Susan Crowley
24/05/2025 - 12:03 am
Kiefer, Van Gogh y Mahler, un encuentro improbable
Su obra nos lo demuestra, son impetuosos, hasta cierto punto arrogantes, insoportables a ratos, obsesivos y controladores. No pierden el tiempo en tonterías, pero saben apreciar las mínimas cosas de la vida, las que en realidad importan. Zapatos, un girasol, el bosque.
Una ruta directa a la consagración del arte con mayúsculas ha sido trazada en Ámsterdam. El improbable pero no imposible encuentro de tres grandes del siglo XX: Vicent Van Gogh, Anselm Kiefer y Gustav Mahler. Durante diez días el Concertgebouw fue caja de resonancia de la obra del compositor austrobohemio. Cantantes y atrilistas se reunieron siguiendo la batuta de prestigiados directores que dejaron a un lado sus lucidoras trayectorias para sumergirse en tan compleja obra y mantener al público a la orilla del asiento. Mahler intenso, emocional, perfeccionista, obsesivo, incomprendido; Mahler que se vio a sí mismo como el superhombre, que nos ha permitido llevar el género sinfónico y la poesía popular a un nivel más alto, metafísico. Naturaleza, cosmos, partículas cuánticas convertidas en notas.
Frente al tradicional teatro que acogió a Gustav Mahler y le brindó días de inesperada plenitud, el moderno cubo de cristal con la obra de Vincent Van Gogh. Su obra puede estar dispersa por muchos museos, pero si hubiese una sede mundial, esta sería el Museo Van Gogh de Ámsterdam. Un recinto que hace honor al otro artista incomprendido. Cada nota de Mahler parece afincarse en el acto pictórico del holandés. Ambos pensamientos de una complejidad que sigue explorándose, descubriéndose. Cada obra, las que desbordan negras notas en los pentagramas y las que se traducen en colores en el lienzo, tienen el propósito de enaltecer el espíritu humano, lo mismo lo sencillo que lo trascendente.
Sólo cincuenta metros separan al Concertgebouw del museo, a Mahler de Van Gogh. Pero es paradójico, que un puente sólido haya sido construido por un tercero uniendo a ambos genios, se trata del artista alemán Anselm Kiefer. La exposición “Dime a dónde estarán las flores”, es la ruta que el artista desarrolla para llevar a Van Gogh a la apoteosis. Sus emplastes, densidad matérica, capas y capas que se traducen en una apabullante fuerza viril silenciosa, lo mismo que Mahler y su impronta musical. Tres artistas de la totalidad.
Diez sinfonías y los ciclos de canciones construidos en la mente de un hombre considerado el reformador de la música sinfónica y a quien se negó el honor de ser lo que es hoy, la vía directa hacia otra forma de entender la música y su transición a la contemporaneidad.
Van Gogh, el artista que fue más allá, que transformó nuestra manera de percibir, que alimentó los pliegues de la voluntad renegando en contra de lo establecido; que volvió a nombrar el dolor y lo describió con dignidad, pero también supo reconocer la alegría de un atardecer luminoso, el cálido sopor de un campo de girasoles. Que nos brindó otra forma de comprender el espacio pictórico con el uso de los materiales, en composiciones ahogadas en pulsiones, en anhelos, en el deseo de que cada hombre delante de su obra conciba un mundo mejor y más elevado.
Para Van Gogh como para Mahler, el arte fue una religión. Ambos predican en contra del conformismo y la mediocridad. Profetas del espíritu, anima mundi. Tabula rasa en contra de los convencionalismos, los dos artistas terminarían sometidos a la misma y absurda incomprensión. Inadaptados, despreciaron las convenciones y se refugiaron en la naturaleza, la penetraron y la germinaron concibiéndola como una totalidad. Su totalidad individual. Thomas Mann lo dijo de Mahler “es el hombre que, según creo, expresa el arte de nuestro tiempo en su forma más profunda y sagrada”.
Anselm Kiefer se toma como propia la ambiciosa tarea de crear un diálogo con Van Gogh y trascender sus postulados. A través de su monumental obra nos adentramos al misterio. Son los pliegues de insondable profundidad que anticipara Van Gogh. Los extraordinarios formatos de Kiefer operan como una expansión de la obra del holandés; no olvida el óleo, lo engrandece restituyendo esa facultad única en los pequeños lienzos de su maestro. Emplastes que logran una perspectiva invertida, que escapan del gigantesco panel y penetran al espectador. Eso le hubiera gustado a su maestro. Algo similar ocurre con los célebres directores de orquesta que se han dado cita en el Festival Mahler y han logrado transmitir su legado. Las orquestas: Berlín, con Kiril Petrenko, Budapest con Ivan Fisher, Chicago, con Jaap van Zweden, la misma Concertgebouw con el joven Klaus Mäkelä y la de no poco mérito Tokio con Fabio Luisi. Como Kiefer, toman la obra y la actualizan, la dotan del poder del presente, la hacen germinar. Solo así se puede intuir su grandeza.
La tarea de Kiefer también es de una exigencia última. Obsesiva, de claroscuros artísticos, de desencuentros con el medio del arte y que lo llevó a ser cuestionado por muchos y entendido por pocos. Seguir los pasos de Van Gogh y llevarlos al éxtasis dionisiaco, a la racionalidad extrema que también es una suerte de locura histórica, mitológica, literaria, filosófica y como él mismo Kiefer lo defiende, científica. Kiefer también pareciera componer una sinfonía silenciosa al ritmo de Mahler. En su pintura hay grandiosidad, hay gesto, hay poesía a la manera del compositor.
Igual que Mahler, Kiefer le canta a la tierra. El Sueño de una mañana de verano, de la Tercera Sinfonía de Mahler se puede ver en los paneles de Kiefer: flores, bestias, hombres, hasta la esfera de los espíritus, de los ángeles. Mahler lo dijo y tal vez Van Gogh también lo apuntó en su Noche Estrellada: “es inútil que mire el paisaje; ha pasado por entero a mi sinfonía”.
Como Mahler y como Van Gogh, Kiefer sabe que su obra no es sólo arte, es un planteamiento cuyo compromiso es elevar el espíritu del ser humano. Sobre el panel, plomo, óleo, maderas, tierra, objetos encontrados, vestigios, residuos. Como si fuera una monumental sinfonía de Mahler cargada de masas orquestales, de instrumentos prodigiosos, de coros, de cantantes. Y una exigencia, O Mensch! Gib acht! (Oh Hombre, Pon atención). Van Gogh hace algo parecido, pero elige un par de zapatos viejos para llamar nuestra atención.
Esos zapatos nos hablan de lo absolutamente humano, del Hombre como el nuevo héroe. Ese al que hemos ignorado porque no opera con pretensiones. Ese ser anónimo que descalificamos porque ya nos acostumbramos a las grandilocuentes hazañas.
Mahler quiere regalarnos el lenguaje y la pureza de una idea que germina en la vieja poesía. El nuevo hombre, el héroe, también habita en las frases escritas con una caligrafía precaria en los paneles de Kiefer. Está la poesía de Celan: Margeritte, esa niña que peina sus cabellos dorados frente al frío paisaje de los campos quemados, destruidos pero que volverán a florecer. El mundo no se acaba, continúa en sus ciclos infinitos.
Van Gogh dota de esa imperturbable eternidad a sus pobres y deteriorados zapatos porque son la honestidad tan en desuso para nosotros. Los forja de capas de otredad que hoy economizamos mezquinamente. Están ahí, en la poesía convertida en sinfonía de Mahler :
¿Qué es lo que la profunda medianoche dice?
El mundo es profundo
¡Y más profundo de lo que el día recuerda!
O en las frases utilizadas por Kiefer en su monumental friso con el que cierra la exhibición Dime dónde están las flores, tomadas de la canción de protesta de Pete Seeger:
Plantaremos flores
En los campos que conocemos
Entonces la guerra nunca volverá a librarse
Es ahí donde encontramos la real trascendencia. Es la posibilidad de devolvernos a la infancia, al juego, al infinito de una risa espontánea. Dicen que Van Gogh no era tan serio como él mismo se pintaba; que su risa era amplia y sonora. También se dice de Mahler que sus carcajadas no eran frecuentes, pero tenían el poder de conmover tanto como sus desplantes furiosos. Ninguno de los dos fueron víctimas como tantas veces se les describe. Igual que Kiefer, que no pierde el tiempo en banalidades y que ha hecho de su vida una religión cuyo dios es el arte. Su obra nos lo demuestra, son impetuosos, hasta cierto punto arrogantes, insoportables a ratos, obsesivos y controladores. No pierden el tiempo en tonterías, pero saben apreciar las mínimas cosas de la vida, las que en realidad importan. Zapatos, un girasol, el bosque.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.
más leídas
más leídas
opinión
opinión
destacadas
destacadas
Galileo
Galileo