Héctor Alejandro Quintanar
06/06/2025 - 12:05 am
¿Trece millones de votos no dan legitimidad?
Para los refractarios a la reforma, esta baja participación es prueba contundente de que la reforma es una farsa y amerita cancelarse.
Los resultados de la elección judicial del domingo pasado han revelado la incomprensión de un concepto fundamental en las democracias, y es la noción de legitimidad. Debido a esa incomprensión, o acaso por una actitud de tergiversar el concepto de manera deliberada, es que hemos presenciado en los últimos años muchos episodios vergonzosos.
En 2006, por ejemplo, una buena parte de las derechas y muchas voces públicas mexicanas nunca pusieron en duda ni un momento la legitimidad de un personaje como Felipe Calderón, cuyo presunto triunfo se sustentó oficialmente en una diferencia de medio punto porcentual, en una contienda donde las irregularidades en casilla fueron mucho mayores que la supuesta diferencia entre el primero y segundo lugar; y donde muchos de los votos del panista se obtuvieron mediante comprobadas ilegalidades.
Esas cuestiones, que debían ser castigadas por la ley, se obviaron y nadie de esos sectores aludidos cuestionó la falta de legitimidad del candidato panista. La tragedia salió cara, pues una hipótesis muy plausible es que para resarcir esa falta de legitimidad de origen, Calderón aceleró su farsa hamponil disfrazada de “guerra contra el narco”.
Tiempo después, en 2018, López Obrador ganó con 30 millones de votos y 30 puntos de ventaja; y así se tornó en el mexicano más votado de la historia y en el triunfador con mayor margen de ventaja respecto a sus competidores, juntos o separados. En vez de tratar de comprender ese hecho inédito, que declaraba una indeleble legitimidad y significó un parteaguas de la historia de la democracia mexicana, muchas voces obnubiladas por la ignorancia o la rabia, prefirieron pergeñar tonterías indignas, como los ciberporros que en redes sociodigitales inventaron que si López Obrador obtuvo 30 millones de votos, entonces 90 millones de mexicanos estaban en contra de él y ellos eran la mayoría.
Pero si nos salimos de los fangos iletrados de la internet, encontramos con preocupación que en presuntos cenáculos intelectuales, la equivocación era igual o peor. El antropólogo Roger Bartra, por ejemplo, publicó en 2020 un libro llamado El Regreso a la Jaula, donde, tratando de explicarse el triunfo de López Obrador, insinuó, sin ofrecer ningún dato, que la enorme caudal de votos se debió a que varios comités estatales del PRI operaron sufragios a favor del tabasqueño. Bartra no se preocupó por decir qué comités tricolores hicieron eso, ni en qué medida, o bajo las órdenes de qué gobernadores. Su única “evidencia” era una absurda encuesta, que ni siquiera citó, donde un porcentaje de encuestados señaló haber votado por el PRI en 2012 y por Morena en 2018. Este autoengaño ridículo fue el “argumento” de Bartra para suponer que en 2018 el priismo operó en favor del aspirante morenista. Y lo que yacía en el fondo de esta fábula indigna, era un intento de menoscabar la legitimidad del Presidente más legítimo de la historia de la democracia mexicana, con la cobarde insinuación -porque Bartra ni siquiera tuvo el valor de afirmarlo- de que en 2018 hubo una especie de fraude regional.
Cosa parecida ocurrió en 2024, donde, superando a su histórico antecesor, Claudia Sheinbaum ganó con 36 millones de votos, veinte millones más que su más cercana competidora. De nuevo, en lugar de explicarse la serenidad las cosas, muchas voces necias optaron por contarse otra leyenda, y esa es la de que la exjefa de Gobierno ganó gracias a una operación de estado omnipotente y omnipresente que, como el flautista de Hamelin atrayendo a los niños, usó todo el poder del Estado para hipnotizar a los votantes e inducirlos sin que lo notaran a votar por la candidata morenista. Y ese artilugio todopoderoso era la mañanera.
Así, poco importó que Sheinbaum y Xóchitl Gálvez tuvieran una presencia equitativa en las pautas de propaganda electoral en medios, y poco importó que la prianista tuviera todo el espectro de programas de televisión y radio a su favor; o que estados como Chihuahua y Guanajuato le imprimieran recursos ilegales para sus campañas fascistas de calumniar con la idea de “narcocandidata” a Sheinbaum.
En una patética reducción de “todo el poder del Estado” a un templete y un micrófono, muchas voces públicas siguen pensando absurdamente que Sheinbaum ganó gracias a una especie de intervención estatal de su antecesor, hecho que, de nuevo, en el fondo entraña un intento de menoscabar la legitimidad de la mexicana más votada de todos los tiempos.
Con estos precedentes rayanos en el delirio, era de esperarse que se cuestionaran los resultados de la elección judicial del pasado domingo, donde salieron a votar 13 millones de mexicanos cuyo sufragio redefinió ya al poder judicial. Para los refractarios a la reforma, esta baja participación es prueba contundente de que la reforma es una farsa y amerita cancelarse.
Sin embargo, hay diversos elementos que este sector convenientemente olvida u omite, y que vale la pena enumerar:
El primero de estos factores es que la elección es legítima en sí misma, porque es un hecho sin muchos precedentes en el Mundo, donde los mecanismos electorales -que por definición transparentan a la vida pública- se han instalado en un espacio históricamente opaco y endogámico, donde el nepotismo y la corrupción no son anécdotas sino parte toral de la estructura. La democracia electoral por sí misma a veces no resuelve los problemas, pero puede ser una formidable vía para visibilizarlos. Por el hecho simple de inaugurar un derecho, esta elección tenía ya un aura de origen.
El segundo de estos factores es que la legitimidad de la elección judicial no descansa en sus niveles de participación, sino que se ha construido en sus etapas formativas. Guste o no, detrás de esta reforma hay un proceso que se llevó a cabo a la buena, jugando con las reglas existentes -que anteceden a Morena- para hacer modificaciones constitucionales; y asimismo fue un proceso donde se involucró al voto ciudadano, al cual se interpeló para su factibilidad. No podemos saber cuántos de los 36 millones de votantes de Morena sufragaron priorizando esta reforma judicial, pero el hecho simple de que ésta haya sido una parte explícita y pregonada de ese partido y su candidata en campaña, la reviste de la legitimidad que dan las urnas, sobre todo en una elección histórica y de un triunfo más que arrollador.
Así, esta reforma ha transitado por todas las etapas de vigilancia posibles: fue abiertamente propuesta, fue abiertamente discutida, fue puesta como carta central en el juego electoral, fue plataforma prioritaria del partido ganador en 2024, fue tramitada institucionalmente en las cámaras legislativas y fue diseñada con base en las leyes. Del mismo modo que no se puede entender a un recién nacido obviando el proceso de gestación y embarazo, no se puede reducir la jornada electoral judicial a lo acaecido el domingo: la legitimidad de los resultados de ese día está en que la reforma que permitió la elección fue un proceso que se hizo de manera pública y jugando con las cartas propias que dan la ley y la democracia.
Como tercer elemento está el hecho de que esta elección, sin importar el número de electores, tenía resultados vinculantes que atendían al proceso señalado en el segundo factor. No se trataba, como sí es el caso de, por ejemplo, las consultas ciudadanas, de un ejercicio que requiriera de un mínimo de votantes para que sus resultados sean normativos. Así hubiera sido un millón, 13 millones o la totalidad del padrón electoral, los resultados estaban estipulados como válidos de antemano y eso era obligación de todos saberlo.
Ya en un proceso reflexivo, vale la pena mencionar un elemento importante, y ese es que ningún proceso electoral debutante es sencillo. En inicios de la década de los cincuenta del siglo pasado, por ejemplo, por primera vez las mujeres pudieron votar en México, proceso en cuyo inicio no fueron muchas las partícipes. ¿Habría ameritado la pena decir que ante ese número aún escaso debía revertirse el derecho femenino al voto? ¿El escaso número de mujeres debutantes votando le quitó legitimidad a ese derecho?
Ya en un espacio más actual, hay que recordarlo: la primera elección presidencial regida por una entidad autónoma, el IFE, fue en 1994, y fue un verdadero desastre: inequitativa, segregadora, llena de mapacherías e incluso calificada como injusta por el propio ganador, Ernesto Zedillo. A partir de entonces el IFE vivió muchas reformas que buscaron resarcir las iniquidades e inequidades de las competencias electorales.
Una crítica lúcida, realista y necesaria sobre la reforma judicial debe esgrimirse siempre con este punto de partida, y se deben desoír ya las aburridas y farsantes salmodias acerca de que esta reforma confirma la dictadura o el autoritarismo u otras febriles fantasías opositoras. Baste un botón de muestra: en 2022 López Obrador propuso una reforma político-electoral conocida como Plan A, misma que fue rechazada de forma más religiosa que política, con argumentos evangélicos del estilo “El INE no se toca” y, como hoy, se acusó que eso capturaría al INE y nos llevaría al autoritarismo. Pues bien, de haberse aprobado tal reforma, hoy PAN y PRI hubieran tenido mejor representación en el Congreso Federal, pero por jugar al martirio, y engañar con que combatían una inexistente dictadura, dejaron las reglas como estaban y terminaron favoreciendo a Morena. ¿De verdad le conviene a alguien esa militancia en la necedad?
Es esta diatriba absurda la que debe superarse, si se quiere construir un mejor diseño a una reforma judicial que, por la buena, se tornó en institución y en un derecho que puede ayudar a contrarrestar el elitismo imperante en un circuito que, dicho sea de paso, a la mala se convirtió en un bastión partidista y donde la autonomía fue siempre una leyenda dañina.
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