Un día como hoy, hace 47 años: “Una red de complicidades se iba tejiendo para dar el golpe”

02/10/2015 - 2:13 pm

En uno de los capítulos de el libro “Otras voces y otros ecos del 68”, editado en el año 2013, el escritor Benito Taibo narra cómo se fueron organizando distintas marchas y protestas estudiantiles, previas a la concentración de un día como hoy, hace 47 años.

Distintos autores plasmaron en 2013 sus opiniones sobre la matanza de Tlatelolco. Imagen: especial
Distintos autores plasmaron en 2013 sus opiniones sobre la matanza de Tlatelolco. Imagen: especial

Del silencio a los silencios.

A 47 años del 2 de octubre, recuerdo, y lo comparto.

 La fragilidad de la memoria.

Ciudad de México, 2 de octubre (SinEmbargo).- Cierro los ojos y recuerdo. Más bien, cierro los ojos e intento recordar. Jirones de imágenes se me agolpan en la cabeza sin orden ni concierto. Así, vienen a mí un puesto de periódicos, un panadero con enorme canasta en la cabeza haciendo equilibrio sobre su bicicleta, una niña que arrastra una muñeca de trapo, un hombre mayor, con barba blanca, boina, abrigo negro que avanza sobre la calle apoyado en un bastón, la mano de mi padre aferrando la mía, apretándola ligeramente cada vez que intento preguntar algo, inequívoco símbolo de que pide que espere, que me calle, que no vaya a romper con mi voz ese enorme silencio que a todos nos circunda.

Sé que había pájaros, oigo ahora mismo el batir de sus alas por entre los árboles, en el aire.

Pero, por sobre todas las cosas, recuerdo el roce de cientos, miles de zapatos sobre el asfalto, un rumor constante que bien podría ser el del mar si no estuviéramos en la ciudad de México, caminando en la calle, sumergidos en un apabullante silencio que es roto constantemente por los inevitables ruidos de la ciudad, ese 13 de septiembre de 1968.

La memoria es esa cosa sucia, gris, traicionera, anárquica, indefinible, arbitraria, que traduce en sonoros adjetivos calificativos al torbellino de imágenes, olores, palabras que vienen hasta la mente cuando le pides que recuerde. Y lo hace para dotar con sustancia, razón de ser, motivos, a la vorágine de sensaciones que te inundan.

Los alrededores de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Foto: captura de pantalla
Los alrededores de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Foto: captura de pantalla

Yo tenía ocho años. Sabía pocas cosas, pero me quedaba claro quiénes eran los buenos y quienes los malos.

Cada vez que por la televisión o en una foto del periódico aparecía Gustavo Díaz Ordaz, me quedaba claro que era el enemigo, el que mandaba golpear con granaderos a los estudiantes como lo eran mi hermano mayor y sus amigos, como nosotros mismos, que a pesar de ser pequeños también estudiábamos y por lo tanto habíamos tomado bando de inmediato, el “hocicón” como lo llamábamos todos en mi escuela; todos menos el maestro de civismo que se refería a él como “el señor presidente” y enseñaba a la menor provocación una credencial de cartón tricolor que lo acreditaba como militante del PRI.

El maestro de civismo no era un enemigo en forma, pero nos cuidábamos mucho de no llamar hocicón al hocicón en su presencia. Tuvimos que encontrar un nombre clave para referirnos a él (al hocicón, no al maestro) en el patio de recreo o dentro del aula. Éramos niños pero no imbéciles, sabíamos que cualquier sinónimo que tuviera que ver con la boca, los labios o los dientes pecaría de obvio y nos meteríamos en problemas. Así que optamos por “gafitas”, un diminutivo que encerraba el absoluto desprecio que teníamos por aquel que a pesar de usar lentes, no veía.

Yo tenía un montón de soldados de plástico y hacía enormes batallas en el pasillo de la casa. Siempre habían sido nazis (grises) contra estadunidenses (verdes). Hasta entonces. En que las figuras se volvieron, por mágica transmutación en granaderos contra estudiantes. Pero me enfrenté a un problema grave e irresoluble, los nazis de plástico no podían ser los estudiantes por obvias razones (también eran, desde tiempos inmemoriales el enemigo), pero los verdes, el color del ejército mexicano, pues, tampoco. Pinté a los hasta entonces alemanes de morado, hice un par de banderitas con el símbolo de la paz, y desde ese día, ganaron, representando a los estudiantes mexicanos que habían salido a la calle a jugársela, por lo menos en mi pasillo, todas las batallas.

Para ese momento ya habían pasado muchas cosas. Mi cumpleaños, por ejemplo, el 31 de mayo, en que recibí la colección completa de las obras de Salgari que había pertenecido a mi padre, luego a mi hermano y que me correspondían por derecho; libros que yo acomodaba y reacomodaba en una repisa sabedor que quién tiene sus propios libros, comienza a tenerlo todo.

Pero también había comenzado la revuelta estudiantil en el mundo entero. En casa se hablaba de la “Primavera de Praga” y de cómo los jóvenes checos habían salido a las calles a costa de sus propias vidas para protestar contra la invasión soviética; de como en mayo, el mes de mi cumpleaños, París hervía con sangre adolescente y se acuñaban frases espectaculares que denotaban los tiempos inéditos que corrían, “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, decían por ejemplo. Una ráfaga de sucesos detonaba en el mundo, Vietnam, los derechos civiles, la revolución cultural china, el asesinato de Luther King, disturbios en Chicago. Era imposible no escucharla.

Algo nuevo estaba en el aire, una brisa refrescante que venía acompañada por música, sexo, cabello largo, faldas cortas y lenguas afiladas, paredes pintadas, drogas como sinónimo de rebeldía contra lo establecido, corazones galopando dentro de los pechos con una fuerza tal que a la distancia, se escuchaban claramente, como tambores de guerra.

Y en México, ese que intentaba transitar a la modernidad, país de caudillos y revoluciones institucionalizadas, de vicios privados y virtudes públicas, de dobles, triples, cuádruples morales, dónde se haría una olimpiada de la que todo el mundo hablaba, se estaba sumando al concierto del descontento.
El 26 de julio un par de manifestaciones de estudiantes que protestaban por la intervención de la policía en una riña entre una prepa y una vocacional, se encontró con otra que conmemoraba el aniversario de la revolución cubana. Se juntaron las dos, y siendo una sola, fue reprimida duramente por la policía. Tal vez este sea el instante mismo en que en este país comenzó a perderse la inocencia. Un día después, en protesta, los estudiantes tomaron las preparatorias 1, 2 y 3 de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

El 29 de julio la Policía y el Ejército rodearon los planteles escolares. Con un disparo de bazuca fue destruida, muy mexicanamente, la puerta colonial de la Preparatoria 1 (San Ildefonso), hubo estudiantes heridos y muchos detenidos. Varias instalaciones de la Escuela Nacional Preparatoria fueron tomadas por la fuerza.

El 30 de julio, en Ciudad Universitaria, el rector Barros Sierra izó la bandera nacional a media asta. El 2 de agosto fue creado el Consejo Nacional de Huelga (CNH) y dos días después lanzaba su pliego petitorio donde se pedía la libertad de los presos políticos, la derogación del delito de disolución social, la desaparición del cuerpo de granaderos, la destitución de los jefes policíacos, indemnización para las familias de muertos y heridos desde el inicio del conflicto y que se deslindara la responsabilidad de los funcionarios culpables por los hechos sangrientos.
Pedían muy poco, tal vez ingenuamente, tal vez pensando que las cosas no pasarían a mayores.

Desde Guadalajara, el hocicón declaraba que su mano estaba tendida. Los estudiantes, inmediatamente, exigieron que a esa mano tendida se le realizara la prueba de la parafina. En un país donde la imagen presidencial junto a la de la virgen de Guadalupe eran intocables, la brecha de la veneración a ultranza, en el primer caso se iba cerrando violentamente; lo que no sabían, era que el presidente, detrás de la máscara de monstruo que llevaba a todos lados, contenía a un monstruo de verdad.

Líderes del movimiento estudiantil del 68, encabezaron la marcha el año pasado. Foto: Cuartoscuro
Líderes del movimiento estudiantil del 68, encabezaron la marcha el año pasado. Foto: Cuartoscuro

Y mientras tanto, yo seguía juntando las estampitas del álbum Bimbo, haciendo batallas en el pasillo y viendo como en el cuarto del fondo de la casa se reunían un montón de jóvenes con mi hermano; fumaban como locos y discutían hasta el amanecer. Mis padres lo sabían y estaban de su lado, claramente. Yo comenzaba a tener miedo de lo que se decía en la calle, en la escuela.

El maestro de civismo no decía nunca groserías (y yo suponía que los maestros de civismo, por su propia naturaleza lo tenían de alguna u otra manera vedado) pero claramente lo oí, y no lo olvido, exclamar en una escalera, refiriéndose al movimiento que se gestaba: “¡Pinches revoltosos!”.
Se estaba tendiendo desde entonces, la cama en la que vendrían a acostarse con nosotros las pesadillas.

El 13 de agosto, se realizó una gran manifestación hacia al Zócalo desde el Museo Nacional de Antropología. La más grande que esta vieja ciudad de palacios y ensoñaciones hubiese visto nunca. 150 mil almas. Pero en menos de diez días, se dobló el número de participantes; 300,000 personas fueron hacia el Zócalo el día 27. Allí, los estudiantes izaron una bandera rojinegra a media asta. En la madrugada, quienes se quedaron, fueron desalojados por el ejército.
Al día siguiente, obligados, cientos de burócratas marcharon en desagravio a la “enseña nacional”. Muchos gritaban “¡Beeee. Somos borregos. No vamos, nos llevan!”.

A los que no asistieron les descontaron el día.

La mano tendida del monstruo comenzaba a cerrarse, a parecerse peligrosamente a una garra.

Así, llegamos al día 13 de septiembre, el que recuerdo, cuando fue convocada la “Marcha del silencio”.

Paco Ignacio Taibo I, mi padre, dijo resuelto: -Voy a llevar a Benito a la manifestación. Este niño necesita saber en qué país está viviendo.-

A mi tía abuela casi le da un infarto.

Ese día estrené un pantalón largo y una convicción que me ha acompañado a lo largo de la vida entera; cuando hay que tomar partido, más te vale estar del lado de los justos.

Dije antes que la memoria es traicionera, que inventa cosas y las hace pasar por ciertas, que los recuerdos se amalgaman con otras imágenes vistas después y se funden para siempre en una sola memoria. No estoy seguro que lo que diré ahora mismo sea cierto y tampoco me importa.

Pero, estoy seguro de que al lado nuestro, yo aferrado a la mano de mi padre, caminaba el viejo poeta transterrado, León Felipe, amigo de la familia y de las causas nobles. Lo veo como ahora mismo veo el teclado donde escribo.

He buscado referencias que avalen mi dicho sin lograrlo. El viejo León murió cinco días después de esa manifestación y es más que probable que no haya asistido. Y sin embargo…

Estaba allí, con su abrigo negro, su boina, sus lentes de fondo de botella, su bastón. Caminando lentamente en silencio.
Recuerdo el sonido del aleteo de los pájaros, el ris-ras de los miles de zapatos sobre el suelo, el estremecedor y apabullante silencio, mi pantalón largo, la mano del jefe, el cielo encapotado.

Recuerdo también que volvimos a casa en un tranvía.

Dejé de hacer batallas en el pasillo de la casa. Crecí de un golpe.
Ese silencio fue para mí, el más poderoso y potente de los gritos.

La realidad es lo imposible.

Cinco días después la de manifestación silenciosa, Ciudad Universitaria fue ocupada por el ejército y hubo varios detenidos. Las buenas conciencias del país miraron horrorizadas como se hollaba el suelo autónomo y unos cuantos levantaron la voz, a sabiendas que el monstruo los tenía en la mira; la prensa optó, en cambio por dos claras vías, aplaudir el hecho, o sencillamente ignorarlo. Cómo si no consignándolo dejara por ello de existir. Tendemos a creer que lo que no pasa en la tele o se cuenta en la primera plana del periódico, no sucedió nunca.

En casa se respiraba un aire denso. Mi madre, con un gran instinto heredado por haber vivido una revolución y una guerra civil perdida, comenzó a guardar alimentos en la despensa.

En la calle había un desánimo palpable y permanente. Un desanimo que se parecía terriblemente al miedo.

Los jóvenes estudiantes se organizaban cada vez más y mejor, preparándose para la embestida que a pesar de que se veía venir, todavía era inconcebible. Doce días duró la ocupación militar de nuestra universidad, un agravio del que todavía hoy no acabamos de recuperarnos.

El rector Barros Sierra presentó su renuncia, dignamente; la junta de gobierno de la UNAM le pidió que permaneciera al frente de nuestra máxima casa de estudios. Le pedían, sin decírselo, que encabezara la resistencia.

Toma de las instalaciones de la UNAM por parte de militares. Foto: www.centrodemedioslibres.org
Toma de las instalaciones de la UNAM por parte de militares. Foto: www.centrodemedioslibres.org

El 23 de septiembre se enfrentan granaderos y estudiantes en el Casco de Santo Tomas, instalación principal del Politécnico.

Una red de complicidades se iba tejiendo para dar el golpe mortal al movimiento de esos muchachitos de pelo largo que creían que podían enfrentarse al todopoderoso presidente mexicano, al monstruo.

El 27 de septiembre se hace un mitin en la Plaza de las Tres Culturas. Hay un buen ambiente, padres y madres de familia se unen a eso, que cada vez se parece más a una insurrección popular. La ciudad de México recobra un aire de rebeldía. Los periódicos siguen hablando de subversivos, la televisión estrena nuevos programas, la radio pone música como si nada pasara alrededor.

Se cita para un nuevo mitin el 2 de octubre a las cinco de la tarde.

-No va a pasar nada.

-No se van a atrever a reprimirnos.

-Somos cada vez más…

Decían confiados muchos estudiantes.

Los soldaditos morados con los que hice batallas largas en el pasillo, esperaban en su caja, inmóviles, aguardando que yo diera la orden definitiva y salir a vencer de una vez por todas en la guerra.

Llegó la fecha.

Dos bengalas en el cielo.

Ustedes saben bien que pasó. No es necesario contarlo otra vez, después de lo bien que ha sido contado tantas veces.

Sólo diré que a pesar de que ganó su bando, el maestro de civismo llegó un par de días después de los sucesos demudado. No sonreía, no festejaba, no celebraba la aparente victoria de sus huestes.

En la clase pidió un minuto de silencio.

Así, llegó a mi vida otra vez el silencio. Uno distinto. Un silencio de muerte.

El maestro dejó la escuela, lo encontré muchos años después de ese 2 de octubre en un parque, me contó que había tirado a la basura su credencial, que por ningún motivo quería volverse cómplice de la ignominia.

En mi casa, en el estudio de pintura de mi tío abuelo, estuvieron escondidos algunos de esos muchachos que estuvieron presentes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.

Nunca supe quiénes eran, pero lo que sí sabía muy bien era que había que guardar la más absoluta reversa sobre su presencia. Un silencio, otro, que podía salvarles la vida.

Llegaron las famosas olimpiadas. Mi escuela se volcó en ello. No habían pasado ni siquiera diez días de la matanza cuando montones de personas aplaudían a la bandada de palomas de la “paz” que sobrevolaban el cielo universitario.

Recuerdo perfectamente que vi por la televisión como el “Tibio” Muñoz ganó la medalla de oro en la piscina.

Recuerdo que oí desde el estudio de Tío Ignacio un par de aplausos. Allí, donde todos sabíamos que no había nadie.

Mi vida, desde entonces ha estado llena de esos silencios. El silencio que es tan fuerte y poderoso como un grito, el silencio sobrecogedor que te asalta cuando la muerte llega por sorpresa, el silencio triste y desolado por la pérdida, el silencio cómplice que salva.

A veces tengo pesadillas y veo frente a frente la cara del monstruo.

No olvido.

Los soldados se quedaron para siempre guardados en la caja de cartón.

Crecí de golpe.

No, no estuve allí. Muchos de nosotros no estuvimos allí, otros tantos no habían ni siquiera nacido y sin embargo…

Tenemos a flor de piel la enorme cicatriz que demuestra fehacientemente, que estábamos presentes.

*Este texto fue publicado originalmente en el libro “Otras voces y otros ecos del 68”, editado en el año 2013 por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, el Gobierno de la Ciudad de México y el Fondo de Cultura Económica.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas