Jorge Zepeda Patterson
26/11/2023 - 12:05 am
Un tren que no se nos puede ir
Se afirma que los trenes de pasajeros ya demostraron que son inviables en México y representan un salto al pasado. Pero esa inviabilidad fue resultado de un diseño político e ideológico, no una ley de la economía o de la naturaleza.
La propuesta del Presidente Andrés Manuel López Obrador de rehabilitar un sistema de trenes de pasajeros en México está siendo bombardeada desde distintos frentes. Que es una ocurrencia sexenal de última hora, que es un despropósito en términos económicos, que el mundo va en dirección contraria en materia de movilidad, que terminará siendo un lastre más para el fisco con cargo a los impuestos de todos. Y es cierto, pensar fuera de la caja, como dicen los consultores de empresas, tiene riesgos. Imaginar escenarios o situaciones a contrapelo de la lógica predominante puede conducir a la insensatez, a elefantes blancos, a torpezas descomunales. Pero en ocasiones también lleva a sacudir inercias impuestas por la costumbre y, gracias a ello, la posibilidad de plantearse soluciones más sanas, atajos impensables, futuros distintos.
Desde hace décadas asumimos que el sistema de carreteras, autos y camiones era la manera idónea para el traslado de las personas. Un modelo que había sido adoptado en Estados Unidos en parte por las características geográficas y en parte por presión de la poderosa industria automotriz y las grandes empresas petroleras. En todo caso, una sociedad, la estadounidense, muy diferente a la nuestra. México asumió esa modalidad como si fuese una ley del progreso y la modernización, como si los trenes de pasajeros fuesen un anacronismo que el futuro terminaría liquidando.
Desde luego no es así, y basta ver el enorme desarrollo de los trenes en Europa y en Japón.
Se me dirá que no hay nada más cómodo para una familia que viajar de una ciudad a otra, de casa a casa, en su propio automóvil y sin necesidad de incómodos traslados a una estación de trenes. El problema es que apenas un tercio de las familias en México poseen un auto capaz de salir a carretera. Y si por algún milagro esto cambiase y todos pudieran tener un vehículo propio, caminos y autopistas no soportarían el flujo resultante. Cosa de ver los atascos que ya se producen en las vías que conectan a la Ciudad de México con Pachuca, Cuernavaca o Puebla, en que cualquier accidente, compostura o mantenimiento condena a los viajeros a largas horas de espera. El transporte en automóvil, aunque no lo veamos así y creamos que se trata de una solución universal es, de suyo, una opción que presupone un acceso limitado, que para ser eficiente requiere que solo esté al alcance de una porción de la sociedad.
La verdadera comparación tendría que hacerse entre autobuses y trenes de pasajeros. Con lo cual comenzamos a darnos cuenta de que en realidad el modelo estadounidense era imposible para un país como el nuestro. Allá no fue necesaria la construcción de una robusta red de centrales camioneras; la aspiración de poseer un auto propio estaba al alcance de la mayoría de la población, gracias a un poder adquisitivo más alto y a un parque enorme de autos usados a bajo costo, condiciones que no tenemos en el país.
En suma, la pertinencia o no de un sistema de trenes de pasajeros tendría que ser valorada contra su real alternativa, es decir, autobuses y centrales camioneras, y no respecto al sueño guajiro e inalcanzable de crecer bajo el supuesto de que algún dia todos los mexicanos tendrán un auto propio. Como en tantas otras cosas, los sectores acomodados asumen que las soluciones que han encontrado para resolver la inseguridad (bardas más altas, carros blindados y guaruras), la educación de los hijos (escuelas privadas) o la salud (hospitales de alta gama) están al alcance de todos, cuando en realidad son producto de una situación privilegiada. ¿Por qué entonces un gobierno que intenta reorientar decisiones y proyectos de cara al beneficio colectivo no debería explorar la posibilidad de un modelo de transporte público más favorable a los sectores populares?
Se afirma que los trenes de pasajeros ya demostraron que son inviables en México y representan un salto al pasado. Pero esa inviabilidad fue resultado de un diseño político e ideológico, no una ley de la economía o de la naturaleza. Lejos de ser una visión “trasnochada”, los retos ecológicos y energéticos apuntarían justamente en sentido inverso. ¿Cuántas toneladas de gasolina requieren los miles de autos con un solo pasajero que se trasladan día a día a la Ciudad de México desde las cercanías?
Se asegura que la operación de trenes de pasajeros no será rentable y tendrá que ser asumida por el sector público con cargo al erario. Quizá, aunque de entrada habría que reajustar las políticas públicas que privilegiaron el uso del automóvil en detrimento de otras opciones y que explican en gran medida esta disparidad. Pero incluso si se requiere del apoyo del sector público para tener un servicio eficaz, tendríamos que contrastarlo con los costos reales del modelo actual. Se dice que incluso muchas de las líneas de trenes europeas son deficitarias y es cierto; pero también lo son los metros subterráneos de las ciudades y nadie quisiera imaginarse cómo sería la Ciudad de México con 5 millones de personas más trasladándose en microbuses. Pero, insisto, esos déficits tienen que contratarse con su alternativa real: ¿Cuál es la magnitud del subsidio al consumo de gasolina? ¿cuáles las transferencias disfrazadas a la construcción y operación de carreteras a las compañías privadas? ¿cómo contabilizar el costo de la contaminación? ¿A qué equivale el dispendio del valioso espacio urbano que hoy se dedica a estacionamientos? ¿Cómo contabilizar las pérdidas humanas y económicas, mucho más frecuentes en carretera que en ferrocarriles?
Desde luego, no se desean barriles sin fondo o trenes fantasma que nadie use. Pero mal haríamos en satanizar y cancelar sin revisar siquiera la posibilidad de hacer las cosas de otro modo. Y mucho menos si tales objeciones responden a un interés político, a la defensa de un modelo que beneficia a algunos o de plano a un prejuicio.
Muchos cuestionan la manera imperiosa y apresurada en que López Obrador ha presentado el tema. Quizá, pero le quedan 10 meses en el gobierno y tiene prisa. Sabe que mucho de lo que está presentando son ideas para mejorarse. Lo importante es convertirlo en agenda de preocupaciones del siguiente Gobierno. La verdad, ojalá. Sería lamentable que se nos fuera ese tren por soberbia y ceguera. Todo lo demás, que lo digan los estudios, sin prejuicios ni sesgos ideológicos, pero sí desde el interés de todos.
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