Jaime García Chávez
11/03/2024 - 12:01 am
El narciso profano
Sirva lo anterior como un mero contexto para referirme al discurso de Claudia Sheinbaum, candidata presidencial de Morena, que se afana en decir que preservará el “legado” de López Obrador, retórica con la que se rinde ese culto a un político que debe ir de salida, aunque sus desplantes nos hablen de otra cosa, y que se preocupa mucho, narcisistamente, por el lugar que va a ocupar en la historia.
Cuando me incorporé a la izquierda política mexicana, corría como moneda corriente oponerse al culto a la personalidad de líderes, caudillos y gobernantes. No podía ser de otra manera si tomamos en cuenta que José Stalin había caído de su pedestal después del histórico XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Aparentemente el párrafo anterior puede verse como una simple anécdota. En realidad se refiere a un fenómeno complejo y recurrente que no se ha ido de manera completa, y dudo que nos podamos, como sociedad, sacudir ese lastre, que lo es, ni más ni menos, para el desarrollo del sistema democrático.
Para el culto a la personalidad no importan las tallas que den los hombres, y en mucho menor escala las mujeres, pues se trata de una glorificación de líderes, pequeños o grandes, notables e insustanciales, porque basta que alguien tenga un modesto poder y se adose de un pequeño discurso retórico para que ya se crea una personalidad llamada a la santificación política.
Llama la atención la proclividad de la izquierda a magnificar a sus líderes. En esa línea podemos encontrar a Lenin, Trotsky, Stalin, Mao Tse Tung, Fidel Castro, Hugo Chávez, y hasta el Presidente López Obrador hace escoleta para acometer la tarea.
Contrastan con otros líderes que no se preocuparon por atender el autoservicio de magnificarse. Hay dos casos emblemáticos: Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, que con todo y representar al capitalismo de su tiempo, fueron hombres clave para articular la derrota del nazismo, como bien lo explica Isaiah Berlin, pensador altamente repudiado como escasamente leído por la izquierda populista.
Sirva lo anterior como un mero contexto para referirme al discurso de Claudia Sheinbaum, candidata presidencial de Morena, que se afana en decir que preservará el “legado” de López Obrador, retórica con la que se rinde ese culto a un político que debe ir de salida, aunque sus desplantes nos hablen de otra cosa, y que se preocupa mucho, narcisistamente, por el lugar que va a ocupar en la historia.
Recordemos que prácticamente antes de asumir la Presidencia ya decía, él mismo, que sería el mejor Presidente que ha tenido la República, por encima de Benito Juárez, de Francisco I. Madero y de Lázaro Cárdenas, tres figuras señeras que dejaron sus personalidades a disposición de todo tipo de historiadores, porque estaban conscientes de que el balance de méritos y errores le correspondían a otros, pasado el tiempo.
Probablemente apegándose a la frase de Groucho Marx, López Obrador nos quiso imponer el comentario del libro antes de que se escribiera, y eso habla de su ego, de su aspiración narcisista y la cavilación de lo que será su post mortem político, que ya se huele por todas partes, porque a final de cuentas, y más aquí entre nosotros, que frente a la idea de que ¡muerto el rey, viva el rey!, se disipan las energías y los afectos en favor del sucesor.
Y no es que sea condición humana, sino que así debe ser de manera indiscutible, diga lo que diga la candidata presidencial, que se asume como “custodia de un legado” que está sujeto a balance y a no pocas críticas.
López Obrador está empeñado en una visión de la historia que no tiene sustento. Quisiera irse pasando por innumerables arcos de triunfo. Por eso ya diseñó un recorrido por gran parte de la República.
A la inversa de lo que sucedía durante la etapa colonial mexicana, cuando se instalaban arcos triunfales para celebrar la llegada de los virreyes, López Obrador quiere que se los pongan ahora que se vaya. Él, que es erudito en historia, quizás no ha entendido esto de la época barroca que tan bien han examinado tantos pensadores mexicanos, en especial Octavio Paz –otro repudiado sin lectores– cuando abordó el tema de Sor Juana Inés de la Cruz.
Pero no debemos irnos tan lejos. El pensamiento liberal mexicano, el de raíz y fortalezas nacionales, que López Obrador dice representar, ya habían examinado el asunto y además fijado posturas.
En una etapa muy temprana, cuando me incorporé a la izquierda, pertenecía a una sociedad de pensamiento denominada “Ignacio Ramírez”, el famoso Nigromante, que fue nuestra inspiración para actuar en la política local de Chihuahua.
De aquella etapa recuerdo un texto de este liberal, que no resisto transcribir por su hondura en el tema:
“¿Qué cosa puede saber Juárez que no sepan mil, diez mil, cien mil en la Nación? Los insensatos que recomiendan a Juárez como un hombre necesario, no tienen el instinto de que, procediendo de esto modo, se degradan a sí mismos. Es estimarse en muy poco, no digamos ya como republicanos, sino como hombre, el creerse incapaz de hacer lo que ha hecho Juárez”.
Más claro, ni el agua. Se cree divino, pero es profano, como todos.
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