Óscar de la Borbolla
22/07/2024 - 12:03 am
La mosca indultada
"La sensación de extrañeza nos invadiría y algo similar está ya ocurriendo ahora que los colores predominantes son el blanco, el rojo y el azul".
Hoy quisiera alejarme de los intrincados asuntos de la filosofía, y ocuparme de cosas más sencillas, de esas que todos observamos a diario y en las que ni siquiera nos detenemos un segundo; quisiera dedicarles una consideración pues, nos parezca o no, también eso que nos resulta invisible forma parte de nuestras vidas.
Mencionaré tres asuntos que sólo en la superficie son intrascendentes y, tal vez, hasta banales pero que tienen, si uno se demora un poco, mucha miga para pensar:
1) Las decenas o los cientos de personas con las que nos topamos en las calles o en el transporte público, y que nunca vuelven a aparecer ya que si lo hacen, como no llaman nuestra atención, continúan en su condición de desconocidos para siempre. Ahí están simplemente como paisaje, como un relleno de paja que ocupa nuestro campo visual. Son presencias que parecen no preocuparnos, pero que si no estuvieran, su ausencia nos desconcertaría muchísimo: sería tan extraño que en el andén o en el vagón del Metro no hubiera nadie, que camináramos y camináramos calzadas y avenidas y no hubiera nadie. La presencia de la gente anónima, en cambio, da ese aire de familiaridad al mundo, nos tranquiliza, nos permite saber que la normalidad continúa. Y subrayo lo de anónima, pues también si todos fueran conocidos, familiares o amigos, personas con rostro para nosotros, quedaríamos igual de estupefactos. Solo imaginen entrar en un vagón del Metro y que estuviera ocupado nada más por nuestros parientes, que recorriéramos calzadas y avenidas y que la casualidad hubiera llevado ahí a todas las personas con las que hayamos tenido un vínculo, y que no hubiera ningún extraño, ningún desconocido, ningún anónimo…
2) Qué indiferentes son para nosotros los colores del parque vehicular; intuimos que cada propietario eligió el color a su gusto o que al menos eligió entre los que estaban disponibles. Pero, una vez más, detengámonos en un hecho en apariencia insulso: estamos acostumbrados a ver sin observar. El tapiz de colores que se arma cuando los autos se detienen a causa del semáforo o los colores que desfilan cuando los automóviles arrancan es regularmente variado, pues los colores se distribuyen al azar y, a veces, solo a veces, pueden ser blancos y negros alternados, como en un tablero de ajedrez, y es más extraño aún, pero no improbable —yo lo he visto— que todos sean del mismo color: todos azules, todos blancos. ¿Qué ocurriría si durante una hora en cada cruce, en cada esquina, todos los automóviles que por ahí pasarán fueran exactamente del mismo color y esto se mantuviera durante días? La sensación de extrañeza nos invadiría y algo similar está ya ocurriendo ahora que los colores predominantes son el blanco, el rojo y el azul: constantemente descubro la bandera francesa en cada esquina. Nuestro mundo habitual, el que sentimos normal, nos oculta lo obvio: el desorden multicolor del azar, solo nos sentimos tranquilos en el caprichoso desorden.
(Antes de ir al tercer caso, quisiera, al menos, mencionar el concepto alemán "unheimlich" que tan importante resulta para Freud en su tratado sobre lo siniestro, porque, justamente, este término alude a la sensación de terror que a veces despierta lo familiar, y que he ilustrado con los párrafos anteriores).
3) Qué insecto más común y molesto es la mosca. Desde niño, he de confesar, casi por instinto me he dedicado a exterminarlas o, por lo menos, a mantenerlas a raya fuera de mi casa, lejos de mis alimentos. Ahora que tengo un poco más de conciencia comprendo la importancia de las moscas, el enorme beneficio que aportan al ecosistema; sin embargo, las espanto, me las quito de encima con un manotazo y, en ocasiones, como la que voy a referir aquí, las mato o hago el intento, como me sucedió recientemente: una mosca volaba impunemente en mi cocina sobre la fruta y quise deshacerme de ella: siete veces con la furia de un trapo hice por acabarla: con la primera pensé que ya había coronado mi propósito; pero la traicionera desapareció y reapareció en seguida otra vuelta sobre los plátanos. Volví a atacarla pero no encontraba su cuerpo por ningún lado, cerré la puerta, aguardé un momento y la mosca me pasó por las narices, y una vez más se libró del trapazo y fue a esconderse, ingenua, detrás de una cacerola, tampoco esta vez conseguí matarla y comencé a entender su astucia, su agilidad de mosca, su endemoniado instinto de supervivencia: volaba a la altura del piso para desaparecer de mi vista, se camuflajeaba con la opacidad de los rincones, ahí donde la luz no la delatara… al séptimo intento fallido me pareció excepcionalmente inteligente, me conmovieron sus ganas, su tenacidad de vivir y decidí indultarla. Cubrí la fruta con una servilleta, metí las cacerolas al refrigerador, apagué la luz y abrí la puerta.
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