Los 10 libros favoritos del periodista y escritor Daniel Rodríguez Barrón

22/04/2017 - 12:03 am

Una lista tentativa por eso de elegir entre los mejores. Sabemos que leemos más de 10 libros, pero a estas instancias del juego bien vale la pena escoger entre los muchos que se agolpan en nuestro estante.

Ciudad de México, 22 de abril (SinEmbargo).– Ya se sabe, quien ama la literatura no puede tener sólo diez libros favoritos. Pero al mismo tiempo es un buen número para tomarle el pulso a un lector, para ver por dónde corre su sangre. Ofrezco mi lista, siempre tentativa.

Anna Karenina, de León Tosltoi

Para mí, Anna Karenina no es una historia de amor, es la historia de un fracaso social, de un momento en que la sociedad rusa se vio a sí misma como falsa, anquilosada, corrupta. Anna no descubre el amor, lo que descubre es la falsedad de las relaciones sociales en un mundo perfectamente coreografiado. Anna intenta lo mismo que Levin, el otro personaje central de la novela, pero cada uno toma un camino muy diferente. Anna cree que la infidelidad es una forma de escapar a la convención y, aunque tarda en descubrirlo, termina dándose cuenta que es una convención más: la que le permite a los biempensantes ir desplazando a quienes dan un paso en falso en el baile de sociedad. En el fondo, para Tolstoi, como mucho tiempo después para Fassbinder, la pasión es otra comodidad burguesa. Sólo hay un momento en el que Anna se topa frente a frente con la realidad y es cuando está a punto de darse de bruces con un maquinista, con un obrero con el rostro cubierto de aceite y hollín, Anna lo esquiva casi con asco y minutos después, el obrero muerte arrollado bajo las ruedas del tren. Justo el mismo destino que tendrá ella. El resto de su vida es teatro, un vals. Levin, por el contrario, también conoce y aborrece esas mismas convenciones, pero lejos de hundirse en ellas decide alejarse y no duda en hablar con los campesinos que trabajan para él, no duda en trabajar con ellos y alimentarse con su misma comida. No es un héroe, no es un santo y tampoco es un protosocialista, es un hombre que sólo le importa saber en todo momento si hace el bien o el mal. Al final de novela, Levin entra corriendo a la habitación donde su mujer cuida de su hijo y le dice “he comprendido algo”, Kitty le pregunta “¿qué?” y después él no puede contestarle porque las palabras no le alcanzan, pero piensa que por fin ha encontrado “el sentido del bien”. Muchas novelas hablan del mal, intentan descifrar su sentido o incluso sólo buscan representarlo, pero ninguna otra novela que yo conozca se ha enfrentado a descifrar el bien como Anna Karenina.

 El duelo, de Joseph Conrad

Una simple confusión, un puñado de palabras mal dichas al dar a conocer la orden de un superior, enfrentan para toda la vida a un par húsares. Una y otra vez, estos dos oficiales se enfrentan a duelo, el mundo napoleónico asciende y cae ante sus ojos y ellos continúan retándose a duelo cada vez que se encuentran. Es muy probable que Conrad no haya cambiado la literatura occidental ni haya aportado mucho a las novedades estilísticas que estaban brotando en las fechas de su muerte; Ulises de Joyce es de 1922 y Conrad murió en1924. Sin embargo, con excepción de Tolstoi, nunca me he encontrado a otro escritor que me dé tanto gusto leer, su lenguaje dolorosamente preciso, como quien por sentirse inseguro en un idioma que no domina del todo prefiere despejar cualquier ambigüedad, en lugar de vagabundear hasta perderse, y elige una sola palabra, aquella que diga claramente lo que busca expresar. Así, de manera sorprendente y en unas cuantas líneas, el autor pinta a los personajes en toda su dimensión psicológica, pero sin psicología: me explico, mientras otros autores de una generación después y en adelante, utilizan un vocabulario psicoanalítico o buscan calzar a sus personajes en las figuras retóricas de las enfermedades psicológicas, Conrad sencillamente conoce a los hombres. Dice, por ejemplo: “el general D’Hubert se había vuelto muy consciente de sus años, de sus heridas, de sus muchas imperfecciones morales, de su secreta carencia de méritos e, incidentalmente, había aprendido por experiencia el significado de la expresión amilanarse”. Si fuera sólo el conocimiento de los demás, me parecería cruel, ligeramente arrogante, como quien se coloca en una situación favorable para ver desde allí la miseria ajena, pero en una lectura con mayor atención se comprende que nadie podría describir ese estado, ese súbito reconocimiento de lo que uno es, si no se ha vivido ese juicio en carne propia. Dice: “Ningún hombre tiene éxito en todo lo que emprende. En este sentido todos somos fracasados. Lo que de verdad importa es no fracasar en la ordenación y el sustento del esfuerzo de nuestra vida. En esto la vanidad nos lleva por mal camino. Nos precipita en situaciones de las que necesariamente salimos perjudicados; mientras que el orgullo es nuestra salvaguardia, tanto por la reserva que impone a la selección de nuestro empeño como por la virtud de su poder sustentador”. Lo que más admiro de Conrad es que en medio de una historia nos ofrece una lección, nos habla del destino de una persona y con ello nos permite ajustar, comprobar, corregir o sencillamente cotejar nuestras propias emociones, nuestros súbitos cambios de ánimo, nuestro fracaso personal con esas otras vidas.


El Astillero, de Juan Carlos Onetti

Onetti es nuestro Conrad: su adjetivación es un prodigio, su capacidad de observación, el modo en que desgaja los tiempos narrativos… Pero sobre todo, se parece a Conrad en su retrato del fracaso, ese fracaso vital que no se debe a meras circunstancias económicas o incluso sociales. De ningún modo, se trata más bien de un disgusto contra uno mismo y contra la vida. Larsen, nuestro querido Juntacadáveres, llega a un astillero en decadencia a pedir trabajo; “todo tiene aire de epílogo”, todo se hace como quien ya se está despidiendo. Larsen es Job, es un apestado, un señalado, pero su tragedia no es un asunto de mala pata ni tampoco de azar, es un chivo expiatorio metafísico, el peor de todos porque Jesús, el chivo expiatorio por excelencia según René Girard, salvó con su sacrificio a toda la humanidad; en cambio, el sacrificio de Larsen no salva a nadie, no salva nada ni a sí mismo, es un chivo expiatorio donde no cabe la reconciliación ni la redención. Escuche usted: “Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar”. No muchos escritores llegan a este nivel, donde la sencillez de las palabras profundizan hasta límites insospechados en el alma, en la psique de los individuos.

El apando, de José Revueltas

Uno más de la misma estirpe. ¡Qué fuerza!, es una literatura devoradora, cada palabra parece ir en busca de tus entrañas y una vez allí se agarra con uñas y dientes. A través de una historia sencilla —tres presos esperan a dos mujeres y a la madre de uno de ellos que lleva droga oculta en la vagina— Revueltas explora la incapacidad del individuo para desasirse de la esperanza que lo ata a la existencia. La droga podría ser cualquier cosa, sobre todo un absoluto: Dios, el Amor, la Salvación. Y esos tres hombres son aterradores sólo por conocer, en la medida que uno puede conocer sus prisiones interiores, aquello que los oprime, que les impide la salida, en su caso es un apando —¿pero quién no está en su apando, sacando la cabeza para otear un espacio que cree inmenso y no es sino una entrada donde se espera la llegada, de un momento a otro, de eso, eso que necesitamos?—, son aterradores por estar en el último estadio de la enajenación social, de la bajeza existencial (no sabemos porqué crimen están en la cárcel, ni siquiera porqué ellos tres y no otros más están apandados), y están allí como si lo hubieran estado desde siempre, condición de infierno o de purgatorio. Y justo cuando sus mujeres, las mujeres más bestialmente humanas que he leído, entran con aquello que, al menos temporalmente, los salvará, es precisamente ese movimiento el que en realidad los conduce a su último destino: el apando cruzado por docenas de barrotes, un apando dentro del apando, que se va cerrando progresiva y geométricamente, exponencialmente, era como si la idea, precisamente la idea afincada en esos criminales, comenzara a ahogarlos, a llevarlos hasta el punto donde aquello que pensamos nos petrifica; pero en Revueltas es más bello y preciso aun, porque los lectores no sabemos porqué estos tres hombres son castigados tan cruelmente, es un símbolo puro, perfecto. Están allí y son castigados. Me recordó de inmediato a León Bloy en su seguridad de que ya vivimos en el infierno y cada ser humano es un demonio ocupado en martirizar eternamente a su prójimo. Ahí está esa convicción lacerante en Revueltas: la de martirio, de entrega al castigo. Parece como si sólo el dolor los/nos humanizara, parece como si sólo en el dolor pudiésemos ajustar la idea que tenemos de nosotros mismos con la realidad. Revueltas como Dostoievski nos sugiere que si perdemos la oportunidad de sufrir, de sufrir sin esperanza, nos perderemos para siempre la oportunidad de ser verdaderamente libres. Sólo en el dolor coincidimos con nosotros mismos. Porque ¿de qué otro modo puede entenderse la traición final? El hijo denuncia a su propia madre, la atrae a su propia condena, quiere que sufra su íntimo tormento. Esa confesión, que nadie había pedido, pero que, otra vez, sólo un culpable puede ofrecer a gritos, es casi un acto de justicia, porque condena a la madre al sufrimiento final. En la cárcel, El Carajo puede pronunciar las frases de Cristo: Madre, he aquí a tu hijo; hijo he aquí a tu madre.

Lolita, por Vladimir Nabokov

Ya se sabe de qué va Lolita. Hay gente, como yo, que cuando se sienta a la mesa se acaba rápidamente los platillos con tal de llegar al postre; así he leído muchas veces Lolita sólo para llegar a las páginas finales. El final es espectacular. Ese momento en que Humbert Humbert rencuentra a Lolita embarazada, en chanclas y casada con un chico que está haciéndole arreglos a la casa, me recuerda al final del Quijote, ¡Lolita se convierte en Alonso Quijano! Un humano despojado de artificio, reducido a su propio ser. Nabokov castiga a Lolita de una forma crudelísima: de ninfa ¡la convierte en una mujer común!; y sin embargo, H. H. le dice “ven conmigo”. Es allí donde Nabokov consigue la enormidad de que el lector sienta compasión por un pederasta, un logro sólo posible en la ficción. Porque H.H. ama a Lolita, la ama como no la va a amar nadie. Nunca he podido leer el final sin conmoverme: “Sé fiel a tu Dick. No dejes que otros tipos te toquen. No hables con extraños. Espero que quieras a tu hijo. Espero que sea varón. Que tu marido, así lo espero, te trate siempre bien, porque de lo contrario mi espectro irá hacia él, como negro humo, como un gigante demente, y le arrancará nervio tras nervio. (…) Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita”.

Poesía completa, de Philip Larkin

Un día entré a una librería que ya no existe y que se llamaba “Las sirenas”, vendían libros en inglés. Compré la poesía completa de un tal Philip Larkin, había escuchado su nombre (no su poesía) en mis clases de Literatura Inglesa. La acritud de sus versos me fascinó,

Así comienza “Aubade”: Trabajo todo el día y me emborracho a medias por la noche. / Camino a las cuatro en la sorda oscuridad, observo. / En un rato los bajos de las cortinas se iluminarán. / Mientras tanto me entero de lo que siempre ha estado allí: / Muerte sin descanso, hoy todo un día más cerca, / Volviendo imposible el pensamiento, excepto por cómo, / Y dónde y cuándo moriré. / Árida interrogación: y sin embargo, el pavor / De morir, y estar muerto, / Renueva el impacto horrible de la espera.

William Carlos Williams. Tengo su obra completa en la mesa de noche.

Tal vez no lo lea todas las noches, pero sé que en mis noches terribles, de insomnio y soledad, Williams me acompaña con esa clase de verdades que sólo se puede uno decir a sí mismo a altas horas de la noche. Hice esta traducción: Los acantilados irlandeses Moher

¿Quién es mi padre en este mundo, en esta casa, en la base de mi espíritu?

El padre de mi padre, el padre de su padre, el….

Sombras como vientos

Vuelven a la paternidad antes del pensamiento, antes del habla,

Por sobre lo real,

Levantándose del aquí y el ahora, por encima de lo húmedoy la hierba verde.

Este no es un paisaje, lleno de sonambulismos

De poesía

Y mar. Esto es mi padre o, acaso,

Es como él era,

Algo parecido, uno de la raza de padres: tierra

Y mar y aire.

Muerte sin fin, de José Gorostiza

No me atrevo a decir nada sobre este poema. Sólo sé que he intentado aprendérmelo de memoria, que con cierta regularidad escucho la grabación donde Gorostiza lee su propio poema, que yo mismo lo he leído una y mil veces, que lo tengo en varias ediciones, que he leído muchos textos que intentan descifrarlo –el que más me gusta es el de Salvador Elizondo– y que, finalmente, pienso que es el poema más importante del siglo XX mexicano.

Happy Days, de Samuel Beckett

Hace años que no voy al teatro, pero durante toda mi adolescencia y juventud fui al menos una vez por semana, y yo mismo escribí una obrita en la época en la que el teatro era todo para mí. Ahora me gusta mucho más leer teatro, imaginarlo. Y entre todas las obras que me gustan —Edipo Rey, Macbeth— rescato Happy Days: ahí tienes a Winnie una mujer entrada en años, cubierta de mierda hasta el cuello —casi literalmente, lo que Beckett pide es un montículo de tierra de la que apenas sobresale la cabeza de Winnie— pero despierta todas las mañanas diciéndose: “¡Oh qué día tan maravilloso! Vamos Winnie comienza tu día…” Esa voluntad de recomenzar una y otra vez la existencia a pesar de ver que todo está perdido es pura magia, un poco de fe, y algo de estupidez. Una combinación necesaria si se quiere sobrevivir. ¡Olvídense de Aquiles o de Hamlet el Indeciso! Lo que me conmueve de Happy Days es esta mujer sin mayor educación o inteligencia, esta mujer enterrada viva sacando de su bolso un peine y un cepillo de dientes, persignándose y diciendo, vamos, vamos, comienza tu día…

Tendría que tener un listado propio para el ensayo. Y me veo obligado a hacer trampa. De un tiempo a esta parte ya casi no leo ficción, releo lo que me gusta, y de vez en vez leo algo nuevo. Lo que sí hago todo el tiempo es leer ensayos. Así como en mi juventud necesitaba aventuras y vivencias, así fueran ajenas como las que uno encuentra en la ficción, ahora que me acerco sin pena ni gloria a los 50 años de edad, lo único que quiero es saber por qué y cómo y cuándo. Entonces la historia, la sociología, la antropología, la filosofía me traen respuestas tentativas, provisionales, pero no hay otras. Aquí mis héroes son muchos, Roberto Calasso y Carlo Giznburg, Arthur Shopenhauer y Albert Caraco, Sergio González Rodríguez y Jorge Aguilar Mora, Camille Paglia y Susan Sontag, Aby Warburg y Walter Benjamin, todos aquellos a los que ni siquiera pretendo emular porque están muy por encima de mis posibilidades, y justo por ello los necesito más.

Daniel Rodríguez Barrón, periodista y escritor. Foto: Facebook

¿Quién es Daniel Rodríguez Barrón? (Ciudad de México, 1970) estudió Letras Inglesas en la UNAM y Guionismo en la SOGEM. Es autor de la novela La soledad de los animales, elegida por el periódico Reforma entre las mejores novelas publicadas en el 2014. Asimismo es autor de la obra de teatro La luna vista por los muertos, publicada en el volumen Teatro de la Gruta II, con la que recibió en el año 2002 el Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo, y fue estrenada en el 2007 en el teatro Sor Juana Inés de la Cruz. Su cuento “En casa” está en la antología Sólo cuento (2009) editada por la UNAM. En el 2008, recibió el Premio Nacional de Periodismo por el su documental Manuel Felguérez: Disidencia sin fin; y recibió una mención honorífica en el Premio Alemán de Periodismo 2009 por su documental Adiós al Palacio de las lágrimas. Su ensayo “Carcosa” aparece en la antología de ensayos Te guardé una bala, publicado por Abismos Casa Editorial (2015). Su más reciente publicación es el libro de cuentos Los mataderos de la noche (2015).

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