Quién soy yo para decirte que renuncies a tu trabajo a la mierda. Que hagas una maleta liviana, agarres a tu perro, me mandes una carta: «quiero sentir la vida: llévame» y que, después de aventar tus pocas chivas a mi Toyota 92, nos inventemos un camino que nos lleve al centro de la Tierra.

Pero quién soy yo para decirte que lo dejes todo por este amor nuevo, aún limpio, impoluto. Que, bueno, aunque le llamemos Amor, no te salvará –no nos salvará–, que es solo otra puerta que te jala al corazón de una pupila infinita. Y que, sin embargo, este hoyo negro será lo mejor que nos pasará no en la vida pero sí en un buen tiempo.

Quién soy yo para decirte «Hazte para acá, déjame verte las estrellas». O que me pararé muchas veces enfrente del océano y solo se me ocurrirá gritarte, desde la corteza de mi estómago y como si estuvieras al otro lado de la orilla: «¡Yo tampoco séééé!». Que no sé nada de respuestas.

Quién soy para querer pasarte la lengua por ese dragón que tienes entre las tetas. Para besarte las manos y lo que le siga a todo babor, a todo estribor, a toda brújula. Para querer caminarte los Saturnos. Para aventarme sin paracaídas en tus acantilados y llegar a las raíces. Todas. De tus olas ciclones azules arrecifes de coral atolones manglares bahías sales mantarrayas peces tiburones blancos anémonas de mar.

Pero quién soy yo para decirte que vamos a mandarnos a la mierda (tal como al trabajo, ¿recuerdas?) y decir, cada una por su lado y con seca melancolía: «Pero mira qué abismo». Pero mira qué abismo es ella. Y que va a doler porque no hay amores inofensivos cuando se vuelven grandes. Que cómo le hacemos para dejarnos caer en la inmensidad.

Y que todo lo que no imaginaste sobre sentir la vida, también es esta cosa.

Julieta Cardona

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