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PERIÓDICO CENTRAL

La policía los entregó a la turba y los quemaron vivos; la abuela vio y sólo pudo ponerse a llorar

30/08/2018 - 3:59 pm

José Guadalupe Flores alcanzó a ver su hermano y a su tío vivos. Ya anticipaba que aquello iba hacia una tragedia. Afuera de la comisaría cada vez se aglutinaba más gente. La llamaron con sistemas de sonido para que reunieran a quemarlos vivos. Alberto Flores tenía 43 años y su sobrino Ricardo Flores apenas 22. Ricardo estudiaba derecho en Xalapa pero estaba de vacaciones unos días a Tianguistengo, una comunidad de Acatlán de Osorio. Tenían varios trabajos para ir sacando dinero. Uno, para mantener a su esposa y tres hijas; el otro para seguir estudiando.

Por Edmundo Velázquez y Yonadab Cabrera

 Acatlán, Puebla, 30 de agosto (PeriódicoCentral/SinEmbargo).– Petra Elia García es la abuela de Alberto Flores. Llegó a la plaza pública justo cuando él y su tío, Ricardo Flores, ardían en llamas. Los policías los entregaron a la turba. Ella no pudo hacer nada. Simplemente lloró mientras les rociaba gasolina, los quemaba vivos.

—¡Quémenlos! –gritaban.

Se burlaban de ellos. Les robaron los celulares, las carteras. Les quemaron el vehículo, del que dependían varias familias.

—Usted no sabe nada, señora. Esto es para que nadie se pase de verga. Para que sepan que quien se pase, lo vamos a matar. Que esto es lo que les va a pasar –le dijo un hombre.

José Guadalupe Flores vio a su hermano y a su tío tendidos en el suelo. Ricardo todavía respiraba: estaba vivo. Pero no había nada qué hacer.

Se quitó la sudadera y la camisa blanca, llenas de sudor porque momentos antes había corrido por las calles, por la Presidencia: buscó al Alcalde, increpó a los policías, pidió números de teléfono para llamar a alguna autoridad. Nadie le tendió la mano.

Uno era estudiante, el otro trabajaba en lo que podía para mantener a su mujer y a tres hijos. En la imagen, una de sus únicas pertenencias: la camioneta quemada por la turba. Foto: Cuartoscuro

Alberto Flores tenía 43 años y su sobrino Ricardo Flores apenas 22. Ricardo estudiaba derecho en Xalapa pero estaba de vacaciones unos días a Tianguistengo, una comunidad de Acatlán de Osorio.

Tenían varios trabajos para ir sacando dinero. Uno, para mantener a su esposa y tres hijas; el otro para seguir estudiando. Se dedicaban al campo, vendían accesorios de Telcel, hasta la hacían de albañiles.

La mañana del 29 de agosto pasado salieron de casa en su camioneta y fueron a comprar material porque Petra —a quien ambos llamaban mamá de cariño— les pidió que construyeran una barda para que la casa no se les fuera a la barranca. Unas horas más tarde recibió una llamada de su nieto José.

—Las cosas se están poniendo muy feas mamá. Los quieren linchar –le dijo a la abuela.

Entonces Petra salió corriendo de la casa. Tomó una combi (el transporte público más común en esa zona) y llegó a la plaza pública. Lo primero que vio fue la camioneta en llamas.

Cuando llegó a las afueras de la comisaría encontró los cuerpos ardiendo. Se puso a llorar.

El Alcalde no fue visto entonces y tampoco en las horas posteriores. Sigue desaparecido. Guillermo Martínez Rodríguez no da la cara. Ayer fue culpado por la Secretaría de Seguridad Pública de Puebla del incidente. Ni él ni sus policías dieron aviso de la trifulca. Tampoco frenaron a la turba.

“Los policías me dijeron: ‘mejor vete, porque si no te van a hacer lo mismo’. Las personas me empezaron a jalar, a empujar. ‘¡Te vamos a quemar, te vamos a sacar las tripas!’, me dijeron” –contó José Guadalupe Flores, hermano de Ricardo Flores, uno de los quemados vivos.

José Guadalupe corrió a buscar al Alcalde; pidió ayuda a los policías pero lo hicieron a un lado con una mano.

Las secretarias que estaban en la Presidencia Municipal tampoco quisieron tenderle una mano. Nadie quiso ayudarle.

LOS POLICÍAS LOS ENTREGAN A LA TURBA

 José Guadalupe Flores alcanzó a ver su hermano y a su tío vivos. Ya anticipaba que aquello iba hacia una tragedia. Afuera de la comisaría cada vez se aglutinaba más gente. La llamaron con sistemas de sonido para que reunieran a quemarlos vivos.

—¡Sáquenlos! —exigían a los policías.

José no sabía qué hacer. La euforia le dio valor para confrontar a los policías y evitar a toda costa que entregaran a su hermano, que los mataran.

—Mejor vete, porque si no te van a hacer lo mismo —le dijo uno, escondido en el edificio.

Las personas lo empezaron a jalar. Lo empujaron. Le advirtieron que lo iban a quemar.

—¡Te vamos a sacar las tripas! –le dijo un hombre que se le puso enfrente, amenazador.

Fue entonces que José Guadalupe corrió a la Presidencia Municipal. Tocó cada puerta que encontró. Pidió que llamaran al Alcalde. Pero nadie sabía –dijeron– en dónde estaba. Pidió su teléfono. Le dijeron que fuera a buscar a un tal don Canelo que vivía a unas calles de ahí.

Fue a recoger a su abuela Petra a la parada de las combis y la vio a lo lejos cuando cruzaba a hacía la plaza.

Para ese momento, los policías habían entregado a Alberto y a Ricardo a la turba.

Los dos ardían con gasolina, vivos.

Con sistema de sonido llamaron a la gente. Los policías entregaron a los acusados. Lo siguiente fue la tragedia. Foto: Cuartoscuro

LLAMARON A LA TURBA

 Por las calles de Acatlán y en los pueblos cercanos llamaron a la turba con sistemas de sonido. Convocaron a los pobladores a linchar a Ricardo y Alberto. Los acusaron de robachicos, de secuestradores de niños. Pero nada de eso era cierto.

Los dos desdichados estaban estacionados afuera de una escuela, bebiendo. Una de las vecinas llamó a la policía y dijo que dos sospechosos estaban ahí parados. Que no los conocía y que temía que fueran robachicos. Con eso fue suficiente. Eso encendió la mecha: un rumor terminó con las vidas de Ricardo y Alberto, quemados en la plaza del municipio sin que alguna autoridad intentara siquiera meter las manos.

En el pueblo dicen que dos vendedores del mercado comenzaron a incitar a lincharlos. Hoy sus puestos están cerrados. Dicen que ya se fugaron.

Alberto Flores tenía 42 años y estaba casado con Jazmín. Tenía dos hijastras y una hija, todas ellas pequeñitas.

Hoy, luego de recibir los féretros, Jazmín pidió entre lágrimas dos cosas: que limpien el nombre de su esposo y de su sobrino porque “ellos no son secuestradores de niños”. Y que se haga justicia.

“Justicia es lo que quiero con la gente que le hizo esto. Ellos no eran delincuentes. Eran gente de bien. Todo les quitaron, lo que ellos llevaban. A dónde está todo eso [carteras, celulares]”, dijo.

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