DE SUEÑOS NO COME EL ARTISTA

04/11/2011 - 12:00 am

Aquí no hay butacas, ni luces, mucho menos taquilla. Aquí, en el Centro Histórico del Distrito Federal, el espectáculo inicia en cada esquina, sin tercera llamada. Hace más de una década comenzaron a proliferar estatuas vivientes, músicos, performance y teatro. Es el arte callejero que, al paso del tiempo, tiene cada vez más presencia.

A unas cuadras del Palacio de las Bellas Artes, entre las calles de Motolinia y Gante, los artistas hacen de la vía pública un escenario alterno, donde pueden obtener ingresos que van desde los 100 pesos al día, hasta más de mil “por cabeza”. Muchos de estos artistas son estudiantes; otros, amateurs… pero ya existen varios que con estudios y título en mano trabajan en la calle por necesidad y también por convicción.

Sobre Gante baila “El Pachuco”, una “sombra” vestida del conocido personaje de La Máscara, cuyo protagonista en el cine interpretó Jim Carrey. Sentado, espera a que la gente le dé dinero y enseguida se incorpora, enciende una grabadora y al ritmo del mambo empieza a bailar. Por cada ronda, hay más de 20 espectadores que interactúan con “El Pachuco”: niños, estudiantes, adultos mayores. Detrás de ese disfraz está el actor y bailarín Fernando Mendoza, considerado uno de los mimos más representativos de la Ciudad de México. Igual ha pisado teatros como Bellas Artes que aceras transitadas del Centro Histórico. “En la calle es donde agarré las tablas para tener contacto con públicos grandes, porque eso no te lo da la escuela de teatro”, dice.

Fernando es un artista callejero, pero de ningún modo es un improvisado. Estudió pantomima, teatro con la técnica Stanivslasky y diversas disciplinas como malabares, clown y danza. Tanto “El Pachuco” como su emblemático personaje “Momo” salen a la calle más que por dinero, “por mostrar un trabajo de calidad”, afirma. A unos metros de él, un grupo de jazz entona “Bésame mucho”, mientras la gente deposita monedas o compra los discos de Nahua, agrupación que desde hace un año trabaja los fines de semana en la calle de Gante. Es quizá el saxofón de Moisés o la guitarra de Erick lo que cautiva a la gente. Pocos escatiman en darles dinero. Los aplausos son bastos. Terminando de tocar en la calle, los espera una jornada más tranquila en un restaurant aledaño. Ante el éxito de Nahua, el dueño de aquel negocio los contrató para tocar durante la comida.

Tanto Fernando como Erick, uno de los cuatro integrantes de Nahua, tienen un permiso que emitió la Secretaría del Trabajo del DF, mismo que los acredita e impide que los policías los extorsionen. Actualmente son 12 los artistas callejeros que tienen autorización oficial para ocupar ciertos espacios y en determinados horarios. Para obtener el permiso demostraron “curricularmente” su disciplina artística, y de los contendientes hasta ahora sólo están autorizados 12. Los demás sortean a los granaderos o dan una “mordida” para que los dejen trabajar. O se tienen que quitar de los espacios asignados a los artistas respaldados por dicha dependencia.

Y es que en la calle sucede de todo. Para el promotor cultural, Gerardo Estrada “está bien que haya buen teatro, buena música y estudiantes de diversas disciplinas en la calle, pues sensibiliza a la gente. Es una manera, a veces, de expresar puntos de vista sociales y políticos”. Estas manifestaciones son más habituales en Europa, donde algunos gobernantes apoyan con dinero y espacios a estos artistas. Sin embargo, en México, según Estrada, la visión del Estado respecto al arte es más discursiva que real.

Lo cierto es que existen grupos y hasta un Festival Internacional de Teatro de la Calle. Artistas que ocupan aceras en festivales como el Cervantino. Grupos que salen de gira al interior del país y el extranjero, como la compañía “La Biznaga”. Pero existe ese otro teatro que vive y depende de la calle. Artistas sin contrato ni garantías. “Los 12 artistas que respalda la Secretaría del Trabajo del DF, con todo y que tenemos permiso, carecemos de protección médica en caso de sufrir un accidente. Todavía estamos desprotegidos”, acota Fernando Mendoza.

Regular o no… el dilema

Arturo ensaya en la Alameda Central. Espera a sus cuatro compañeros para empezar antes de que caiga el primer chubasco. Toca la gaita desde hace seis años. Aprendió de dos escoceses quienes le dieron técnica. No tiene más trabajo que ése. Vende sus discos en 50 pesos. A veces gana hasta 500 pesos, entre la venta y lo que la gente le da. Pero es común que esté alerta de los policías, pues en un descuido lo sorprenden y lo amenazan con llevárselo a la delegación.

“Al principio no querían que tocáramos en la Alameda porque se molestaban los vendedores de discos o a los cómicos, porque dicen que les robamos público o hacemos mucho ruido. Incluso las autoridades no nos dejan tocar. Desconocen nuestro trabajo”, comenta Arturo, y añade: “Ojalá y el gobierno nos protegiera, porque en la calle nos pasa de todo. De alguna manera estamos expuestos”.

Un caso similar es el de Moisés, saxofonista de Nahua, quien a diferencia de Erick no cuenta con permiso alguno. “Una vez me remitieron a la delegación y me hicieron pagar 200 pesos”. Erick ha visto cómo a algunos camaradas “les quitan hasta sus instrumentos. Hubo un tiempo en que llegaba la camioneta de policías, se bajaban y a todos nos llevaban a la delegación”.

Gerardo Estrada opina que es imposible regular a los artistas callejeros: “Hay que apoyarlos con becas, con más espacios en plazas y foros públicos, con pequeños contratos, pero es imposible regularlos. Además, hacerlo es quitarles espontaneidad. Hay que dejar que los jóvenes se expresen. No hay que tratarlos como vendedores ambulantes”. Se remite al Renacimiento cuando el arte iba por las calles, “era muy común”.

En cambio, el flautista Horacio Franco, quien en su etapa de estudiante fue artista callejero en Ámsterdam, cree conveniente que sí se regule en cuanto a horarios y lugares “para evitarse más conflictos”.

En Holanda, Franco solía ir por las calles de Ámsterdam con su bicicleta y una grabadora. En una ocasión le echaron un balde con agua fría, desde lo alto de un edificio: así es la calle. Esquivando el viento, el flautista reunía suficiente dinero para “sostener mis estudios. También me pagué mi boleto de regreso a México y hasta compré algunos instrumentos. Por supuesto que la calle es redituable, es un modus vivendi”.

Esto lo sabe Fernando que al día puede ganar hasta mil 200 pesos, o el grupo Nahua que percibe la misma cantidad “en los días buenos”, aunque los malos no lo son tanto, se llevan “hasta 500 por cabeza”.

“Ganamos el doble o triple que en el restorán”, comenta Erick, aunque todo depende de la calle, de sus avatares y de lo impredecible que es la ciudad.

Dinero por lástima o calidad

El arte callejero vive su esplendor en Europa. Es común que en las plazas o en transportes públicos se entone un buen concierto de violines o el teatro callejero incite a los aplausos. También es común que los estudiantes de arte encuentren en la vía pública un espacio de expresión, donde pueden aprender antes de pisar escenarios más grandes, “otros lo hacen por discurso, porque ven los grandes foros como espacios elitistas, en cambio consideran que en la calle el contacto con la gente es más directo”, explica Gerardo Estrada, quien fuera difusor de cultura en la UNAM. “Lo trágico es cuando los artistas salen a las calles por la crisis económica, como un economista que termina de taxista ante el desempleo. Creo que este fenómeno será cada vez más frecuente”, advierte.

Moisés, por ejemplo, no tiene más sustento que la calle. El saxofón le da de comer. A Arturo, la gaita le permite solventar algunas necesidades. Erick estudia composición y su lugar de trabajo está en Gante. Éste último dice que “la crisis es una razón de que haya más gente trabajando en el Centro”. Pero Moisés matiza: “Aunque son gente improvisada y no necesariamente artistas. Lo hacen más por el varo. Pocos son los que hacen espectáculo de nivel, pocos son los que tienen talento”.

Fernando entiende que la crisis arroje a muchas personas a trabajar en la calle, “pero es muy distinto que te den dinero por lástima, a que te lo den por un trabajo de calidad. Por supuesto que cualquier persona tiene derecho a ganarse el pan, pero que no denigren el oficio del arte callejero”.

En esto coincide Horacio Franco, sobre todo en la calidad del trabajo: “En México hay mucho talento, pero poca disciplina. Hay que trascender y en la calle no creo que se pueda. No es que un artista europeo sea más talentoso que uno mexicano, pero el europeo trabaja más. Sabe que hay más competencia y crece; en cambio aquí no se preocupan por desarrollarse. En Inglaterra, por ejemplo, no hay tantas becas como acá… allá los empresarios y las grandes compañías te contratan por tu trabajo, por lo que tienes que esforzarte mucho más”.

Franco no cree en los golpes de suerte. Se refiere al caso de Paul Pot, que de ser vendedor de celulares pasó a ser una estrella de la ópera. “Son lavadas de cerebro. Los golpes de suerte no existen. Un artista, aunque tenga mucha vocación, sino hace escuela no crece”. Acaso una excepción: la célebre cantante Edith Piaf, quien en 1935 fue descubierta en una calle parisina por Louis Lepleé, dueño de un cabaret situado en los Campos Elíseos. De allí vino el descubrimiento de una de las grandes voces en la historia de la música. Verdad o mentira, el flautista advierte: “Pero hay que disciplinarse y trabajar mucho. El artista debe ponerse a estudiar y trabajar”, reitera Horacio Franco.

Estudiar para crecer

Dicen que de sueños, no come el artista. Arturo quiere que su grupo crezca. “Ensayamos en la Alameda y nos dan dinero como si trabajáramos ahí. Es padre, pero sí quiero que mi grupo crezca”, dice. Fernando monta un espectáculo en Puebla y a veces les abre conciertos a otros artistas en escenarios grandes. Para él la trascendencia “está en ser honesto con lo que quieres hacer, pero sí creo que llega un momento en que hay que dejar la calle”. Tanto Moisés como Erick piensan en la proyección y exigen al Gobierno del Distrito Federal y a las instancias de cultura “más apoyo, que nos contraten en los festivales, en vez de traer a artistas extranjeros. Nosotros también tenemos calidad”.

Gerardo Estrada recomienda que salgan del país y se enfrenten al exterior, “que le pierdan el miedo a hablar otros idiomas, a dejar México”. Y Horacio Franco opina que, ya sea en la calle o en un escenario más formal, “estudien su arte. No hay pretextos. En México hay mecanismos como el Fondo para la Cultura y las Artes o el Instituto de Bellas Artes que otorgan becas o apoyos. Hay que aprovecharlos”. Estrada está de acuerdo, aunque en la actualidad “es más discurso que hechos. Cada vez se recorta más el presupuesto a la cultura y a la educación”, y Fernando de plano no confía en las becas “porque son para unos cuantos”.

Lo cierto es que con todo esto, el arte callejero es como un pasto que crece aunque lo sesguen. Un poco por la crisis, un tanto por la necesidad de ocupar plazas y espacios públicos para manifestar su trabajo; sin embargo, el arte callejero acerca a la gente a un escenario –que en este caso es la banqueta– y convierte el arte en un convivio con el transeúnte. Aquí se paga si se quiere o con lo que se tenga. No hay más telón que el aire.

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