Jorge Javier Romero Vadillo
01/05/2025 - 12:02 am
Zedillo, la Corte y la demolición
Lo que pretende la contrarreforma promovida por López Obrador — asumida con entusiasmo por la actual Presidenta— es demoler de un plumazo ese edificio institucional. No le interesa corregir sus defectos —que los tiene—, sino devolver al Poder Judicial a su condición servil de los tiempos del presidencialismo omnímodo.
Casi un cuarto de siglo después de dejar la Presidencia de la República, Ernesto Zedillo ha decidido volver a la arena del debate político mexicano. Y lo ha hecho con contundencia. Para el expresidente, México ha dejado de ser una democracia y camina hacia un Estado policial. Tanto en el adelanto de una entrevista que se publicará en Nexos en julio como en un artículo del número de mayo de Letras Libres —difundido profusamente—, donde amplía las opiniones que expresó el 15 de septiembre pasado en la conferencia anual de la International Bar Association, arremete contra el despropósito de la reforma judicial y crítica con acrimonia la reforma constitucional que ha dejado en manos del poder político los límites a la actuación de las fuerzas armadas.
La crítica de Zedillo provocó la ira de la Presidenta, que replicó con una retahíla de argumentos ad hominem sobre su Gobierno, que, empero, no refutaron el centro de su argumentación. El punto central del expresidente es que, con la reforma judicial que desmantela precisamente uno de los principales avances democratizadores impulsado por él desde la Presidencia, el Poder Judicial va a quedar sometido al poder político, cuando no a las organizaciones criminales.
La reforma promovida por Zedillo apenas unos días después de tomar posesión implicó un cambio fundamental para detonar la independencia del Poder Judicial Federal, en primer lugar porque le dio a la Suprema Corte de Justicia de la Nación atribuciones de tribunal constitucional, mientras que —de manera no menos importante— creó el Consejo de la Judicatura Federal para organizar la carrera judicial y quitarle a la Corte las atribuciones sobre el nombramiento de magistrados y jueces, que la convertían en la cabeza de una red de clientelas judiciales, repartidas entre los ministros y sus camarillas de lealtad.
Desde las atalayas de la actual coalición de poder se suele justificar la desaparición de la actual Suprema Corte con el argumento de que ya Zedillo había hecho lo mismo. Pero —como bien apunta el expresidente—, mientras que la reforma de 1995 significó un paso crucial hacia la democratización, tan relevante como la reforma electoral de 1996, la actual implica la destrucción de la autonomía judicial y el sometimiento a las veleidades de la política partidista. Eso, si es que queda algo de pluralidad en México después del asalto al poder de la banda de oportunistas depredadores que se agrupó alrededor de la demagogia de López Obrador.
La relevancia de la reforma judicial de 1995 no radica sólo en el diseño administrativo de la carrera judicial o en la creación del Consejo de la Judicatura. Su verdadero salto cualitativo fue convertir a la Suprema Corte en un tribunal constitucional, con facultades para resolver controversias entre poderes y acciones de inconstitucionalidad. Gracias a esos instrumentos, el Poder Judicial pudo ejercer, por primera vez en su historia, una función de contrapeso real frente al Ejecutivo. La Corte falló en contra del Gobierno de Felipe Calderón al validar la despenalización del aborto decidida por el Congreso de la Ciudad de México. Declaró inconstitucional la Ley de Seguridad Interior, con la que la cúpula militar pretendía dotarse de un blindaje legal para su actuación en tareas de seguridad pública. Reconoció el matrimonio igualitario, abrió la puerta a la regulación del cannabis y fue construyendo una jurisprudencia garantista, impensable en los tiempos en que los jueces no eran más que escribanos del Presidente. Antes de 1995, el Poder Judicial era una dependencia más del Ejecutivo; después, comenzó —con lentitud y tropiezos— a comportarse como lo que debe ser: un poder del Estado.
Es verdad que el mecanismo de designación de ministros que se estableció en la reforma de 1995 tampoco fue el más atinado. Aunque supuso un avance frente a la sumisión automática del pasado, al permitir una cierta deliberación en el Senado, desde el principio quedó a merced de la negociación política opaca. Pero fue durante el Gobierno de Vicente Fox cuando se terminó de pervertir el procedimiento: ante el rechazo del Senado a una primera terna, bastó con cambiar un sólo nombre para considerarla formalmente distinta. Así, el Ejecutivo podía repetir candidaturas hasta imponer su voluntad. Lo que debía ser un proceso de evaluación técnica y política se convirtió en un trámite de imposición encubierta. La independencia de los ministros quedó al arbitrio de la docilidad de las mayorías senatoriales. Aun así, el sistema preservó, al menos formalmente, un cierto filtro institucional. Ahora ni eso quedará en pie.
Lo que pretende la contrarreforma promovida por López Obrador — asumida con entusiasmo por la actual Presidenta— es demoler de un plumazo ese edificio institucional. No le interesa corregir sus defectos —que los tiene—, sino devolver al Poder Judicial a su condición servil de los tiempos del presidencialismo omnímodo. La elección por voto popular, bajo control del Legislativo y con campañas abiertas, no busca transparentar nada: busca disciplinar. Busca que los jueces teman más a los algoritmos y a los punteros partidistas que a la Constitución. Y como si eso no bastara, la iniciativa de reforma que declara que “ninguna interpretación constitucional de la Suprema Corte podrá estar por encima del texto constitucional aprobado por el Constituyente Permanente” aniquila la función misma de la Corte como tribunal constitucional. Si la reforma de Zedillo fue un intento de institucionalizar el equilibrio entre poderes, la de López Obrador es una embestida frontal para suprimirlo.
Desde luego, hay mucho que criticar del Gobierno de Ernesto Zedillo. Su administración también tuvo episodios grotescos en materia de justicia, como la farsa de “la Paca”, aquella supuesta médium que, en 1995, fue presentada por la PGR como pieza clave para resolver el asesinato de Francisco Ruiz Massieu. El montaje fue diseñado para inculpar a toda costa a Raúl Salinas de Gortari, y terminó por exhibir la desesperación del Gobierno por construir una narrativa de justicia que encubriera sus propias debilidades. Fue un bochorno judicial monumental. Pero ni siquiera esa payasada alcanza para opacar el papel crucial que jugó Zedillo como impulsor de la transición a la democracia. La actual Presidenta, en contraste, parece decidida a continuar con la demolición emprendida por su gran líder. A diferencia de Zedillo, que quiso construir un sistema de equilibrios institucionales, Sheinbaum parece dispuesta a dinamitar lo que se había logrado. Y ni siquiera lo hace con autonomía.
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