Cuando el Cigala quiere ser como Camarón de la Isla, puede…

08/10/2016 - 12:00 am

A pesar de que todavía le faltan dos años para arribar a los 50, parece un hombre de mil años sobre el escenario del Teatro de la Ciudad.

Apura su vaso de alcohol con algo rojo que podría ser dulce y se acaricia el pecho atado irremediablemente a una camisa blanca que quisiera salir volando de su cuerpo.

Todo alrededor suyo es soledad.

Hay un viento helado que parece flotar sobre su figura de hombre bajo y casi derrotado, hasta que una voz surge de su garganta y entonces Diego El Cigala vuelve a ser joven, luminoso, gregario.

Veo ese gesto de las manos tan flamenco, frotar las palmas como si tuvieran ungüento y saco cuentas: hace más de 20 años que lo escucho cantar. Desde ese día que lo descubrí en la TVE y me deslumbró hasta las lágrimas.

Fue un flechazo. Recuerdo que era joven (yo también) y se reía muchísimo frente a la cámara. Se tentaba, como quien dice. Y como entonces no era muy entendida en el flamenco (ahora menos), nunca se me dio por compararlo con Camarón de la Isla. No soy tonta, claro, sabía entonces y lo sé ahora: hubiera sido un sacrilegio imperdonable.

Diego El Cigala en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Especial
Diego El Cigala en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Foto: Especial

En esos días en que Barcelona se convertía en una ciudad del mundo merced a los Juegos Olímpicos, a los trazos delicados de Javier Mariscal que la transformaban en la gran capital del diseño europeo; cuando Montserrat Caballé y Freddie Mercury coreaban el nombre de esa “belleza condal” dispuesta a devorarse el planeta entero a fuerza de pronunciar vocablos en catalán, cuando Pasquall Maragall era joven, tenía bigote en lugar de Alzheimer y sonreía a la menor provocación, se nos iba el José Monge de nuestros amores.

Tenía apenas 41 años, había nacido en San Fernando de Cádiz, muerto en Badalona, construido un manto eterno con todas las estrellas fugaces que halló en su muchas veces doliente peregrinar y desde allí nos mira Camarón, como el rey de los cantaores, su majestad flamenca, por siempre jamás.

A los pocos años de la partida prematura del de la Isla, apareció Diego. Los célebres guitarristas hermanos Losada lo bautizaron Cigala “porque me movía de acá pa’allá, más que los precios”, supo decir. No era como Camarón, porque nadie puede ser como Camarón.

Él más bien tenía algo muy suyo. Pongamos la sonrisa con muchos dientes. El pelo largo con aspecto húmedo permanente. Las camisas impecables. Aunque fue en el cantar prodigioso donde el Cigala se hizo El Cigala.

Por supuesto, Lágrimas negras, ese proyecto comandado por Fernando Trueba y el legendario pianista cubano Bebo Valdés (1918-2013), de quien se apropiaría para sus proyectos tan personales como discutibles.

Bueno, yo no lo discutí mucho. Nunca me pareció Javier Limón el más talentoso de los productores. Lo considero a cambio un tipo de capacidad mediana con mucha suerte, por lo que no me pareció mal que Diego buscara su propio camino, a sabiendas de que en esa búsqueda hoy tiene el mayor tesoro: SU manera de cantar.

Extrañamente, mientras El Cigala se iba haciendo cada vez más de sí y el arte afloraba de su garganta con una virtud inconmensurable, el repertorio se achicaba y él mismo comenzaba a adoptar el carácter fiero de los divos.

Para robarle una categoría a un colega que no citaré pues cuyo nombre no puedo acordarme: Diego, el del Rastro, el gitano madrileño, comenzó a nutrir “una reputación agitada”.

No faltaron actuaciones erráticas como la que ofreció en San Juan de Puerto Rico el año pasado, al subirse al escenario en evidente estado de ebriedad; ni los gestos fuera de lugar cuando al final de una conferencia de prensa en Ciudad de México le pidió a un periodista que lo llevara a comprar cocaína. “Se le hizo fácil, me vio el pelo largo y creyó que era un dealer”, contó el colega, muy ofendido.

Apareció borracho en un programa de televisión y la prensa española lo crucificó; se peleó públicamente con los ingenieros de sonido durante un concierto y fue enamorándose cada vez del cancionero latinoamericano.

Primero un disco de tangos, otro de folclore argentino, se le anima a la salsa (ha llegado a decir que salsa y flamenco son lo mismo) y quiere grabar las canciones de José Alfredo.

Hoy, ya no es ese niño angelical, sobre todo desde que en agosto de 2015 falleciera víctima de un cáncer su mujer y representante, mano derecha, ángel guardián, Amparo Fernández.

Acompañado por el pianista Jaime Calabuch Jumitus, Diego ofreció el concierto Íntimo y acústico en el Teatro de la Ciudad, convencido de lo que ahora quiere cantar: temas de Manuel Alejandro y del brasileño Roberto Carlos, entre otros.

Se respeta la voluntad, la libertad…

Sin embargo, cuando de su garganta salen los versos de “Tú eres mi hermano del alma”, el efecto es exactamente igual al que experimentaríamos si viéramos a Diego Maradona hacer piruetas con el balón en forma profesional, en lugar de desbordar de talento las canchas de futbol del mundo, como realmente hizo.

Lo vemos desmoronarse, incómodo en el escenario, tomando vaso tras vaso de alcohol y secándose el sudor con pañuelos azules y blancos. Como un barco ebrio que viera cada vez más lejos el horizonte. Hasta que sale su voz y es su voz la que lo vuelve a integrar, pedacito a pedacito.

No canta mal las rancheras el Cigala. Ni los tangos. Ni las salsas. Ni el arroz con leche. Ni el happy birthday. El Cigala es casi como Dios: hasta la cuenta de la tienda de abarrotes puede cantar afinado.

Eso sí: cuando quiere ser Camarón y entona con humildad y perfección la Nana del Caballo Grande, de Federico García Lorca, el Cigala logra lo imposible: sentarse a la derecha del de la Isla, ahí al ladito, en la misma cima, idéntico nivel.

Quién sabe, si hiciera muchas nanas y se sentara muchas veces al lado de Camarón, el barco ebrio se hundiría para siempre y él se desmoronaría en pedazos, sin poder juntar las partes. Por eso le da a las rolas de Roberto Carlos y cumple: trucos de magia de primeras lecciones por parte de alguien que nació para ser mejor que Houdini.

Que sabe nadie lo que es ser un artista tan grande y sentir al mismo tiempo que la vida se hace pequeña, tan pequeña.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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