Jaime García Chávez
20/05/2024 - 12:01 am
Centenario de Sartori
No faltaban en los círculos norteamericanos del poder quienes perpetraban golpes de Estado, como los que se dieron en abundancia en Latinoamérica, algunos sofocando gobiernos democráticamente electos.
Se conmemoró en estos días los cien años del nacimiento de Giovanni Sartori en Florencia, justo en 1924, cuando el fascismo en Italia recién se establecía. Se trata, a saber, de uno de los más grandes del siglo XX en el campo de las ciencias políticas, la filosofía y el derecho. Vivió su juventud y conoció los estragos del totalitarismo y la barbarie de la guerra, por tanto, es difícil separar su experiencia de vida con sus reflexiones en muchos ámbitos y especialmente sus brillantes aportaciones en torno a la democracia. Fue testigo de su tiempo, como pocos.
Antes de presentar estos modestos apuntes sobre su obra, quiero recordar una vivencia de juventud que me ata a mi posterior descubrimiento fecundo de las profundas aportaciones de Sartori. En tiempos de la Guerra Fría, estudiaba Derecho en la Universidad de Chihuahua en 1966 y acompañado de un querido maestro que me reclutaba para el Partido Comunista Mexicano paseando por la calle, hicimos escala en los aparadores de una librería y vi un tomo llamado “Aspectos de la democracia” del autor (en realidad su título en inglés era Democratic Theory) y expresé mi deseo de adquirirlo para su lectura, pues ese partido postulaba el carácter democrático de una futura revolución para el país, entonces dominado por la hegemonía del PRI y digo más, del PRI de Gustavo Díaz Ordaz.
El maestro me dijo, según recuerdo ahora, que no perdiera el tiempo, que leyera a Lenin que tenía en su mérito haber dirigido una revolución triunfadora y exitosa en Rusia y, por añadidura, logrado instaurar una democracia de verdad, de los obreros. Escéptico registré la recomendación porque me intrigó y al tiempo leí el libro que se abre con una frase contundente: “Nuestras ideas son nuestros anteojos”, del gran Alain.
El libro de Sartori que ahora recuerdo, se publicó en un tiempo bipolar, no era el más propicio para atraer lectores y menos para seducir a grandes auditorios. A principios de los años sesenta del siglo pasado, las propuestas democráticas fluían a contracorriente y se les tildaba de hacerle el juego al comunismo que se veía por todas partes. Ser demócrata era exponerse a dos fuegos, el de los macartistas por un lado y el de los rojos que tenían a la democracia como algo sellado por lo burgués.
No faltaban en los círculos norteamericanos del poder quienes perpetraban golpes de Estado, como los que se dieron en abundancia en Latinoamérica, algunos sofocando gobiernos democráticamente electos. Estados Unidos, en ese tiempo, se asumía como el gendarme del mundo y no se detenía ante nada, estaba dominado por una paranoia grotesca, no obstante, que presumía que sus padres fundadores habían hecho del sistema democrático una de sus más caras divisas. Aun así Sartori produjo parte de su obra en ese país.
En la izquierda mexicana obras como la de Sartori, traducidas al español de inmediato, se ponían bajo sospecha, eran poco recomendables y ahora podemos advertir lo mucho que se perdió por el alineamiento a dogmas de imposible realización y que, además, trataban de imponerse a rajatabla. Fueron los momentos estelares del marxismo de manual, muerto y apestoso a cadaverina. Por supuesto que había otro, pero no era el oficial.
Desde su propia dinámica, el pensamiento democrático se mantuvo vivo y abierto por el empeño del pensamiento de Sartori y sin duda logró avances notables con la caída del franquismo en España, la derrota del corporativismo reaccionario y colonialista de Portugal, la catástrofe del mundo soviético y la caída de dictaduras militares en América Latina, en particular, Brazil, Argentina y destacadamente en Chile con el ¡No! plebiscitario a la continuación de Augusto Pinochet.
Casos como el mexicano fueron más complejos, pero la transición se dio a partir de la ruptura de 1988 y el agrietamiento del poder mantenido por muchos años por el régimen priista, presidencial y corporativista. Pero para nosotros no ha llegado el tiempo de la consolidación democrática.
En los últimos lustros, la democracia ha continuado su navegación en aguas procelosas y por eso releer ahora la obra de Sartori cobra relevancia, por su hondura, por su sencillez para explicar problemas más complejos y lo más importante la miga esencial de sus argumentos continúa vigente a casi setenta años de haber sido expuestos ante el desdén a que hice referencia.
Por eso da gusto recordar al autor en su centenario. Hoy como ayer, nadie se confiesa antidemocrático en la escena política, ese discurso no se vende bien en la arena de las contradicciones. Pero hoy estamos ante un peligro que se hizo evidente con el ascenso al poder de los nazis en 1933, se trata de un proyecto siniestro como el que más: derruir la democracia valiéndose de la democracia misma como lo estamos viendo en diversas partes del mundo bajo la conducción de líderes del tipo Orbán, Erdogan Trump, Putin, Bolsonaro, Netanyahu, entre otros.
Van en contra de la democracia, catalogando esto con el epíteto de “iliberal”, lo que Sartori cuestionó como algo imposible y además lo demostró. No hay democracia sin libertad, ni Estado que se sostenga en una apología que hace del pueblo una identidad gelatinosa, que no se define y sirve más a una retórica que disuelve al ciudadano en una comunidad presa y en mano de líderes carismáticos, mesiánicos o providencialistas.
En México estamos envueltos en esos dilemas con los planteamientos de la Cuarta Transformación. Hoy como ayer, vale lo dicho por Sartori: “Procuremos, por tanto, no vernos tentados a olvidar que una democracia no pasa la prueba, a la larga, a menos que triunfe como sistema de Gobierno. Porque si una democracia no logra ser un sistema de Gobierno, no triunfa: y eso es todo”.
Cuando Sartori hace el avalúo histórico de la democracia, cita a Shakespeare: “Todo lo pasado es prólogo”. Ojalá y no sea el drama que se vive en el México de hoy a las puertas de la elección del 2 de junio.
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