tal como puede verse, la opinión de Domingo carecía entonces de autoridad. su aspecto no causaba suficiente confianza en sus hermanos; tenía su mirada esa afectación melancólica que irradiaba malos presagios, aunque en las mujeres solía despertar cierta ternura y deseo de protección. Y que las mujeres deseen protegerte no es una buena noticia, pensaba Domingo, “no es una buena noticia, no la es”.

En palabras claras y sencillas, Domingo era un hombre pobre. ¿Tenía que lamentarse de eso? La pobreza da seguridad; ¿a qué más puede temérsele cuando se vive con tanta pobreza y tan buena y nutritiva amargura? Había sido un sacrificio colosal para Domingo reunir un dinero extra y cubrir así los honorarios del escultor, pues la cantidad que había heredado de su mujer apenas si le permitiría mal vivir por unos meses. Muerta la madre y también muerta su mujer, ¿faltaba una desgracia más para convertirse en un hombre prudente? Domingo gruñía, y sus quejas eran más bien estertores: “Los ahorros, qué vanidad, qué absurdo deseo de alargar la vida más allá de lo necesario; cobardía, ausencia de piedad; pero no tengo más remedio, se almacena el whisky, se almacenan también las monedas, de algo servirá”. Nada de eso: Domingo era el primero en traicionar sus convicciones. Las convicciones, vaya con eso, las famosas convicciones. ¡Cómo gozaba él de su moral incompleta! La estrategia más conveniente para un hombre ebrio, como se consideraba a sí mismo, pasaba por no tocar un solo centavo de esa veta simbólica. “Unos miles de pesos bien guardados son tan buenos como una dentadura completa, un pito sin prepucio, unos pies aguantadores, con alillas en los costados, como Mercurio.” Lo había sopesado, el tatuarse las alas, acudir a ese pequeño taller en insurgentes y tatuarse, pero había sido sólo una ocurrencia nada más. ¿Y un tatuaje en la planta del pie? No era un santo. Tampoco tenía ánimos para reclamar a sus hermanos el dinero que, suponía, su madre le habría dejado para vivir con un poco de dignidad. enfrentar a sus hermanos por unas cuantas monedas, “¡qué despreciable!, ¡qué manera de asesinar las últimas migajas del espíritu!” ¿Pero en realidad existiría di- cha herencia, la famosa y extraordinaria veta simbólica? “Ni madres, puro cuento, me lo he inventado yo; qué carajos, mi madre no me ha dejado nada.” La duda lo ponía en entredicho y calculaba, y a mitad de los cálculos se arrepentía. Lo más adecuado a su condición era olvidarse de especulaciones idiotas y asumir que sería miserable toda su vida: para un hombre como él toda la vida significaba lo mismo que este momento, o martes en la mañana, o cuando se muera el perro. ¿Cuántas botellas de Bacardí Blanco y de Cardenal de Mendoza podrían comprarse explotando esa veta simbólica? Nada. Se conformaría con el dinero que le había heredado su esposa, dinero real, venido de las manos de su querida mujer muerta. Lo iría mordisqueando como si fuera un pan frío y duro.

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