LECTURAS | 9 relatos sobre la madre, la muerte y la gemelidad: “Las enemigas”

29/07/2017 - 12:03 am

Las enemigas es un libro de nueve relatos de vena psicológica y fantástica que exploran tres temas fundamentales: los vínculos con la raíz materna, la muerte y la gemelidad.

Ciudad de México, 29 de julio (SinEmbargo).- Las enemigas es un libro de nueve relatos de vena psicológica y fantástica que exploran tres temas fundamentales: los vínculos con la raíz materna, la muerte y la gemelidad.

En varios de los relatos la imbricación de la madre y la muerte da pie a un tratamiento trágico; se trata, pues, de la presencia de una madre devoradora del alma del hijo, una manifestación de los impulsos enemigos que existen en toda experiencia de maternidad y que la sociedad busca esconder.

En otros casos se explora la ausencia de la figura materna y sus secuelas psicológicas en individuos confrontados interiormente por esta carencia. Cada cuento tiene una muerte como centro gravitatorio más que como punto final; en torno de esa muerte —la propia, la de la madre, la de la hija, la del hermano, la del enemigo— los personajes se ven lanzados a un proceso de transformación psicológica, base de la trama de cada relato.

Las enemigas tiene como estructura secreta la leyenda azteca del Mictlán expresada en el Códice Ríos: las nueve casas que el alma debe recorrer para alcanzar el descanso eterno coinciden con los nueve meses de la gestación humana y cada relato es susceptible de ser leído como una representación ficcional de cada uno de estos difíciles pasajes del alma humana, en el contexto de la vida en México a principios del siglo XXI.

Las enemigas, el libro de una narradora especial joven. Foto: Sexto Piso

Fragmento del libro Las enemigas, de Claudina Domingo, publicado con autorización de Sexto Piso Editorial

XÓLOTL

El domingo salió a correr cinco kilómetros, nada mal para su pierna desahuciada. En el mercado de San Juan se comió una baguette grande de salami y queso gruyere, luego fue a la Cineteca y entrada la tarde telefoneó a su madre a Xalapa. Margarita llevaba un mes haciendo yoga y le sugirió, con el cuidadoso respeto que enervaba a Laura, que le sentaría muy bien un ejercicio como ése. Mientras su madre hablaba, Laura sintió un erizarse de cabellos en la parte de atrás de la cabeza antes del timbrazo en la nalga izquierda. Contuvo la respiración al tiempo que flexionó con lentitud la pierna derecha, y poco a poco, la izquierda, donde el dolor dejaba una sensación de hormigueo que subía y bajaba. “Me cayó de maravilla alinearme los chakras”. Llegó el segundo timbrazo, más prolongado. Laura echó la cabeza hacia atrás y se mordió los labios tan fuerte que pudo sentir el contorno de los dientes inferiores bajo su mordida. Ese calor en su boca tuvo un efecto vivificador que le ayudó a decirle a su madre: “Discúlpame, está sonando el celular; te llamo la próxima semana”. Se dejó caer sobre el costado derecho, gimiendo muy quedo mientras se tocaba con las manos, como impidiendo la huida del muslo izquierdo. El timbrazo no cesaba. Olió el polvo bajo la mesa del teléfono y encontró debajo del sillón la tapa extraviada de un labial. Una navaja creciendo, alargando su tallo sobre la nalga. “Piensa en otra cosa”. Y pensó en lo sucio que estaba el sillón por abajo. “Padre nuestro que estás en los cielos…”. Comenzaba el segundo verso cuando se descubrió rezando. Se incorporó sobre la pierna sana y recargó la cabeza sudada sobre la mesita del teléfono. Recordó la muestra médica que le dio el doctor y gateó hasta la cocina. Veintinueve años y gateando otra vez. Tuvo que esperar y respirar muy hondo, antes de levantarse. Una acidez se le desperdigó adentro. “Así se dejan convencer de que los amputen”, pensó. Pero el cangrejo ya no estaba únicamente en el muslo, había trepado hacia la cadera y tenía sus pinzas quién sabe dónde más. El mismo doctor le había advertido que ·retirar” la pierna era sólo el inicio del tratamiento. Se escuchó deglutir fuerte. Se arrastró hasta el dormitorio y esperó en la cama. El dolor no volvió, sólo permaneció la sensación de ácido rociándole por dentro, ora caliente, ora frío y que tan pronto dejaba claveteados sus puntitos suspensivos empezaba a reagruparse de nuevo y a moverse como una aleta envolviendo su pierna.

Se parece al drama de un alcohólico, piensa, recordando a Gustavo. Luego de la cruda (o en este caso, de un día de dolor y postración en la cama), hay un amanecer que es la resurrección. A Gustavo lo dejó por infiel más que por alcohólico, pero en su última discusión se encargó de restregarle en la cara su condición de adicto. Ahora, con el cáncer bien metido en el cuerpo, Laura se pregunta en qué es diferente a él. Por eso se mete a una cantina, por eso y porque siempre había querido entrar al Tío Pepe a ver la contrabarra histórica. La mañana había sido perfecta, incluso caminó un kilómetro, como para demostrarse a sí misma que la pierna la obedecía a ella, no a la enfermedad, pero ya antes de entrar al Tío Pepe había comenzado a sentir una comezón muy profunda en el fémur. “Piensa en otra cosa”. Piensa en un cigarro y le sudan las manos. Hace un año que dejó el tabaco y le bajó al café. Tosía por las noches y tenía insomnio. Mira a su alrededor buscando a un comensal con cara de fumador: dos tipos al fondo del local y una chica que lee sentada en solitario en una mesa. Se levanta y se acerca a la muchacha, de cabello rubio peróxido. En el hombro derecho tiene tatuado un par de rosas con gotas de rocío y en el izquierdo un clavo y un hilo de sangre.

—¿De casualidad tendrás un cigarro?

La chica teñida voltea a mirarla muy seria.

—Sólo se me ocurrió que quizá fumabas…

La muchacha, de piel pálida y ojos color miel, la mira con firmeza. Hurga en su mochila y se levanta con una cajetilla en las manos. Ambas salen del bar. La desconocida es más alta de lo que aparentaba. Viste un pantalón negro con una camiseta de tirantes, negra también. Tiene perforaciones en la ceja derecha y en la nariz y un corte de mohicano decolorado y teñido de platino. Le enciende el cigarro tapando el aire con sus manos fuertes. Se recargan en la pared a fumar. Así han de parecer un par de chiquillas emulando a los granujas de la cuadra. Laura se presenta, súbitamente intimidada por el carácter tan sólido de su acompañante que la escucha con un aire distraído. De pronto está contándole sobre su despido.

—¿Te descubrieron drogándote en el trabajo?

—No, claro que no —responde Laura, primero irritada y luego divertida.

—A mí sí; me llamo Estéfany —la chica expulsa el humo por la nariz.

—¿En qué trabajabas?

—En Televisa. No se imagina a Estéfany dando el reporte del clima con voz chillona y vestido entallado.

—Hacía guiones —aclara Estéfany con sequedad. Aplasta bajo su bota el cigarro y entra al bar. Laura la sigue.

—Tráete tu cerveza acá. En un rato más se llena de patanes este sitio.

Un hombre sentado ante la barra voltea a mirar a la rubia y regresa el rostro a su trago meneando la cabeza. Laura obedece, divertida.

—Y a ti, ¿por qué te despidieron? —Estéfany espanta un mosquito abanicando la mano. —Es una historia larga. No me despidieron, o sí, pero porque yo quise.

—¿Te hiciste correr?

Laura asiente, un poco abochornada.

—¿Y te liquidaron? Laura sonríe. No le gustan las preguntas económicas.

—¡Wow! Eres una leyenda urbana con pies, tienes que contarme cómo le hiciste.

Laura va descubriendo, con la risa persistente de Estéfany, que tiene un montón de anécdotas divertidas sobre periodistas y burócratas. La otra saca su teléfono, lo observa sonar y lo deja junto a un servilletero, volteado bocabajo. Media hora después suena otra vez, quince minutos más y lo mismo. Finalmente, se toma de un solo golpe su tequila y dice en voz alta “¡Qué bien chingas!” y apaga el celular.

—¿Por qué no contestas? Suena a que está preocupado por ti.

—Preocupada… pero no lo está.

—Ah, es tu mamá. Estéfany sonríe y la mira casi con ternura.

—Mi mamá no se atrevería a hablarme para saber qué hago. Es Ana, mi novia o mi ex novia, ya no sé. Vamos afuera un ratito, hace mucho calor aquí… Salen a la calle, donde ya sopla el viento frío.

—¿Y por qué se pelearon?

Ya oscureció. Una patrulla pasa con las luces encendidas y la sirena apagada. Se abre la puerta del bar de enfrente. Adentro, bajo la luz roja, los hombres bailan con mujeres cansinas, embutidas en vestidos entallados.

—Ana tiene treinta y cinco, diez años más que yo. Eso me gustaba al principio, pero las parejas mayores quieren que las obedezcas como si fueran tu mamá. Le he dicho varias veces que en el temor que una le tiene a los padres hay algo de odio y deseo de revancha. Que si la obedeciera no la amaría.

El copiloto las escruta desde la patrulla: las tetas, las piernas y las caderas, al final los rostros.

—¿Qué quiere de ti? —Laura aspira fuerte del cigarro.

—Que deje la fiesta, que cambie mi temperamento, etecé. He puesto varios pretextos para no irme a vivir con ella. Un poco peda le confesé que no quería hacer la caricatura de las lesbianas con gato. Pero ahora que me corrieron, se puso insoportable. Primero me puso una cagotiza por fumar mota en el trabajo. A la tarde siguiente estaba afuera de mi departamento, con cara de mamá afligida. Me quiso vender la idea de que me estaba ofreciendo todo su apoyo, que estudie una maestría mientras ella me mantiene. ¿Te das cuenta?

Laura ve los ojos abiertos de Estéfany en la noche. El ceño fruncido frente a ella sigue interrogándola. ¿De qué tiene que darse cuenta? En la patrulla, el copiloto murmura algo y el otro estira el cuerpo desde el volante. Los dos ríen mientras la patrulla avanza.

—Yo jamás dije que quisiera hacer una maestría y no quiero vivir con ella. Le dije que lo que necesitaba era un trabajo, que me ayudara con sus contactos a conseguir uno. Me salió con que debo pensar si quiero seguir haciendo guiones, ya que me quejo tanto. Sé que espera que, a fin de mes, desesperada, me mude con ella.

—Debe suponer que tiene razón. Le preocupas. Pero, por otro lado, podrías negociar… —dice Laura con la voz ya apelmazada.

Estéfany la mira a los ojos, acercando su rostro tanto que ella siente su aliento a tabaco en la cara:

—Yo no negocio nada. —Y empuja a Laura con el hombro conforme camina hacia el bar.

El ruido de la calle la despertó. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. Laura recordó que en un punto cambió la cerveza por tequila. La luz del día se empezaba a retorcer en la pared de la habitación. Se acercó a la ventana. Miró los motivos del ruido afuera: “Tanto brinco estando el suelo tan parejo”. Corrió las cortinas de gasa y encontró cierta resistencia al cerrar las gruesas cortinas azules. Entonces volteó a mirarla. ¿Por qué no le había preparado el sleeping bag en el estudio? En algún momento Estéfany cambió su actitud de domadora por un respeto absorto: la escuchaba con la boca semiabierta, le preguntaba detalles: “Que sigas hablando, me gusta todo lo que dices, cómo lo dices”. También recordó que Estéfany no hizo siquiera el intento de sacar su cartera. Se acercó de puntitas a la cama e hizo a un lado el brazo pálido para acostarse de nuevo.

Vivían en la casa del abuelo, un hombre de apariencia juvenil pero hábitos sedentarios. Eso parecía una ventaja para una madre soltera. En secundaria, sólo hasta el tercer grado supieron que no era su padre. Entonces la vida ya era más holgada pues Margarita era muy imaginativa: al principio vendía dulces y palomitas en el pasillo que daba a la puerta de la calle. De esa época (sus tres o cinco años) tiene un recuerdo que probablemente sea un sueño (o una mezcla de ambos). Está sentada a la mesa. En el fondo de su plato hay migas de pan: sólo eso. Tiene mucha hambre. Se despierta (eso cree) por algo de comer. Escucha su estómago hacer tanto ruido que teme despertar a los demás. Comienza a bajar la escalera, se detiene en el descanso: hay alguien o algo en la oscuridad de la cocina que remueve cosas y mastica vorazmente. Nunca ha sabido si fue un sueño o un recuerdo de infancia con gigantismo. Quién sabe cómo, Margarita se apropió de la accesoria de al lado, y puso una papelería. No estaba muy cerca de las escuelas, pero si en otras no encontrabas una monografía, ibas “a lo de Mago” y salías con la tarea resuelta, un rompecabezas, chicles de bola, una paleta de hielo y papel para envolver regalos. De esa forma los mantuvo a ella y al abuelo, para quien las cosas eran perfectas así: “Un abuelo cariñoso criando y una mujer lista llenando la caja registradora”. Pero siempre hubo algo en esa “mujer lista” que no la hace sentirse muy cerca de ella. Alta y delgada, el cabello lacio, los ojos claros, si acaso se parecían era en las orejas y en los pies. Por lo demás, podría apostar a que era “recogida”. O quizá el abuelo abonó la confusión: cuando ella tuvo edad para preguntar por su padre, don Tavo hacía la broma de que no había, de que un día había aparecido en la puerta de la casa en una canasta. Que en una de esas ni de Xalapa era, quizá de más al sur, Tabasco o Campeche. Luego se reía y la abrazaba tan fuerte que la prioridad se volvía respirar. A Margarita le preguntó en su adolescencia, varias veces, y sus relatos eran vagos y distintos cada vez. Pero era algo más: como si Margarita siempre estuviese esforzándose por ser mamá; nerviosa o muy distraída cuando estaba en la casa. Y algo más vago aún: siempre fue amable, como si Laura estuviera de visita. Tal vez por eso dejar Xalapa fue lo más natural. Margarita no se casó nunca ni tuvo otros hijos. Sigue siendo delgada, hiperactiva y es feliz disfrutando el dinero que ahora no tiene que compartir con nadie.

Laura se detuvo, hurgó en la bolsa de palomitas en las manos de Estéfany: se habían acabado. Estaba por bajar la cabeza, apenada por su rapto de intimidad, pero Estéfany la tomó del cabello, la atrajo hacia sí y le hizo tragar un beso largo y tierno: bajo la piel de Estéfany corría caliente la sangre, pero en su superficie era fresca, como morder una paleta de hielo en una tarde tibia o ir avanzando entre las olas del mar: a un tiempo vigoroso y dulce.

Se hizo presente, bajo un disfraz nuevo: una especie de mazazo en la nuca al que siguió un silbido bajo, como si al fondo de un pasillo alguien estuviese buscando la señal en un radio. Estéfany lo advirtió, pero no hizo los movimientos de pánico que Laura habría esperado. Después de unos momentos, le dijo: «En la cama te sentirás mejor». En posición horizontal, aquella cosa se erizó y empezó a afinar las cuerdas de su violín contra su fémur izquierdo. Temblaba cuando Estéfany la ayudó a acostarse bajo las cobijas. “¿Estás mal, verdad? Estás enferma”, dijo una voz sofocada por la estática mientras el dolor se condensaba a una velocidad vertiginosa. Laura cerró los ojos. Una mano acarició la suya. Luego la voz de Estéfany le preguntó si tomaba alguna medicina. Laura le explicó dónde estaban las muestras médicas y vio las piernas largas dirigirse a la cocina. Intentó sentarse en la cama; el estómago revuelto y el dolor de cabeza la jalaron hacia atrás. Un vaso de agua en una mano. La pastilla en la palma de la otra. Estéfany la miraba serena pero grave. Laura le devolvió el vaso. Cuando vio las piernas avanzar de nuevo hacia la cocina temió que se fuera. Se mordió el labio de abajo, y se recordó mordiéndose los labios toda la vida: para no decir no, para no llorar en la escuela, para no pasar por provinciana en la universidad. Vio a Estéfany tapar la luz en el umbral de la habitación.

—¿Te apago la luz? Laura dudó.

—¿Sí o no?

Las palabras, en el fondo quizá no serían tan escandalosas o tan lastimeras.

—Sí, apágala, pero quédate conmigo.

La cama recibió el cuerpo junto al suyo, aprisionándola entre las cobijas que Estéfany no levantó. Laura sudaba, y le entró sal a los ojos. Un cuerpo que se da cuenta demasiado tarde que debe enfrentar una batalla y manda una columna de bayonetas bajo los misiles que surcan el cielo de sus nervios. Se mordió los labios; aún así un gemido breve, patético, se le escapó. Esos dientes con sarna, esas uñas de bebé magnificadas por la lupa de la carne. “Esto es el cáncer”, pensó mientras sus nervios sostenían la herida. Pasó saliva al tiempo que las lágrimas y el sudor escurrían sobre la almohada.

—Ya sé, hay algo con lo que lo podemos sacar. Laura se tendió de espaldas. Tomó aire para decir “¿Cómo?”.

—Espera, ya verás, con esto… No hay dolor que se le resista.

Tras hurgar en su mochila, Estéfany se acercó a la ventana, desapareciendo tras la cortina.

—Descansarás del dolor, y yo de la cruda —en la voz de Estéfany un halo de alegría infantil se levantó conforme el cuerpo emergió de las cortinas. Entre ellas, Laura pudo ver la ciudad con su vestido añil cubierto de lentejuelas rojas, amarillas y azules. La punta del cigarrillo ardió y vio las cejas y la sombra de la nariz de Estéfany. Luego su brazo blanco, sumergido bajo la oscuridad, le tendió el churro.

—Hace mucho que no…

—Acuérdate que es más espeso que el tabaco… —le respondió la voz, sumergida en otra bruma.

Laura aspiró con fe.

—Órale, qué pro –escuchó decir a Estéfany y no pudo dejar de reír, aunque los dientes de aquello se apresuraran a cercenar su risa.

—Siento que tengo pirañas debajo de la piel. Así me duele…

—Ahorita verás que sólo eran lechugas —y la mano de Estéfany se paseó veloz por su cabello despeinado, dejándole esa sensación que sólo tienen las primeras caricias: aves, nidos, ventanas que estaban esperando una leve ventisca para abrirse de par en par.

Iban y venían, los sonidos de los autos que se convertían en olas. La respiración a su lado, subiendo y bajando en el pecho ávido, se hizo más pausada. Entre la cortina y la ventana, un iris delgadísimo dejaba pasar la luz amarilla enturbiada por la distancia y la noche. Hubiera querido decirle que acomodara bien la cortina, que quería quedarse con ella totalmente a oscuras, pero tenía en la boca un pantano lleno de plantitas de cartón.

Se volteó sobre el costado derecho y pasó la mano por el cabello de Estéfany, remedando la caricia que ella le había hecho antes. Destender el nido, hacer revolotear allá abajo a los gorriones. Laura pasó los dedos por el cuello de Estéfany y tocó su hombro, donde estaba la rosa. Hizo el camino de perfumes hacia el esternón. La caja torácica bajo sus yemas se alzó cuando sus dedos se asieron a la suavidad de los senos. Estéfany se levantó haciendo un murmullo de gato y la rendija de luz desapareció bajo su cuerpo, que como una ola repentina la puso bocarriba y hundió la espuma de su boca en sus labios.

“Tuve que irme. Espero que te sientas mejor. (Te dejé una bachita por si te da otra vez). Gracias por la peda y por la charla. Nos escribimos. sT”. El papel era de una libreta rayada y la letra pequeña y caótica. Estaba junto a un plato, cubierto con uno más pequeño, donde descansaba un sándwich de jamón y queso. A un lado, un vaso de chocomilk. Le dio una mordida al sándwich, unos tragos al chocomilk, mientras veía la letra de Estéfany y pasaba las yemas de los dedos sobre la hoja de papel.

Abrió el archivo “Requiem_2” y pensó en redactar toda la revuelta emocional de las últimas horas. Pero cómo empezar: “A punto de palmarla (los giros gachupines siempre la divirtieron) me lío con una tía. Me pone un polvo como para revivir a Cristo”. Tampoco se le daba escribir: “La experiencia más rara de mi vida llega justo cuando apenas tengo tiempo de paladearla”, porque aunque esto era lo más exacto, le daba tristeza pensarlo. Nunca había creído en lo que uno podía merecer o no merecer sino en lo que, en todo caso, uno podía aprovechar. Apagó la computadora. Sacó la basura. Al salir del edificio, un perro callejero se le acercó, moviendo el rabo. Al cruzar la calle en dirección al centro se le ocurrió que el perro sentía compasión por ella. La tarde, caliente e inflada de nubes, la llevó por la Alameda hasta Bellas Artes. Compró un boleto para Riggoleto. Extrañó la credencial de prensa del periódico: cinco años de festín cultural gratuito se habían esfumado cuando la viuda del celebrado escritor señaló sus descuidos. Sólo después recordó que había dejado de leer los pies de foto a propósito, harta de la farsa de llevar una vida normal. Entró al teatro cuando los músicos estaban en lo más espeso de la afinación. Siempre le produjo una curiosidad infantil, una satisfacción ingenua llegar temprano y observar la concentración de los músicos con los instrumentos; los detalles de su indumentaria: los contrabajistas con un amplio saco abierto; las violinistas de falda larga y ajustada. En todas las orquestas hay una gorda fodonga, una chelista madura y elegante y una joven que se pone la ropa sin planchar. ¿Ésa cuántos años tendría? Veinticinco, veintiséis. Afinaba a conciencia  y revisaba su partitura. Se reacomodaba en la silla. Se le cayeron unas páginas y la castaña glamorosa de la silla de adelante las miró, indiferente, por un momento, y siguió con lo suyo. La muchacha inclinó la espalda, con dificultad, chocó con la silla de adelante y al fin pudo recoger con esfuerzo los papeles y se volvió a acomodar, levantando mucho la pierna derecha, como si pisara charcos. Laura creyó ver, encima de su rodilla, una línea horizontal que abultaba un poco el pantalón, y en torno al zapato, un pantone beige más oscuro que la piel en el pie izquierdo. Imaginó la sierra que habría cortado el fémur mientras la muchacha reposaba sedada, casi muerta, en un frío quirófano. La chelista de debió sentirse escrutada porque volteó a mirarla. Laura bajó la vista a su programa y las luces menguaron.

La noche era fresca y soplaba el viento. Había salido sin suéter ni bufanda. Antes había sido tan hipocondriaca. Se sonrió. Un muchacho que cruzaba la avenida se sintió aludido y le devolvió la sonrisa. Tenía buenos bíceps, pensó mientras caminaba ya sobre la acera norte de Cinco de Mayo. Recordó la agudeza de la cresta iliaca que Estéfany le ofreció para cabalgar; su clítoris alborozado por ese hueso que Estéfany movía en sustitución del falo. Sus manos le acariciaban las piernas como si la estuvieran rescatando de un naufragio. Y sus dedos, tan finos y potentes. Miró el celular y no encontró ningún mensaje. Laura había hundido el rostro en el pecho que le caía encima como un techo de almendras. Abrió la boca y recibió los pezones y parte de la blandura de los senos en su lengua, contra el paladar. Y se sintió hambrienta y colmada, libre en el río de aromas y texturas. En la esquina de Balderas e Independencia se tropezó con un mendigo que recogió las piernas rengas. El perro —un perro mediano y medio chato de pelaje castaño— seguía atento a los movimientos en torno a la puerta de su edificio. Laura le preguntó al portero si el perro “esperaba” a alguien. “Es un perro callejero”, le respondió con indiferencia el hombre; la miró con atención y añadió: “A veces se da sus vueltas por esta calle; le dan restos en la pollería del fondo, pero el pollero no ha abierto en varios días; yo creo que se anda regalando”. Laura sonrió y se dio la vuelta sin decir una palabra. Había un tono de contenido reproche en las palabras del portero; seguro pensaba en el egoísmo de los vecinos, que preferían comprar perros caros a adoptar animales callejeros. Y quizá era cierto, pensó mientras abría la puerta de su departamento. Quiso cubrir con una mancha el pensamiento: “Quizá él podría vivir más tiempo que yo si alguien lo ayudara”, pero las sogas de las palabras ya estaban echadas. Sacó una salchicha del refrigerador y bajó corriendo, súbitamente temerosa de que el perro se hubiera ido. Estaba en la esquina de la calle, pero cuando escuchó el sonido de la puerta del edificio, se acercó trotando y moviendo el rabo. Laura no quiso mirar al portero mientras hacía entrar el perro al edificio; la invadía un pudor que no alcanzó a descifrar. Por fortuna el perro entró sin hacerse del rogar y la siguió con total inocencia escaleras arriba.

Primero fue una protesta en el aire. Una vez sentada supo que era una amenaza. Respiraba y no le importaba que ella lo supiera. Había algo de asmático o deseante, también infantil, en su respiración. Hacía una circunferencia en torno a su cuerpo, cada vez más rápido. Pensó que si huía por donde era más espeso el parque, con fuerza y velocidad, lo burlaría. Saltó sobre una palmera curveada, demasiado alto, tanto que tuvo que agachar la cabeza para no chocar con la copa de un árbol. Corrió atravesando los jardines enrojecidos de liquidámbar, que abrían sus ramas y separaban sus raíces para que ella pudiera escapar. Vio la puerta de los Viveros en frente, pero a la derecha, en el predio donde fabrican macetas, había un alboroto y los flashes chasqueaban sus lenguas enceguecedoras. En medio de todo ello estaba un tipo con unas cejas enormes: Salman Rushdie. No llevaba grabadora, cámara o libreta, pero a un periodista no lo hacen sus instrumentos. Trepó la barda y se abrió paso con los hombros entre la gente. Estaba a punto de llegar al lado del escritor —apenas faltaba bordear a los achichincles y guaruras— cuando lo vio entre los cuerpos trajeados. Medía un metro a lo mucho; estaba desnudo y en las piernas tenía extensas cicatrices de quemaduras, que en algunos puntos aún mostraban sus pétalos negros y sus centros rojos y brillantes. Al torso, donde le faltaba carne, le habían cosido trozos de jerga. El cráneo era la cabeza de un martillo y de sus ojos, pequeños y hundidos, salía una mirada mortecina.

Escuchó el lamento: un sollozo o un ronquido, mientras despertaba. Tenía los pulgares metidos entre los dedos índice y medio, como un recién nacido. El sol deslizaba su hoja de oro entre las cortinas azules. ¿Qué día, qué hora era? Una nariz oscura entreabrió la puerta de su habitación. Detrás de la puerta, el perro emitió un sonido entre queja y súplica; seguro tenía hambre.

¿Cuánto más debía esperar? El domingo le mandó un mensaje: “¿Cómo estás, todo bien?”. No hubo respuesta. ¿Se sentiría acosada si marcaba el teléfono en ese momento? “Justo pensaba en ti”, dijo la voz de Estéfany en un ámbito vacío ¿un baño o un pasillo? “Estaba por hablarte. ¿Cómo sigues?”. No sabía si alguien le ayudaba a hacer el súper. ¿Ya estaba de pie, se encontraba mejor? Se vieron en el metro Salto del Agua. Compraron vino y comida preparada y, contra su resistencia, las cosas que Laura requería para la semana. ¿No parecía un chantaje, verla con el pretexto de que le ayudara a cargar a casa lo que ella misma podía pedir por teléfono? Hicieron el camino de vuelta por las ruidosas calles aledañas al edificio de Teléfonos, todavía olorosas a piel y vísceras de pollo. Las calles de la ciudad que se llenan de agujeros y baches de la noche a la mañana. Las banquetas mordidas en sus esquinas por los autos y la desidia. Los fresnos y los hules, sus raíces que crecen como hernias en las banquetas y por encima de ellas, todas las solideces en pugna: el ajetreo de escobas y tijeras, autos y motos, huacales y botas de hule.

—Te deseo. —Laura miró hacia otro lado tan pronto como lo dijo.

—¿Así, de pronto? —preguntó Estéfany, con la voz dulce que la hacía menos agresiva.

—No… no tan de pronto, desde ayer.

—Y te acordaste ahorita, con el estimulante aroma a vísceras de pollo…

Después de hacer el amor, Estéfany se terminó la botella de vino y quiso salir a la tienda “por algo más”. ¿Le podía prestar Laura? Regresó cuarenta minutos más tarde. En el Oxxo no había cuartitos de vodka y la botella de 700, bueno, muy cara. Volvió al supermercado al no encontrar una maldita vinatería. Luego se acordó de que había una afuera del metro Niños Héroes, pero ya era muy tarde. Estéfany desenvolvía los detalles, atropelladamente, mientras mezclaba el vodka con agua mineral. Laura volvió a encontrar en su rostro la avidez desordenada. Recordó que miró la botella de vino en la cama un par de veces mientras hacían el amor. Estéfany le ofreció un trago de vodka, que Laura aceptó para hacerla sentir acompañada. “Todos tenemos una gotera por donde nos vamos diezmando. En el caso de los alcohólicos es más aparatoso, pero nosotros no somos muy distintos”.

—¿Qué pasó con Ana? —preguntó mientras el silencio abría su boca de boa entre las dos.

Estéfany bebía a grandes tragos su vodka y cuando por fin bajó el vaso, dijo que le iba a pagar el dinero que “se estaba bebiendo”.

—Tengo un hábito, quizá más de uno, pero sé trabajar. Nunca he faltado al trabajo, por más cruda que haya estado.

—Es que eres joven y fuerte, pero no siempre será así…

—¿Cómo será después? —Estéfany se servía sobre el hielo todavía alto de su vaso más vodka y agregaba poca, muy poca agua mineral—. ¿Acaso lo sabes tú? Vamos, dilo. —Y se empinó el vaso.

Claudina Domingo, escritora mexicana. Foto: Facebook

Claudina Domingo: Ciudad de México, 1982) es poeta y narradora. Su libro Tránsito (Tierra Adentro, 2011) ganó el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2012. Fue nombrada “escritora emergente del año” por la revista La Tempestad en 2011. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2016 por el libro de poesía Ya sabes que no veo de noche. Ha sido becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fonca en tres ocasiones.

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