DE REGRESO A CASA: LA LUCHA CONTRA EL OLVIDO EN CIUDAD JUÁREZ

18/06/2015 - 12:00 am

De regreso a casa. La lucha contra el olvido en Ciudad Juárez, escrito por la periodista Elena Ortega, narra la historia de Alejandra, una de las cientos de mujeres que desde hace años desaparecen en Ciudad Juárez, Chihuahua, sin que hasta el momento haya una explicación y mucho menos se haya consignado a los culpables. 

Publicado por Editorial Planeta-Ediciones Península y prologado por el periodista Alejandro Páez Varela, en este libro Ortega retrata el infierno que se vive tras la desaparición de un ser querido y cómo en esa ciudad fronteriza diez minutos pueden ser la diferencia entre volver a ver o no a una hija, a una hermana, a una madre…

SinEmbargo presenta el adelanto de los dos primeros capítulos de esta publicación que una vez más pone el dedo en la llaga sobre el tema de los feminicidios y el estado de indefensión en el que se encuentran las mujeres en México.

Foto: Cuartoscuro
Los testimonios de las familias de mujeres víctimas de feminicidio son protagonistas del libro de la la periodista española Elena Ortega. Foto: Cuartoscuro

 *** 

1

LA VIDA ANTES

Por Elena Ortega

 

—Hola… ¿Hablo con María Luisa García Andrade?

—Sí, la misma, dígame.

—Hola, Malú, es un placer hablar contigo. Verás mi nombre es Elena y soy una periodista española interesada en contar tu historia en un libro.

Silencio al otro lado.

—¿Sigues ahí?

—Sí, señorita…, pero es que no sé si la he entendido bien, ¿un libro sobre mi vida? ¿De verdad le parece interesante?

—Desde luego, lo más interesante que he escuchado en los últimos años.

Ésa fue la llamada que le hice a Malú un mes antes de pisar de nuevo Ciudad Juárez. Ella se emocionó, lloró y me dijo que no sabía lo feliz que la hacía con esa propuesta, que al menos tanto sufrimiento servía de algo, aunque sólo fuera para que se conociera un poco mejor lo que está sucediendo en su tierra. Y también como un pequeño homenaje a su única hermana, Alejandra, secuestrada, torturada y asesinada años atrás sin que culpable alguno haya pagado por ello.

A partir de ese momento mantuvimos contacto por correo electrónico, ella me mandaba información casi a diario y me hablaba de la gente que me presentaría una vez que llegáramos a Juárez, personas que han sido claves en cada parte de esta historia, que es la de su vida. También dejó claro un punto muy importante que me transmitía de parte del equipo de seguridad que el Gobierno mexicano le asignó después del atentado que casi le cuesta la vida: nadie en Ciudad Juárez, ni siquiera sus familiares, tendría que saber que ella viajaría a la ciudad. Todo deberíamos improvisarlo sobre el terreno, y por supuesto no podíamos comentar absolutamente a nadie dónde íbamos a permanecer alojadas.

Y así fueron pasando los días hasta que llegó el momento de viajar. La recogí en México DF y desde allí, junto a sus tres escoltas, partimos hacia la frontera. Malú lleva dos años sin pisar Ciudad Juárez. Tras el último atentado sufrido y varias amenazas se vio obligada a abandonar su ciudad natal e instalarse en la capital del Estado, junto a sus dos hijos y a su actual pareja. Pero no viven solos: tres escoltas les protegen día y noche, vayan donde vayan. Malú es uno de los blancos principales del Cártel de Juárez, el grupo de crimen organizado más peligroso de su ciudad, y sin duda implicado en las desapariciones y asesinatos de mujeres.

Justo antes de aterrizar en Ciudad Juárez, Malú murmuró entre lágrimas:

—No puedo evitarlo. Cada vez que veo Juaritos desde arriba, busco puntos perdidos en la arena, cuerpos muertos tirados y abandonados en el desierto…, es en lo primero que pienso: menudo sitio donde esconder cadáveres de chicas… ¿Cuántos habrá ahí ahorita mismo?

A la mañana siguiente decidimos ir a casa de su abuelita, como ella la llama de manera cariñosa. Su abuela Esther era la madre de Norma Andrade, que es, a su vez, la mamá de Malú y de Alejandra. Y es en esa casa, y con esa abuelita, donde Malú ha vivido la mayor parte de su vida.

Malú nació como hija de madre soltera, y nunca mantuvo relación con su verdadero padre. Tenía sólo cuatro años cuando su madre, Norma, conoció al padre de Alejandra y se quedó embarazada de ella. Todos convivieron en casa de la abuela Esther durante algunos años. Cuando Norma decidió mudarse, Malú pidió quedarse con su abuela, y aunque en un principio Norma se opuso y se la llevó con ella a la colonia Infonavit, finalmente, ante la insistencia de la pequeña, la dejaron regresar a Colinas de Juárez.

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UNA INMENSA TRISTEZA

Aún estamos en el hall del hotel esperando que los escoltas nos recojan con el coche cuando Malú se ve invadida por una especie de nerviosismo infantil. Pasa de la risa al llanto mientras conversa conmigo y con Alman, el fotógrafo que nos acompañará durante esos días allí. Decido preguntarle si está segura de querer ir a la casa de su abuela Esther.

—Sí, quiero ir, pero para mí es muy duro, y tienen que entenderme. No piso aquello desde hace tres años. Allí dentro tengo toda mi vida, y temo cómo voy a encontrar la casa.

Pero hay algo más. Malú sabe que una vez pise la calle en la que creció, y por mucha discreción que haya, las personas que tanto la han amenazado sabrán al instante que ella está de vuelta. Que Malú está en Ciudad Juárez.

Nos subimos al coche y ponemos rumbo a la colonia en la que ha vivido durante treinta y dos años. El trayecto en coche dura menos de diez minutos, puesto que estamos a tan sólo cuatro kilómetros, y mientras Malú permanece en un silencio absoluto el comandante de la escolta nos va dando instrucciones. Entre nuestro asiento trasero y el maletero, tiradas en el suelo, descansan tres Kalashnikov. El comandante nos pide que no bajemos del coche una vez que lleguemos a la casa, y que de hacerlo nuestra estancia sea tan sólo de cinco minutos… algo que, por supuesto, no cumplimos.

Colinas de Juárez es el barrio, o fraccionamiento, como dicen en México, donde estaba la casa de la abuela Esther. Está formado por cinco o seis hileras de casitas bajas, todas ellas con un pequeño patio en la entrada y otro más grande en la parte trasera. Tras las últimas casas no hay nada, sólo desierto y arena. Aunque aún es muy temprano ya se ve movimiento por sus calles, hombres asomados en las ventanas por el ruido del motor de nuestro coche, muchachas uniformadas preparadas para dirigirse a sus respectivas maquilas y niños camino de la escuela: un barrio alegre, que ha tenido que convivir con la sombra de una tragedia desde hace ya demasiados años. El coche se detiene frente a una casa de fachada blanca y vallado y ventanas azules. Todo en ella permanece cerrado y semiabandonado. En el buzón rebosan las cartas no leídas y en el tejado pueden apreciarse los signos de un incendio no muy lejano. Un incendio provocado que obligó a Malú a dejar Ciudad Juárez definitivamente el 16 de febrero de 2011.

—Ésta es la única propiedad que yo tengo. Me la dejó mi abuelita al fallecer, dos meses antes del incendio. Apenas he podido disfrutarla, ojalá pudiera regresar aquí…

Malú se ha bajado del coche casi de un salto para lanzarse sobre la valla que nos separa de la puerta cerrada de la casa, y habla con dificultad sin quitar la vista de su antiguo hogar.

—La casa la levantó mi abuelita con sus propias manos, fue de las primeras personas que vino a vivir a este lugar, y de hecho ésta fue la primera casa que se construyó en esta calle. —Mientras me explica esto, me muestra el desnivel que hay en su casa respecto al pavimento de la calle y el resto de las viviendas—. Mi casa está abajo, ¿ves?, eso es porque mi abuela la construyó sobre el puro desierto y las demás están construidas ya sobre el pavimento. Estos dos arbolitos que ves en la puerta los plantó mi hijo Bryan cuando tenía cinco añitos. Él estaba en preescolar y llegó muy contento con los dos árboles y mi abuela Esther le ayudó a sembrarlos, !mira cómo crecieron doce años después!

Malú vuelve a mostrarse vulnerable y comienza a recordar, sin importarle los cinco minutos que nos ha dado el comandante.

—Me da mucho coraje estar aquí y no poder entrar. Durante años entraba, salía, desayunaba con mi abuelita aquí dentro, tras estas paredes, hablábamos durante horas…, aquí crecí yo, aquí nacieron mis hijos y aquí fue donde los crié. Aquí pasé toda mi vida, cumpleaños, aniversarios, velatorios familiares… Aquí nos reunimos toda la familia cuando ocurrió lo de Alejandra…

El equipo de seguridad que siempre la acompaña le tiene prohibido acceder al interior de la vivienda.

—Tras el incendio nunca más volví a entrar. Quedaron todas nuestras cosas dentro: la cocina, los muebles, nuestra ropa, álbumes de fotos, recuerdos de los niños… Un familiar volvió un año después y nos dijo que la casa había sido saqueada. Robaron muchas cosas, otras las quemaron en montoncitos, se llevaron hasta el cobre de las ventanas… Y las paredes están grafiteadas. Me da una inmensa tristeza imaginar cómo estará ahora la casa por dentro.

Los escoltas se acercan a nosotras para interrumpirnos, tenemos que empezar a irnos. Pero Malú sigue agarrada a la valla y vuelve a llorar, con parte de su pasado enterrado entre unas paredes a las que no puede acceder. Un pasado sepultado bajo un incendio provocado por el odio de quienes ven acercarse demasiado a quien no cesa en su lucha por descubrir la verdad.

—No me gusta estar aquí, me da mucho dolor, porque aquí nací yo y sé que nunca más podré volver a habitarla…

No me quedan recuerdos… Me han arrebatado mi vida entera, la mía y la de mis hijos.

El comandante pierde la paciencia:

—Tenemos que irnos, licenciada: ya.

Seco las lágrimas de Malú, nos abrazamos y caminamos hacia el coche.

El policía que conduce nuestro vehículo, y que forma parte de la escolta, ha acelerado bruscamente para dejar la calle en la que han  aflorado tantso recuerdos. Mientras subíamos al coche, Malú se ha quedado mirando fijamente a un hombre, de unos cincuenta años, moreno, que se escondía tras una cortina en la ventana de la casa de enfrente.

—¿Quién era ese señor? —pregunto.

—Mi tío Andrés —responde ella mirando aún en esa dirección—. Desde que pasó lo del incendio y lo de mi mamá, ningún familiar quiere tener contacto con nosotras. Estamos tan señaladas que cualquier persona cercana a nosotras corre peligro.

Malú vive rodeada de escoltas, y desde fuera puede parecer que tanto ella como los que la protegen pecan de cautos. Pero cuando el comandante gira la cabeza y nos habla alternando su mirada hacia nosotras dos me doy cuenta de que no bromea.

—Señoritas, ellos ya saben que la licenciada anda por acá. Cuando ustedes andaban platicando en la puerta, pasaron dos camionetas, una paró y avisó a la otra por radio, hablaban de la señorita Malú. No deben volver a desobedecer una orden. Deben entender que sus vidas están en mis manos y las de mis compais,* y yo soy el que manda. * Compadres, compañeros.

Malú y yo asentimos serias y cada vez más preocupadas.

Nos movemos en coche sin ninguna dirección, vamos a circular por esas calles que Malú no puede recorrer a pie y en las que tantas vicisitudes ha vivido. Ella, con la mirada perdida, rememora su infancia.

—Echo mucho en falta a mi abuelita, este pedazo de calle… Aquí había muchísimos niños de mi edad, de la edad de mi hermana: mis tres primos, Pedro, seis años mayor que yo, Gloria que es de mi edad, y Martha, que es del año de mi hermana… Ellos son hijos de Andrés, el hombre que acabamos de ver, y vivían justo enfrente. Yo vivía sola con mi abuela Esther y Alejandra con mi mamá en la colonia Infonavit, pero como mi madre daba clases en la escuela Alejandra se pasaba el día aquí, en nuestra colonia. Bueno, pues toda esa pandilla, los hijos de los vecinos y todos nosotros jugábamos a mil cosas, a la escondida y juegos por el estilo, y así hasta que tuvimos doce o trece años, cuando, ya sabes, cada cual busca su grupo de amigos.

Ella tenía cuatro años más que Alejandra y, por tanto, le tocó ejercer de hermana mayor cuando Norma trabajaba. A Malú le gusta hablar de Ale, a pesar del velo de tristeza que recorre su mirada.

—Mi tío Cuate y mi tía Chela siempre nos traían regalos cuando venían a visitarnos a casa de mi abuelita. Yo tendría unos once años y una vez me trajeron un puzzle enorme, ¡de tres mil piezas! —A Malú le ha cambiado la expresión por completo, ahora irradia felicidad y sonríe tanto que parece que estuviera viviendo de nuevo aquel instante—. Y además no era nada fácil, porque representaba la escena de un crimen, con un detective, con su lupa, y la tiza blanca que dibuja el contorno del cadáver… y un cielo negro inmensa… ¡Era realmente complicado de armar! Tardé muchísimo en hacer el rompecabezas, y, como era tan grande, lo iba montando por partes y colocándolo sobre la mesa. Cuando por fin lo terminé estallé de alegría, fui corriendo en busca de mi abuelita, que andaba en la calle platicando con las vecinas, la agarré de la mano, y le pedí que entrara para verlo. Ella me siguió al cuarto y… ¡Menuda sorpresa! Ale, que tendría seis o siete años, estaba tirando las piezas por encima de su cabeza, como si fueran confeti. Para mí ese día se acabó el mundo, ¡imagínate!, me dio tanto coraje que agarré todo y lo tiré a la basura.

Los recuerdos de los días felices la hacen reír a carcajadas y poco a poco se va abriendo y mostrando su mundo.

—Alejandra era una chava bien traviesa. Me desesperaba, pero también la adoraba… Recuerdo una vez que con cuatro años me tocó cuidarla, me despisté, se subió a una silla y pintó la pared con un rotulador. Cuando llegó mi abuelita me dio unas buenas nalgadas, (azotes) ¡porque evidentemente no creyó que Alejandra llegara a esa altura para poder pintar nada! Ay, maldita mugrosa canija.

Su risa es realmente contagiosa, pero cuando le pregunto a Malú qué le gustaría hacer en este momento, su respuesta llega acompañada de una pena enorme reflejada en sus ojos oscuros:

—Abrazar a mi hermana.

LA ABUELA ESTHER

La abuela de Malú se quedó viuda muy joven y tuvo que compaginar su trabajo en casa con las largas jornadas en la maquila donde trabajaba como limpiadora.

—Ella trabajaba desde que tengo uso de razón en una maquila que se llamaba Surgicos, y era una de las encargadas de la limpieza. Tenía que levantarse cada mañana a las tres, ¡todos los días!, porque entraba a las seis y tenía que hacer virguerías para llegar a la fábrica. Primero recorrer varias cuadras, agarrar el transporte para llegar al centro de la ciudad y, ya desde ahí, agarrar el siguiente para llegar a la maquila. Era compulsivamente puntual, daba igual que tronara, nevara…, ella no podía faltar a su trabajo. De hecho, cada año le daban obsequios en la fábrica por no faltar, por ser puntual. El caso es que cuando Alejandra se quedaba a dormir con nosotras dos porque mi mamá trabajaba, mi abuelita nos metía en la cama a las ocho de la tarde por el madrugón tan grande que tenía que darse. Y, claro, a esa hora aún era de día y todos nuestros amigos jugaban en la calle… ¡Y nosotras desde el cuarto les oíamos! No teníamos nunca sueño y platicábamos durante horas…, y mi pobre abuelita nos regañaba, porque no la dejábamos descansar, pero nosotras seguíamos platicando porque queríamos salir fuera.

Malú cambia el tono de pronto, porque parece que acaba de darse cuenta de que «ahora de grande, y pensando, entiendo el desgaste tan cabrón que era para ella».

Es positivo que Malú rememore la parte luminosa de su vida, los recuerdos más alegres, antes de entrar en el momento actual, que al fin y al cabo es una inmensa herida abierta que a ella le duele mucho. Y ella habla y habla, habla de los fines de semana, de cuando se juntaban todos con José, el padre de Alejandra a la cabeza, para ir de pesca.

—Aquí, en Juárez, tenemos el río Bravo, que antes estaba seco y era un río de verdad. Está justo en la frontera con Estados Unidos, y antes iba llenito de agua. Podía incluso arrastrarte y estaba repleto de peces. A mi madre le gustaba más llevarnos al cerro, a practicar escalada, a cantar, a cocinar carne asada al aire libre. Siempre venían todos mis primos y hacíamos mil trastadas. Recuerdo cómo mi primo Pedro les daba siempre cerveza a y a Wero, nuestros perros, para emborracharlos y luego lanzarlos al agua para que se les pasara la borrachera. Luego cocinábamos los peces que pescaba José en el río y así pasábamos nuestros días de campo, tan felices.

»Mi abuelita nos llevaba muchas veces al cine. Recuerdo que una vez, siendo pequeña, fuimos a ver La profecía, sin saber muy bien de qué trataba, pero era la película del momento y la única que pasaban en los cines de acá. En la película cae una fuerte granizada, ¿recuerdas?, bueno, pues según salimos del cine comenzó a granizar… Imagínate el susto que pasé yo, creí que se acababa el mundo. —Y una vez más, Malú, la mujer invencible, rompe a reír a carcajadas—. También recuerdo con mucho cariño los sábados en que mi abuela Esther nos llevaba a casa de su mamá, nuestra bisabuela Toña. Jamás conocí a una mujer que cocinara como ella. Paseábamos hasta el centro y nos subíamos en la rutera (Rutera o ruta: autobus) que nos llevaba a su casa. Allí siempre nos esperaba la con mi comida favorita, mole con enchiladas. De verdad que desde que murió ella no he vuelto a probar algo tan delicioso.

Malú cuenta que era muy buena estudiante, «en todo menos en Historia, que me daba mucha pereza, y mi pasión era participar en la Escolta. Se trata de un desfile que se celebra el 16 de septiembre, día en que se conmemora el comienzo de la lucha por la independencia, en el que seis alumnos hacen los honores a la bandera mexicana. Lo hacen los militares ante el Presidente y en los colegios se imita a menor escala, ¡pero no por eso menos importante! Como mi voz es tan grave y fuerte, mi sueño era ser la líder, la comandante de la Escolta…, pero como soy tan chaparrita lo único que logré fue llegar a formar parte de la Escolta, algo que no está nada mal, ya que no todo el mundo lo consigue. Para pertenecer a la Escolta debías sacar buenas notas, observar buena conducta y cumplir siempre con las tareas, pues representar a la Escolta es algo muy importante aquí en México».

A Malú la adolescencia le duró poco, puesto que con quince años se quedó embarazada de Wendy, su hija mayor, un embarazo programado por ella misma, según cuenta.

—Cuando cumplí catorce años, mi mamá intentó que volviera a vivir a su casa de Infonavit, pero me opuse con todas mis fuerzas porque además por aquel entonces yo andaba saliendo con un muchacho, y no quería perder la libertad que tenía en la casa de mi abuelita. Ella me dijo que la única manera de no volver a su casa sería estando embarazada. Y entonces lo hice. En un principio mentí y dije que lo estaba, que me había quedado encinta, pero era mentira y sólo yo lo sabía. A los tres meses de aquella mentirilla me fui con aquel muchacho, Jesús, programé mis días fértiles y tuvimos nuestra primera relación… Nueve meses después, el 4 de septiembre de 1995, nació Wendy… ¡y nadie notó que había pasado un año desde que lo anuncié!

La conversación prosigue mientras pasamos por uno de los restaurantes favoritos de Malú. Es una terraza al aire libre, en mitad de un parking público. A ella le encanta la barbacoa, una especie de carne asada que cocinan lentamente para que la textura quede deshebrada, o desmechada, como dicen en México. Preparan una bandeja hasta arriba con un montón de carne, que hay que ir repartiendo en pequeñas tortitas de trigo. Ante una buen comida y dos cervezas con limón, Malú sigue desgranando su vida, una vida igual que la de tantas mujeres juarenses.

—Conseguí lo que pretendía y me quedé en casa de mi abuela. Se vino con nosotras Jesús, el papá de Wendy…, bueno, más bien iba y venía, porque jamás fue una relación muy estable. —En su rostro se dibuja una mueca divertida—. Yo tenía quince años y seguía estudiando la prepa, la mayor parte del tiempo desde casa porque con Wendy todo era más difícil. Pero entonces mi bisabuela tuvo una caída y se fracturó la cadera. Ella vivía bastante lejos de nosotras y la trajimos también a casa de la abuela Esther. Hice una pausa en la escuela y mamá y la abuelita me ofrecieron un dinerillo a cambio de cuidar a mi bisabuela, así que acepté, porque me venía muy bien para los gastos de mi bebé.

Durante ese periodo de tiempo la relación con Jesús se mantuvo más o menos de manera regular, y a pesar de que Malú tomaba anticonceptivos algo falló: a los cuatro meses de nacer Wendy se quedó embarazada de mi bebé.

—Yo andaba de tratamientos porque quería esterilizarme, ¡no me veía criando más niños! De repente comenzó a faltarme el periodo y no le di importancia, hasta que tres meses después el médico me dijo que estaba encinta, y que además se trataba de un embarazo de alto riesgo. Fíjate lo que aguantaba yo en casa que cuando llegué y se lo conté al que entonces era mi novio se enfadó mucho y me dijo que yo era una inconsciente. Me golpeó fuertemente y me empujó por la escalera. Gracias a Dios no pasó nada, y cuatro meses después nació Bryan.

Malú pasó a cuidar ella sola a sus dos hijos y a su bisabuela, una tarea complicada para una niña de dieciséis años.

—Del 96 al 98 no sé cómo aguanté. Mi bisabuela se movía con andador, a veces no me conocía, y yo tenía que hacerle todo, e incluso darle la comida. El colmo de la mala suerte fue que a los pocos meses a mi abuela Esther le dio una embolia, y se puso muy mal porque se le había paralizado medio cuerpo. Su rehabilitación fue muy lenta y cuando salió del hospital también tuve que ocuparme de ella. En noviembre del 98 mi bisabuela falleció, y para entonces mi abuela ya se movía mejor y de nuevo me ayudaba con los niños.

Malú y Alejandra se llevaban cuatro años, y por culpa de esos embarazos tan tempraneros no pudieron compartir demasiado tiempo ni disfrutaron plenamente de la relación entre hermanas.

—Cuando yo tenía quince años y me quedé embarazada de Wendy, ella sólo tenía once. Yo era ya madre y ella aún era una niña, que jugaba con mis hijos como si fueran sus muñequitos. Y cuando ella se quedó embarazada, con quince años, yo ya tenía a mis dos hijos. No tuvimos mucho tiempo para compartir todo eso, porque a los diecisiete años la perdimos.

Aunque han pasado ya trece años desde que su hermana no está, Malú tiene su recuerdo grabado a fuego. El recuerdo de Alejandra, una morena guapa, delgada, muy alta para ser una chica juarense, como dice Malú, con unas piernas infinitas y una cara preciosa, unos labios finos, y unos ojos de color miel, alegres y locuaces, un cuerpo al que acompañaba una voz aguda, una voz aún de niña.

—Lo que más me gustaba era la energía que desprendía, era una muchacha cuya alegría contagiaba. Desde niña quiso ser periodista, le gustaba hablar con la gente, contar historias, se relacionaba bien, era demasiado inocente. —Hay cierto tono de rencor al decir esas palabras, quién sabe si en el fondo piensa que de no haber sido su hermana tan confiada, hoy estaría con su familia—. Ella soñaba con hacer cosas importantes en la vida…, cuando eres adolescente, a veces sueñas con cambiar el mundo, y a ella le ocurría eso, aunque cuando tuvo a Jade la verdad es que empezó a conformarse con tener su matrimonio, sus niños. Ella creía que así sería feliz.

Alejandra, sin embargo, dejó mil cosas por hacer, y una de ellas fue celebrar una fiesta familiar por todo lo alto, en agosto de 2001, para celebrar así varios cumpleaños que coincidían aquel mes.

—Ale cumplía el 31 de agosto; su hijo Kaleb el 28 de ese mismo mes; mi hijo Bryan es del 23, también de agosto, y el de mi hija Wendy es el 4 de septiembre. Alejandra quería hacer una fiesta para celebrar todos aquellos cumpleaños…

Pero Alejandra desapareció dos semanas después de haberlo propuesto, sin tiempo siquiera de bautizar al pequeño Kaleb.

Malú se refiere a Alejandra como una niña con niños, apenas una adolescente entregada a sus hijos, aunque hipotecada por una relación que cambió su vida para mal, por culpa de Ricardo, el padre de los pequeños. Alejandra y Ricardo se conocieron en la secundaria, con trece años, y dos años después, justo antes de la graduación, cuando ella se preparaba para su fiesta de la quinceannera, ocurrió algo que según Malú hizo que la vida de su hermana pequeña cambiara radicalmente.

—Mi mamá me pidió que organizara yo el baile típico de esa fiesta. Ese día es muy especial para las mexicanas, ya que se celebra el paso de niña a mujer, durante el año que cumples los quince. Se festeja igual que si de una boda se tratara: la muchacha lleva un vestido de gala, hay un banquete suculento y los invitados bailan hasta la madrugada.

Para el ensayo del baile cité en casa de mi madre, que ese día trabajaba, a Alejandra y a todos los muchachos que debían participar en la coreografía. Me retrasé quince minutos, y cuando llegué me extrañó ver a todos los chicos en la puerta, esperando fuera con cara de circunstancias. Pregunté por mi hermana y me contestaron que andaba dentro. ¿Por qué no les ha invitado a entrar?, pregunté, pero ninguno contestaba, y entonces caí en la cuenta de que Ricardo tampoco se encontraba fuera. Abrí rápidamente la puerta y nada más hacerlo vi unos pantalones de hombre y un cinturón tirados sobre un sofá. Hice ruido a propósito y comencé a subir la escalera. Entonces apareció Ale, sobresaltada y con cara de sospechosa, en braguitas y camiseta, y con una toalla envolviendo su pelo. Me dijo que estaba terminando de secarse el cabello y que por qué tenía que entrar dando esos golpes. Cuando se puso a mi altura le quité la toalla y, efectivamente, como sospechaba, su melena estaba seca, así que seguí subiendo peldaños porque quería llegar a ver a Ricardo y confirmar lo que andaban haciendo… ¡Mi hermana tenía apenas quince años! Me pidió que no, que por favor saliera, que la situación era muy incómoda. Recapacité, bajé, la agarré del pelo y la obligué a que me escuchara. Quería explicar a la huevona de Alejandra que debía centrarse en sus estudios, que podía quedarse embarazada y arruinar así su vida. Ella me dijo que no, que no había pasado nada, que tan sólo estuvieron tonteando… Pero lo cierto es que Alejandra esa tarde se quedó en estado.

En mayo nació Jade, su primera hija. Malú cuenta esta historia recordando sobre todo cómo fue la reacción de Norma Andrade, su mamá, la maestra, esa mujer a la que todos respetan y cuyo carácter fuerte hacía que a las dos hermanas les temblaran las piernas cuando eran conscientes de que se avecinaba tormenta.

—Mi mamá jamás nos puso una mano encima, pero nos educó de tal manera que aprendimos a no desobedecerla jamás. Una mirada suya bastaba para enderezarnos. Ella es fuerte, sus ojos, su voz, su compostura. Es capaz de tener a cien alumnos sentados durante horas sin que abran la boca, y lo mismo ocurría con nosotras, con sus hijas. El caso es que cuando pillé in fraganti a Ale fui a hablar con mi madre, ya que al fin y al cabo era la que vivía con ella y consideré que debía saberlo… Su respuesta, como en la mayoría de las ocasiones en las que yo mostraba preocupación por algo, fue que mi hermana no era tan tonta como yo y que no le iba a pasar lo mismo.

Pero cinco meses después, Norma supo del embarazo de su hija pequeña y en la casa se vivió un auténtico drama, pues además, poco después, Alejandra le comunicó a su abuela Esther sus intenciones de irse a vivir a México DF con Ricardo, puesto que él era de allí y podían instalarse en la casa de su familia. Entre Malú y la abuela Esther reunieron seiscientos pesos y se lo dieron a la jovencísima pareja, que no tardó ni una semana en poner rumbo a la capital.

EL INFIERNO PARA ALEJANDRA

Pasó el tiempo y Norma fue aceptando que Alejandra hubiera elegido tener a su hija en México DF junto a la familia de su novio. Sin embargo, a la muchacha comenzó a no irle bien en la ciudad de su pareja. Ricardo empezó a cambiar su carácter y a tratarla mal.

—Empezó a pegarle a mi hermana, a humillarla, a insultarla y a echarla de su casa cada vez que le venía en gana. Al poquito de nacer Jade, Alejandra nos telefoneó: Ricardo la había vuelto a echar y había lanzado todas sus cosas por la ventana. Ella estaba en mitad de la calle, sin dinero, con su hija y con todas sus pertenencias esparcidas por el suelo. Entre toda la familia pagamos a mamá un pasaje de avión para que fuera al DF y trajera a Alejandra de vuelta a casa. La tranquilidad duró muy poquito tiempo, y cuando ya estaban mamá, Alejandra y Jade con nosotros, regresó Ricardo a Juárez y de nuevo se la llevó.

Malú se enfada cada vez que nombra a su excuñado. En la lápida de Alejandra hay una inscripción que reza lo siguiente: «Si en esta vida sufriste, esperemos que en el cielo encuentres paz». Y es que el infierno de Alejandra no comenzó el día de su desaparición, sino cuando conoció a Ricardo, tres años antes.

—Cuando volvieron a casa de la madre de Ricardo, éste regresó a su vida nocturna habitual, a salir de fiesta, a beber, a dejar a Alejandra con Jade en casa haciendo todos los quehaceres del hogar… Pero no sólo eso. Una noche, Ricardo metió a todos sus amigos en casa y a una chica con la que Alejandra sospechaba que el padre de su hija mantenía una relación. Como Alejandra esa noche estaba molesta por tanta fiesta, ya que quería dormir y la niña lloraba, Ricardo decidió encerrarlas en una habitación con llave y las dejó allí dentro durante horas. Alejandra, pasado el temporal, nos llamaba por teléfono y lloraba mucho, y mi mamá lloraba aún más por verla mal. Nos contaba que no le daban dinero ni para comprar pañales y que andaba casi en la indigencia, mientras Ricardo se lo gastaba todo en tomar (beber alcohol) y salir de parranda.

Malú recuerda cómo Norma y ella volvieron a coger un avión para ir a ver a Alejandra. Iban con el discurso bien aprendido y se mostraron serias y directas con ella.

—Le dijimos que no podía estar mareándonos y preocupándonos. Que si era mayor para haber decidido venir a México DF a vivir también lo era para tomar otro tipo de decisiones. Que si Ricardo se lo hacía pasar mal, que fuera valiente, le abandonara y regresara a Juárez con nosotras, pero que no podía llamarnos cada día contándonos lo odioso que era este tipo y después no dar el paso de dejarle, porque a nosotras nos preocupaba mucho, y aún más con tantos kilómetros de por medio. Le dijimos: «Si decides seguir con él hazlo, pero no nos vuelvas a hablar mal de él o no podremos después ponerle buenas caras, lo acabaremos odiando y tú parece que le adoras, así que, pequeña, tienes dos opciones: si te trata mal le dejas, y nosotras te apoyaremos. Si aun así decides seguir con él, trágate tus lágrimas y aguanta. No vayas allí a llorarnos, porque tú te irás de nuevo con él, pero mamá se quedará sola, preocupada, encabronada y llorando».

Norma y Malú regresaron a Ciudad Juárez para seguir con sus vidas, dejando a Alejandra con rostro serio pero sin decir mucho más. Pasaron las semanas y no volvieron a saber de ella. Un mes después volvió a telefonear: Ricardo había vuelto a pegarle y ella no soportaba más, quería volver a casa con Jade. Dos días después, Alejandra y su hija estaban viviendo de nuevo en la casa de Norma en Infonavit.

Nueve meses después nació Kaleb, el segundo hijo de Alejandra… Y ésta, sin querer, fue poco a poco volviendo a caer en las garras de Ricardo. Seguía locamente enamorada de él.

La relación de Alejandra con Ricardo era una relación de amor-odio. Ella le evitaba y a la vez lo buscaba. Cuando él llamaba por teléfono ella no era ni siquiera capaz de colgarle. Sabía que le hacía daño pero no podía dejar de quererle. Ricardo era la adicción de Alejandra. Le tenía miedo, la bloqueaba, la anulaba…, pero a ella le encantaba y no podía vivir sin él. Mal que nos pese, este tipo de relaciones desiguales, tóxicas, son más habituales de lo que pueda parecer a simple vista, e incluso mujeres de carácter fuerte y decidido quedan anuladas cuando se enamoran del hombre equivocado.

—Nunca me expliqué cómo Alejandra se enamoró así de ese tipo, pero estaba totalmente sometida. Mi hermana no era mi hermana cuando estaba con él. Yo desde el principio lo tenía calado. A pesar de lo enamorada que estaba ella yo le decía: «Ay, un chilango (Natural de México DF) es cosa mala…. », y aun así la apoyé.

Cuando nació Kaleb, la situación fue de nuevo calmándose y Ricardo se apartó de ella. Alejandra encontró trabajo en la maquila de Promex y retomó los estudios. Entre todos habían conseguido que la joven olvidara a Ricardo y la vida comenzó a sonreírle. En el trabajo, Alejandra conoció a un buen chico, serio y responsable, que empezó a cortejarla.

Se llamaba Alonso y era muy dulce con ella; a Ale se le veía muy feliz. Lo presentó a la familia en febrero de 2001 y a él no pareció molestarle que ella tuviera ya dos niños. Estaba muy enamorado. Kaleb tenía sólo cinco meses y ella quería que Alonso fuese el padrino del pequeño.

El 13 de febrero, la noche antes de que Alejandra desapareciera, la joven tuvo una fuerte discusión con su madre.

—Ella era muy cría, tenía aún la tontuna típica de los diecisiete años, el medio enamoramiento de Alonso, y además era muy huevona. No nos ayudaba demasiado a mamá y a mí con las tareas de la casa y prefería pasar el tiempo jugando con los niños. Esa noche yo me había quedado también en casa de mi mamá con Bryan y Wendy porque estaba ayudando en el colegio a preparar la Escolta de ese año, y me quedaba mucho más cerca Infonavit que la casa de mi abuelita. Recuerdo aquella noche como si hubiera sido ayer mismo… Ale jugaba con Bryan, él se escondía bajo la cama y ella hacía que le buscaba. Estuvieron casi una hora así y Norma se enfadó porque había encargado a Alejandra limpiar el suelo. Ale agarró a Kaleb en brazos y contestó a mi mamá de malas maneras, dijo que no soportaba sus regañinas diarias, y en mitad del sofoco y con los nervios golpeó sin querer la cabecita del niño contra la pared. Mi mamá se enfadó aún más y enseguida nos fuimos a acostar. Ésa fue la última vez que vi a Alejandra. Por la mañana, cuando yo me fui, Alejandra ya se había marchado a la maquila.

El 14 de febrero, cuando ya por la noche Norma vio que Alejandra no volvía a casa, telefoneó a Malú a casa de la abuela Esther y le contó que su hermana no había vuelto y que empezaba a estar preocupada.

—Yo sinceramente pensé que quizá, como era el Día de los Enamorados, se habría ido con Alonso y se les habría pasado la noción del tiempo. Le dije que no se preocupara, que esperáramos un poco y que si no aparecía llamaríamos a Alonso. Mi mamá llamó a casa del chico dos horas después y éste le contestó que efectivamente había visto a Alejandra en la maquila pero que después no supo más de ella, y que no pasaron la tarde juntos, como nosotras suponíamos… Al amanecer, mi mamá telefoneó a todas las amigas de Alejandra y ninguna sabía absolutamente nada de ella. Fui corriendo a casa de mi madre y la encontré llorando y muy alterada. Alejandra nunca antes había hecho una cosa así y comenzamos a pensar que algo malo podía haberle ocurrido.

Foto: Cuartoscuro
Alejandra, otro caso de una joven madre desaparecida en Ciudad Juárez. Foto: Cuartoscuro

*** 

 El comienzo

LA DESAPARICIÓN DE ALEJANDRA

Ciudad Juárez, 14 de febrero de 2001

Cuando sonó la sirena en la maquiladora Plásticos Promex, Alejandra sonrió. Eran las siete de la tarde y llevaba doce horas dando forma al medio millar de componentes que durante esa jornada habían pasado por sus manos morenas. Tenía callos desde que trabajaba en ese lugar, y a veces incluso se quejaba porque las manos se le dormían por completo. Pero no le importaba pues necesitaba el empleo. Y es que, aunque era apenas una adolescente de diecisiete años, ya tenía dos hijos: Jade y Kaleb.

Alejandra abandonó su puesto a toda prisa, puesto que sólo disponían de diez minutos para ir a los vestuarios, cambiarse de ropa y ser relevados por el siguiente turno. Ese 14 de febrero era el Día de los Enamorados y de la Amistad, y había pedido permiso a Norma, su madre, con la que vivían ella y los pequeños, para quedarse un ratito más fuera de la maquila hablando con sus compañeros, en especial con Alonso, un joven trabajador de la fábrica que llevaba algunos meses pretendiéndola y que a ella le encantaba.

Mientras cambiaba su uniforme de trabajo por unos tejanos y un suéter negro, Alejandra les contó a sus compañeras que estaba algo disgustada porque la noche antes había mantenido una discusión con su madre. Norma se esforzaba para que Alejandra fuera más responsable con las labores de la casa, al fin y al cabo si había sido mayor para tener dos críos también debía serlo para atenderlos. Pero a Alejandra las tareas del hogar nunca le hicieron mucha gracia. Ella lo que quería era ser periodista, y por eso compaginaba el empleo de tres días en la maquila con sus estudios en la preparatoria, el paso previo para acceder a la universidad. A veces también se sacaba un sobresueldo como modelo, sobre todo posando para los anuncios de la fábrica para la que trabajaba. Era guapa y destacaba entre las otras chicas, para empezar por su estatura, pues medía un metro setenta, algo poco habitual entre las mujeres de Juaritos, como los juarenses llaman a su ciudad, Juárez. Alejandra tenía unos grandes ojos de color miel, tan grandes que dicen los que la conocieron que «con mirarte ya te había conquistado». Sobre ellos llamaban la atención unas pobladísimas cejas que no restaban en absoluto belleza a ese rostro que se daba cierto aire a la tan admirada Frida Kahlo. Su pelo era negro azabache, y hacía poco que se lo había cortado a la altura de los hombros.

Alejandra se colgó su mochila negra en la espalda y se dispuso a salir. Ya era de noche, y hacía frío, pues Juárez está en el desierto y allí las temperaturas pueden llegar a ser muy extremas. Estuvo como unos veinte minutos charlando fuera con su grupo de amigos, hasta que decidió que se hacía tarde y que debía ir a esperar el autobús que la llevaría a casa. Siempre salía con ganas de reunirse con sus pequeños; Jade tenía un año y medio, y Kaleb sólo siete meses, y aunque lo normal es que Norma fuera con ellos en su coche a recoger a Alejandra, aquel día no pudo hacerlo porque tenía que dar un curso sobre educación sexual en el colegio donde trabajaba. Así que Alejandra se despidió de sus compañeros y comenzó a andar…

La maquiladora estaba en pleno centro de Ciudad Juárez, pero por aquellos años aún no se había edificado demasiado alrededor de la fábrica, tan sólo un centro comercial en un lateral, el Plaza Juárez Mall. Sin embargo, Alejandra no tenía que pasar por él para llegar a la parada del autobús, simplemente debía caminar durante diez minutos para atravesar un enorme descampado que quedaba frente a la maquila, un terreno lleno de maleza, basura e incluso animales muertos.

Alejandra comenzó a caminar, se cruzó con una señora que cargaba con varias bolsas de las tiendas del Mall y seguramente sus pensamientos estaban puestos en Jade, en Kaleb, en Alonso… Pero nunca llegó a esa parada de autobús.

Nunca regresó a casa. Nunca más volvió a ver a los suyos.

***

Prólogo

ME CREEN OTRA COSA

por ALEJANDRO PÁEZ VARELA*

Los pachucos languidecían cuando yo nací. Mamá y papá estaban instalados con su ejército de hijos en una vecindad localizada a unos metros del Puente Lerdo —que une Juárez con El Paso, Texas—, en el casco más viejo. Fundada en 1659 por un fraile franciscano como Misión de Señora de Guadalupe de Mansos del Paso del Río del Norte, la ciudad tenía 309 años cuando, en una clínica localizada sobre la Avenida Lerdo, abrí los ojos sebosos y lagañudos.

Los Pachucos llamaban «tablitas» a sus calcos (zapatos) negros, blancos o blanquinegros; el «chante» era su casa; la «lisa», la camiseta. Y por «tramo» se referían al pantalón bombacho, de tiro largo y planchado a raya, que retenían al hombro con tirantes por el peso de la cadena doble que corría de frente a cola a la altura de la cintura. Usaban «tandito», recuerdo, un sombrero italiano que ya no llevaba la pluma larga en la copa como Tin Tán.

Se juntaban en la esquina en grupos pequeños; hablaban de la vida en «el otro lado» y planeaban defender a sus mujeres, hermanas o madres, que cruzaban los otros barrios rumbo al trabajo en una ciudad que nunca, ni hoy, tuvo un transporte público digno.

Más tarde nos fuimos a vivir a la Melchor Ocampo, una colonia bautizada con el nombre de ese abogado liberal de la Reforma que enfrentó, desde Michoacán, la invasión estadounidense. Yo tendría tres, cuatro años. Pero la gente no llamaba al barrio Melchor Ocampo sino «Malhechor Ocampo» porque, en efecto, era el reino de los malhechores, vándalos sin oficio, malandrines. En el centro del barrio estaba la escuela primaria Luis Cabrera (con nombre de agrarista revolucionario) que sobresalía como un faro de luz o como un cuartel (todo de ladrillo) para resguardar a los más muchachos —como yo— de un entorno rudo.

Pero el diablo no estaba en el barrio. Eso nos enseñaron. El diablo estaba arriba, al norte. Eran los gringos. Por eso, a mí no me enseñaron —a nosotros, pues— las mismas canciones que a los niños del país. A nosotros nos daban instrucciones de resistencia con notas de marchas de guerra endulzadas con acordes del piano de la maestra de canto:

«No permitamos a ningún invasor / ¡listos a combatir!!», gritaba yo, de cinco años, formado siempre al frente de la fila porque fui un chaparrito. La palma de la mano derecha llevada al corazón; la palma de la izquierda tocando las canicas en la bolsa.

Prometo desde hoy
amor eterno a ti.
Mi vida te daré
por defender tu libertaaad…

Y luego, estrofas para recordar al malhechor de moda, Francisco Villa:

Porque uso de lado el sombrero vaquero
y fajo pistola y chamarra de cuero
y porque acostumbro cigarro de hoja
y anudo en el cuello mi mascada roja
me creen otra cosa.

Pistola, cigarro, mascada roja. Y un breve discurso sobre la exclusión para soportar los otros, para entenderlos y confrontarlos «Me creen otra cosa», cantaba. Tenía seis años. No olvido las letras y tampoco olvido mi sombrero vaquero y mascada roja.

Pero cuando los maestros pensaban que yo pensaba ser vaquero, en realidad soñaba con ser “El Llanero Solitario”, el Lone Ranger que busca justicia para los desprotegidos en «el otro lado», en Texas.

Como miles de juarenses, pues, soñaba con crecer e irme de allí. Hasta que un día me fui.

El norte no es el norte sin muchos nortes. Muy al norte está el sur, y no es un juego de palabras: el norte mexica no se vuelve el sur mexicoamericano, y para alguien que lo conozca es fácil entender que ahí hay un país-de-en-medio.

Si alguien abre el mapa sabrá que el cuerno de la abundancia que definen las costas mexicanas se topa hacia arriba con una larga extensión que visita todos los climas y todas las latitudes. De punta a punta, de este a oeste, el trópico se convierte en desierto y el desierto en cordilleras tan altas que una buena parte del año no conocen el calor. Los nopales se vuelven pinos y esos pinos, rumbo al corazón del territorio, se transforman en árboles de trópico sin playa.

En las hondonadas de Batopilas es posible que un mango desplace al piñón, y que una hoja amplia y verde sustituya a las espinas blanquecinas del terreno desértico.

En el ombligo de la Patria, entre el Pacífico y el Golfo (que es, en realidad, una mordida del Atlántico) está Ciudad Juárez. Exactamente ahí chocaban, en El Paso, las corrien tes del Río Grande, un río tan grande que los colonizadores europeos lo llamaron «la laguna que se mueve». Y luego ese Río Grande, un río tan grande que los colonizadores europeos lo llamaron «la laguna que se mueve». Y luego ese Río Grande se volvía Río Bravo y en rápidos serpenteantes corría, formando barrigas de lodo, hasta desembocar en las aguas saladas del Golfo.

Foto: Cuartoscuro
Ciudad Juárez fue una de las urbes mexicanas que más sufrieron el periodo de la guerra contra el narco lanzada en 2006 por el ex Presidente Felipe Calderón Hinojosa. Foto: Cuartoscuro

Juárez es una uña roñosa de Dios, dura y sin sentido, donde la punta de un alfiler no consigue penetrar. Y es también la palma de ese otro Dios generoso que premia con techos de nubes pintadas sin patrón y a la medida: naranjas y azules deslavados y profundos, verdes y amarillos pesados e impenetrables que dan profundidad.

Cualquiera que diga que Juárez es una tragedia es por que no conoce Juárez. El nombre enmarca el rostro de un Presidente bueno, Benito , debilitado por la tentación del poder; los cerros pelones recuerdan que despertar ahí no es fácil y es necesario abrir la tierra con la frente si se quiere sobrevivir. Juárez es también una vasija grande donde la historia depositó ingredientes y la modernidad movió la pala para dejar una masa, que es el futuro. Y el futuro son esas ciudades violentas; el futuro es el abandono del gusto por la vida. Juárez es la mezcla de todos los ingredientes que componen el futuro del subdesarrollo, porque en Juárez conviven libres los ingredientes brutales de las sociedades de mercados: los miles de obreros que construyen carros que no manejan; las miles de manos que arman televisiones que no encenderán; los millones de dedos que maquilan vestido, calzado, alambres, botones, foquitos, engranes, cremalleras, tornillos y paletas que no tendrán en casa.

Tomé mi libreta y empecé a hacer apuntes. Era la primera semana de 2010 y Ciudad Juárez sufría lo más crudo de la guerra lanzada por el Presidente Felipe Calderón.

—Llévame por unos burritos —le dije a mi hermano Aurelio. Me había recogido en el aeropuerto.

—No hay, carnal. Están cerradas las burrerías. Están secuestrando hasta a los burreros, carnal. Tu jefa te está haciendo unos en la casa.

—Carajo. Qué triste.

—Sí. Ni modo.

Cruzamos la ciudad casi vacía.

Se escuchaban, a lo lejos, las alarmas largas y roncas de las patrullas de la policía. Seguí escribiendo mientras mi

carnal manejaba su troca:

1. Cuando llegamos al domicilio que dijeron por la radio de la policía, un muchachillo de unos 14 años lloraba y se cubría el rostro con ambas manos. Se encontraba sentado a la orilla de la banqueta. Minutos después arribaron los agentes y le preguntaron y respondió, sin encubrir un solo dato. Dijo que su mamá les dejó dinero para comprar pan blanco y prefirieron un Gansito. Cuando volvieron de la tienda a casa, él y su hermano de 16 se lo pelearon. Él tomó un picahielo para asustarlo. Se lo clavó en el corazón. Observé el Gansito sobre un charco de sangre a un lado de la cama, y al otro jovencito tendido, con los ojos perdidos y la boca abierta, muerto. La madre no se enteró de inmediato: ¿Cómo avisarle, si estaba perdida en el mar de maquiladoras?

2. Miguel Perea, fotorreportero que hizo periodistas a varios de nosotros, me alertó: «No entre, compadre. No lo va a soportar». Entré. La historia es breve: el marido, sin empleo, había ahorcado a su mujer en un arranque de celos porque era ella quien proveía el sustento; no él. Escondió el cuerpo debajo de la cama. Ella estaba embarazada de muchos meses. Él llamó a la policía y esperó en la vecindad. En su presencia movieron el cadáver hinchado. Se reventó. Duré casi 10 años sin comer arroz.

3. Su delito: ser homosexual. P. O., un viejo reportero policiaco corrupto como pocos, me tomó la mano y dijo: «Tóquele, güero. Qué chichis». Los agentes y los periodistas se tomaron fotos manoseando al individuo (para entonces una chica), que además era la gran novedad; se había cambiado de sexo. La cacheteaban, la pateaban. Esas fotos duraron años pegadas en el laboratorio fotográfico del periódico. Después vi cómo los judiciales estatales o los policías municipales hicieron lo mismo con sexoservidoras. Y sepa Dios con cuántos más. Arrastraré esas imágenes el resto de mis días como un mea culpa.

4. La mujer que se amarra con sus hijos y se tira al Río Bravo porque no tiene para darles de comer. La horda de tecatos (heroinómanos) que viola a una anciana, enferma mental. Los que perdieron la vida porque quemaron raticida en las cucharas. Los miles de jóvenes sin empleo y sin escuela que se unieron gustosos a los Pachucos Termo, a los Pachucos 30, a los Harpys 13 y a otras pandillas que después se fundieron en un solo concepto: los cholos. (Mamá nos sacaba de las calles cuando se agarraban a cadenazos. Puf: a cadenazos.)

Viví esto y otras cosas como reportero policiaco en Ciudad Juárez. Eran los años ochenta. Aún en medio del luto humano, aún en aquel subsuelo, la gente vivía con los ojos transparentes.

Lo que desprendo de ese Juárez es que desde entonces pedía un poco de cariño. Educación, cultura, salud, transporte, avenidas, verdaderos policías. Drenaje. Foquitos en las calles y vigilancia para que las chavas no fueran secuestradas, violadas y asesinadas camino a sus trabajos o a sus casas. Pedía banquetas, parques, árboles, campos de beisbol, bibliotecas. Juárez pedía algo de dignidad, algo que le hiciera sentir que no estaba solo y que era parte de una Federación.

Pero no. La «ayuda» fueron vehículos artillados, armas. Balazos y sangre. Guerra al narco. Qué tontería. Qué irresponsabilidad. Esas miles y miles de almas muertas perseguirán para siempre a los que cometieron el error. Ah, políticos. Qué pueblo más miserable somos. Y no tendremos perdón si no le reclamamos a quienes nos llevaron a la cultura del odio en lugar de responder con lo que el país pedía: empleo, dignidad. Poco de cariño. No balazos. Los narcos estaban allí, hombre, a la vista de todos. Eran comandantes judiciales, eran policías, eran ciudadanos (o lo son). Les anunciaron que iban por ellos y no se fueron: desde la clandestinidad, les ganaron por lo menos una guerra: la de resistencia. Y miles de inocentes pagan y seguirán pagando, porque esto no terminará con este sexenio.

Los pachucos languidecían cuando yo nací. Y abrí los ojos, sebosos y lagañudos, y ya estaban los harpys y luego vinieron los cholos. Unos y otros se organizaban (organizan) en barrios, en cuadras, en esquinas. Organizados para sobrevivir: para resistir los embates de los otros y para defender a sus mujeres, madres y hermanas, de las amenazas de una ciudad que apenas tiene banquetas y no tiene un transporte digno; una ciudad donde la policía es el crimen organizado y hasta tiene nombre criminal acreditado: La Línea. Organizados para resistir al abandono oficial.

El ejército gringo no nos invadió; supongo que los niños ya no cantan, como yo, canciones de resistencia con mascadas rojas, pistola y cigarro de hoja. Es más: nosotros invadimos el sur estadounidense; hoy es posible sobrevivir en una ciudad texana sólo con el español, pero no con el inglés. Y unos buenos huevos con salsa ranchera, y unos burritos, y unas tortillas de maíz azul son fáciles de comprar en El Paso en alguno de los miles de negocios que abrieron durante la otra invasión.

Porque Juárez, al que nunca llegaron los soldados gringos, sí sufrió otra invasión. Una invasión de prietos, como uno; una invasión interna. Fuerzas federales llegaron a finales de la década pasada a «rescatar la ciudad» de las fuerzas federales del narcotráfico. Estalló una guerra que sigue y se aplaca, que sigue y se aplaca. Las morgues se llenaron de inocentes y, sí, de malandros.

El 29 de diciembre de 2013, sentado en el aeropuerto de regreso a la Ciudad de México, tuve ganas de llorar. Y no fue porque, dos días antes, había enterrado a mi padre. Fueron ganas de llorar por mi ciudad. Saqué mi computadora y empecé a escribir:

«No quiero volver a Juárez», le dije a mi hermano. Me había recogido en el aeropuerto e íbamos hacia el Puente Libre. Era la noche del 25 de diciembre y caía un frío canijo que emblanquecía las calles, los toldos de los carros, los vidrios de las casas, la tierra. Una nata de contaminación cubría buena parte de la ciudad porque, supe por la televisión, se ha regresado al carbón y a la leña (en pleno siglo XXI); el gas es endiabladamente caro a pesar de que algunas de las familias más poderosas del sector energético mexicano son juarenses, como los Fuentes.

«No quiero volver a Juárez porque me quita las fuerzas», le insistí a Aurelio. La mancha urbana pasaba frente a no sotros: los mismos terrenos baldíos, las mismas paredes de tierra de cuando éramos niños. Algunas cosas han cambiado en décadas y casi todo para mal. La guerra pudrió lo que estaba medio podrido pero los apellidos de siempre le siguen chupando vida a la ciudad: los Fuentes, los Bermúdez, los Terrazas, los Escobar, los Quevedo, los Zaragoza, los De la Vega. Los mismos apellidos que han sacado todo de esta frontera y a los que —ahora resulta— debemos agradecer su misericordia. En el discurso oficial, esos zánganos son los padres de la patria chica.

En esencia, es el mismo Juárez en el que crecimos mis hermanas, mi hermano y yo. El mismo. Montones de drogas, montones de adictos y (después del carnicero Felipe Calderón Hinojosa) de huérfanos. Montones de pobres y montones de carros viejos que defeca Estados Unidos y acá desplazan a montones de obreros por una ciudad destartalada, dislocada por la ambición y la maquiladora, sostenida sobre llantas de desecho. Grandes extensiones de terreno están bardeadas, incluso en las zonas más céntricas, porque las familias dueñas de juárez no los quieren vender: especulan con la tierra; esperan su turno en la Alcaldía (algún sobrino, nieto o hijo llegará) para reorientar, otra vez, el crecimiento de la ciudad y así aprovechar un aumento en la plusvalía, como lo hicieron otros antes que ellos.

La ciudad, vista desde el cielo, es como el pulmón derecho de mi padre: con enormes zonas apagadas por el mal.

Traca-traca, la matraca: una y otra vez, retumban las viejas canciones. Y tengo cinco años y las grito con todo el fuelle del pecho, con la mano derecha unida al corazón y al frente de la fila:

Yo fui uno de aquellos Dorados de Villa
de los que no damos valor a la vida
de los que a la guerra llevamos valor
de los que morimos amando y cantando:
¡yo soy de este bando!

Porque uso de lado el sombrero vaquero
y fajo pistola y chamarra de cuero
y porque acostumbro cigarro de hoja
y anudo en el cuello mi mascada roja
me creen otra cosa.

Nos creen, sí, otra cosa.

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