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Mario Campa

07/05/2025 - 12:05 am

El Fobaproa pudo haber generado utilidades al Estado

Una separación del poder económico y el político pudo haber cambiado la historia. Zedillo tuvo alternativas que desaprovechó.

Mucho se ha debatido sobre el error de política económica más costoso de las últimas décadas: el rescate bancario del Fobaproa. Fue Zedillo, corresponsable de la crisis de balanza de pagos gatillada por el infame “error de diciembre”, quien revivió la discusión con una serie de ensayos y réplicas a la Presidenta Sheinbaum. Natural en cualquier exmandatario y más en uno lastimado por el tiempo y las puertas giratorias, sus críticas desataron un revisionismo histórico sobre asuntos espinosos. Entre tantos, el Fobaproa acapara atención por su vigencia y magnitud.

Enrique Krauze, quien hoy alquila Letras Libres a espectros intermitentes, en algún momento lo llamó con parquedad acrítica un “costosísimo embrollo” (Reforma, 1998). Esa laxitud impera entre los convencidos de que ante una clase de accidente o infortunio no había alternativa, cuando sí la hubo.

Tras la devaluación del peso en diciembre de 1994, el Gobierno y el Banco de México intervinieron para estabilizar la crisis autoinfligida. El banco central vendió reservas en dólares y estableció una “ventanilla de liquidez en dólares” para instituciones financieras con escasez de divisas. Además, Hacienda creó el Programa de Capitalización Temporal (Procapte) para bancos subcapitalizados y endureció los requisitos de reservas. Sin embargo, fue el Programa de Capitalización y Compra de Cartera (PCCC) la bazuca que abrió un cráter.

El Gobierno de Zedillo diseñó el PCCC para bancos too big to fail que por importancia y alta concentración ponían al sistema en riesgo. Con él, compró carteras crediticias y adquirió derechos sobre los flujos de efectivo. A menudo lo hizo en una proporción de dos pesos de préstamos por cada peso de nuevo capital inyectado por los dueños o nuevos socios. A cambio de estos activos, Fobaproa emitía pagarés a 10 años, garantizados por el Gobierno. Los bancos podían registrarlos como activos en sus balances, sustituyendo créditos tóxicos por garantías gubernamentales.

El PCCC creó incentivos perversos y riesgo moral. El Informe Mackay al Congreso identificó transacciones irregulares donde los bancos arriesgaban sólo 25 por ciento de las pérdidas crediticias y el Estado absorbía el 75 por ciento restante. Por si fuera poco, cuando el PCCC fue insuficiente nació el Programa de Saneamiento.

En la primera fase, otorgó líneas de crédito para honrar depósitos. Como garantía, el Fobaproa recibió acciones ordinarias. En la segunda fase, inyectó dinero fresco al capitalizar los créditos otorgados en la fase previa y/o proporcionar recursos adicionales. La tercera fase tomó dos cursos de acción: cuando el banco se consideró viable, el Fobaproa vendió las acciones adquiridas a un tercero; cuando se consideró inviable, las sucursales fueron vendidas, el personal recortado y los activos restantes liquidados a un banco adquiriente que como contraprestación obtuvo una garantía estatal por los pasivos en venta. Se trató de un esquema de socialización de pérdidas cuyo costo al 30 de junio de 1998 ascendía ya a 337 mil 800 millones de pesos.

Cheques en blanco se repartieron a oscuras. Escasearon detalles sobre los créditos comprados, sus valoraciones y las condiciones exactas. A la par, fueron denunciados créditos fraudulentos y autopréstamos a los propios accionistas o empresas relacionadas. Entre 1994 y 1998, doce bancos sufrieron una intervención gerencial por operaciones irregulares. Destacaron mediáticamente los de Banco Obrero de la CTM, Banpaís de Ángel Rodríguez “El Divino”, Banco Unión-Cremi de Carlos Cabal Peniche, Banco Interestatal de José Madariaga Lomelín (acusado de lavado) y Banco Anáhuac de José Luis Sánchez Pizzini (defraudador del IMSS). Como ahora es evidente, el sistema entero descansaba en hombros de enanos.

Zedillo convirtió en deuda pública los pasivos de los bancos “liberados” de regulación por Salinas. Tras la crisis, la Ley de Protección al Ahorro Bancario creó el IPAB como sucesor del Fobaproa y le mandató la administración del saneamiento. Mediante el fondeo público, formalizó la conversión de pasivos contingentes en una obligación reconocida por el Estado. Con ello, la sustitución de pagarés por bonos del IPAB consolidó un atraco que sí tuvo alternativas honrosas.

Una primera opción era canjear ayudas por acciones preferentes. Al tener preferencia sobre las acciones ordinarias y los valores subordinados, habrían obtenido las primeras utilidades y generado un flujo constante de ingresos al Gobierno sin vencimiento fijo. Una tasa fija de dividendo anual moderada por la inversión inicial del Gobierno era aconsejable durante los primeros (cinco) años. Después, un escalonamiento hasta alcanzar una tasa superior al costo de capital habría incentivado el reembolso al Fobaproa al avanzar la recuperación.

Como segunda alternativa, warrants financieros habrían dado al Fobaproa una opción de compra en las acciones ordinarias de los bancos durante un tiempo (10 años). Habrían cambiado la posición del Gobierno de mero acreedor o accionista preferente a la de potencial beneficiario por ganancias de capital conforme retornara la normalidad. A diferencia del retorno predecible de las acciones preferentes, habrían dado exposición a ganancias potencialmente mucho mayores.

Una tercera era cobrar comisiones. A cambio de asegurar contra pérdidas catastróficas sobre cierto umbral grandes cantidades de activos tóxicos, el Fobaproa pudo haber cobrado comisiones sustanciales a los detonantes de crisis. En caso de pérdidas no materializadas, como sucedió con los bancos sanos, entonces generosas ganancias estatales habrían llovido sin desembolso alguno.

Estos tres instrumentos no son quimera alguna. Fueron utilizados por el Tesoro en una crisis como la del 2008-09 que amenazó con dinamitar el sistema bancario estadounidense. Una batería distinta de políticas generó al contribuyente una ganancia estimada de 24 mil millones de dólares. Acaso por temor al elector, el Tesoro no sólo evitó la socialización de pérdidas, sino que obligó al sector a compartir utilidades. Caso bien distinto fue el mexicano, del que emergió un oligopolio oportunista consolidado mediante compras a descuento y pérdidas cubiertas. Cuando el elector mexicano despertó, la deuda seguía allí.

Una separación del poder económico y el político pudo haber cambiado la historia. Zedillo tuvo alternativas que desaprovechó. Hoy día calla que un ovillo de privatizaciones, corrupción y desregulación detonó pérdidas estatales. Con el rescate a los grupos de interés cercanos al partido a costa del resto, el expresidente contagió desconfianza. Después, colmó el vacío hacendario con más IVA, deuda extranjera y sangrías a Pemex. Con un endeudamiento galopante, creció la economía por la capacidad productiva subutilizada y por mayor consumo e inversión presente a costa de menor margen de endeudamiento futuro. No requería física nuclear.

El costoso error de Zedillo persiste en la memoria y en el erario. Fue un yerro ideológico y práctico. Fue la madre de todas las corruptelas y una bancarrota moral. Es una deuda con la historia y con la nación que aún no se salda.

Mario Campa
Mario A. Campa Molina (@mario_campa) es licenciado en Economía y tiene estudios completos en Ciencia Política (2006-2010). Es maestro (MPA) en Política Económica y Finanzas Internacionales (2013-2015) por la Universidad de Columbia. Fue analista económico-financiero y profesor universitario del ITESM. Es planeador estratégico y asesor de política pública. Radica en Sonora.

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