El miedo

30/06/2017 - 12:05 am
Estar cerca de la idea de Dios significa la sublimación del miedo. Foto: Cuartoscuro

Ese sentimiento básico se palpa y respira en la atmósfera de nuestra cotidianidad. Tiene una textura rugosa que al tacto lastima la mano más encallecida y también la más angelical. Es la sensación de fragilidad y desamparo. La consecuencia de la pérdida de un orden. Robert Musil decía con absoluta certeza que el hombre no sabe vivir si no es bajo un orden. Tenerlo representa la estabilidad. El equilibrio del individuo. Un equilibrio físico pero también moral, ético, comunitario.

Y el primer orden, es el religioso. Estar cerca de la idea de Dios significa la sublimación del miedo. Tarea de Dios es mantenernos libres de miedo a no ser que sea el miedo a nuestro propio Dios. Que da pero también quita. De ahí la expresión cristiana de fe: “Dios es quien nos da la vida y también quien decide cuándo termina”.

Así, la historia contemporánea, da cuenta de que con este acompañamiento mágico el miedo desaparece. En el peor de los casos se vuelve una palpitación en la antesala de la felicidad. ¿Acaso los jóvenes musulmanes que se inmolan al grito de “Alá es grande”, no se han despojado de este sentimiento impuro para convertirlo el acto de realización supremo? En las antípodas se encuentran nuestros jóvenes sicarios que derraman adrenalina en cada acto criminal ante lo insospechado. Del miedo de que las cosas salgan mal y terminen con su vida o maltrechos para siempre.

Ese joven sin Dios y sin asidero moral, vive el miedo en su propio templo físico. El futuro no es el de salvación sino el de la pérdida de la vida misma. Una vida en soledad, sin orden, sin sentido, sin reconocimiento de los suyos que es al fin a lo que aspiran muchos de estos parias. Son despojos de un régimen político incapaz de brindar la seguridad, que es el principio supremo del orden liberal-constitucional.

Vamos, el desamparo de lo que Foucault denominó la “inquietud de sí”, es decir, estar en el limbo permanente de la incertidumbre. A sabiendas que el aura maldita del miedo se encuentra cerca, muy cerca de cada uno de nosotros, en la casa, la calle, el trabajo, los puntos de reunión social o cualquier esquina. Y si te alcanza, ya no se te sale del cuerpo, es una suerte de gusano barrenador que te consume poco a poco las entrañas, tu equilibrio y tranquilidad.

Y es que traes el miedo adentro, te dirán los de más confianza y sí, traes el miedo adentro. Pero no estás solo, también lo trae tu vecino, tus amistades, tu compañero de trabajo, por más que la gente lo quiera olvidar en una convivencia. La risa o el grito destemplado en un bar. Y es que es un resorte que se activa en cualquier instante, cuando ves un rostro torvo, una mirada desafiante, un empujón o peor cuando tienes un arma en el pecho que amenaza tú integridad.

Es cuando tus propios resortes se activan con un recuerdo amenazador. Cada quien tiene sus propios tatuajes de miedo. Están en la raíz de lo onírico. En la separación del cuerpo de la madre. El entrar cada uno en las avenidas de la vida buscando desesperado la primera bocanada de oxígeno que habrá de poner a prueba toda la maquinaria del organismo. Es el sentimiento que brota de los primeros tropiezos por los caminos de la vida y nos generan nuestros miedos por la obscuridad, la soledad, los ruidos extraños de la noche o ciertos perfiles sociales.

Cada quien tiene sus propios miedos. Yo tengo los míos, recuerdo por ejemplo, una noche que viajaba desde Mazatlán a Los Mochis, iba en un autobús de la línea de Tres Estrellas, y habíamos entrado en la oscuridad de la carretera cuándo sentí en mi sien un hierro frio que talló mis células. Voltee a ver en la penumbra a quién sostenía la pistola escuadra y una luz mortecina me permitió ver un rostro inflamado quizá por el consumo excesivo de sal o el uso constante de cortisona. Me miró desafiante con sus ojos rasgados y una ferocidad animal dispuesta, quizá, acabar en un instante con la presa que tenía a su paso por el largo pasillo. Me pidió mi dinero y se lo di sin titubeo. Cuándo se fue sentí  el escalofrío del desamparo que se vio acrecentado cuando ordenó al chófer: Mantente a alta velocidad, si un policía federal te hace el alto, para y me lo chingó. Era un hombre decidido a todo incluso a perder la vida.

Afortunadamente nunca apareció agente alguno en esa boca oscura y transcurrimos el trayecto en medio de amenazas, gritos de sorpresa y empujones con el arma. En un punto del camino el asaltante pidió al chofer que detuviera la unidad lo que hizo con una obediencia automática. Ahí, en la oscuridad estaban las luces encendidas de una camioneta y al lado unos hombres que fumaban. Pensé en ese momento lo previsible, lo insospechado, en clave de miedo. Pero no pasó a mayores solo a una pobre chica que iba en los primeros asientos a la que se le acercó el asaltante insinuante y le preguntó: Te vienes conmigo. Noooo!…fue la respuesta cargada de miedo. Luego un sollozo. El sentimiento liquido de la fragilidad. El saber que estaba en manos del otro. Que rompía su orden interno.  El tipo al ver llorando a la chica se carcajeo y espetó vulgar: Ni que estuvieras tan  buena, lo que provocó la risa de los hombres que fumaban.

Ese es uno de los instantes cuando el miedo jode irremediablemente. Sientes fragilidad ante el arma y la decisión de alguien que no tiene aprecio por tu vida. Que en cualquier momento te la quita en un parpadeo. Y ese criminal se va en medio de la noche dejando atrás un cuerpo inerte de alguien que pudo dar más en el momento que tomar ese autobús, esa noche, esa ruta, esa hora, ese instante. Lo que hoy se dice con cierto desparpajo, en descargo de los encargados de brindar seguridad: Estuvo en el lugar y el momento equivocado. Cómo si la seguridad fuera solo responsabilidad de cada quien. Es el reconocimiento tácito de la existencia de un Estado fallido. Al que de las instituciones solo parecen quedar su nombre, su burocratismo, sus funcionarios con buenos sueldos, y una caterva de simuladores ante el drama que vive el estado, el país, y es que como no va a ser así, si a ellos mismos se les ve el miedo en la cara. El efecto insano del aire que se respira en la atmósfera, en las atmósferas de la vida pública.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.
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