LA SILENCIOSA CONQUISTA CHINA

05/07/2012 - 12:00 am

A partir de una investigación única en su género, realizada por dos periodistas españoles [Juan Pablo Cardenal y Heriberto Araújo] a lo largo y ancho de 25 países del mundo en desarrollo, este libro permite descifrar las claves y entresijos de la actual expansión silenciosa de China por el planeta, incluidas sus consecuencias socio-económicas, medioambientales y geopolíticas.

Editado Por Planeta, en su colección Memoría Crítica, esta investigación detalla el creciente poderío económico de ese país, su particular modelo autoritario y el músculo de 1,300 millones de personas, con lo que China está convirtiéndose en la potencia hegemónica del siglo XXI. La crisis económica de 2008, cuyas consecuencias han afectado profundamente a Occidente, no ha hecho más que acelerar este proceso.

A partir de una investigación única en su género, realizada por Cardenal y Araújo, desde las minas de cobre de la República Democrática del Congo y las explotaciones de gas natural del desierto de Turkmenistán, hasta el impacto medioambiental en los bosques de Siberia o los grandes proyectos chinos de infraestructuras en la Amazonía ecuatoriana o el Nilo, los autores describen a través de historias humanas cómo China está deshaciendo el statu quo y qué impacto tendrá esto para el futuro de nuestras sociedades.

¿Cómo extiende sus tentáculos el gigante para garantizar su suministro de petróleo a largo plazo? ¿Con qué estrategias desbanca Pekín a su competencia occidental? ¿Cómo encaja África la avalancha de emigrantes chinos? ¿Cómo ha logrado Pekín reabrir la milenaria Ruta de la Seda para conquistar el planeta, desde Dubai hasta Cuba, con sus productos Made in China? ¿Qué secretos esconde la estrecha relación de Pekín con algunas de las más crueles dictaduras del planeta?

Poniendo al servicio de esta investigación un amplio conocimiento previo de China, los autores llevarán al lector a lo más recóndito del mundo chino gracias a los más de 220,000 kilómetros recorridos y 500 entrevistas realizadas en lugares tan dispares como la Venezuela de Chávez, el Irán de los ayatolás o el Sudán que acaba de escindirse en dos. Una obra a medio camino entre el mejor relato de viajes y el periodismo de investigación más riguroso para seguir la pista a un despliegue de tentáculos que está cambiando el mundo.

Con la autorización de los autores y del Grupo Editorial Planeta reproducimos para los lectores de SinEmbargo.mx el texto introductorio de La silenciosa conquista china.

 

Introducción

«A los chinos no se les ve… pero están por todas partes».

Comentario de un tendero egipcio de El Cairo al referirse a los emigrantes chinos.

Para la mayoría de los mortales esa fecha quizá ya no signifique nada, pero el 8 de agosto de 2008, a las 20:08 y 8 segundos exactamente (1), la historia cambió su curso. En ese preciso instante comenzaba la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín, la primera cita de este tipo que se celebraba en un país en desarrollo. El evento venía envuelto en dudas y polémica. A la incertidumbre que suscitaba la inexperiencia de los organizadores, se sumaba la politización de la competición deportiva, consecuencia de la enésima represión en el Tíbet acontecida meses antes y, en general, por la naturaleza dictatorial del régimen de Pekín.

Sin embargo, dieciocho días después, los Juegos concluían con la misma pompa con la que habían comenzado. China pasó la reválida: la organización fue notable y por primera vez se convirtió en la potencia deportiva de referencia, al superar en el medallero a Estados Unidos. Sin embargo, la gran victoria no se fraguó en la pista de atletismo del imponente estadio del Nido de Pájaro o en la piscina olímpica en forma de cubo. El triunfo supremo se plasmó en las televisiones de los más de 2,000 millones de personas que siguieron el acontecimiento, a quienes llegó a través de la pequeña pantalla la imagen fresca y amable de un país moderno y confiado en sus propias fuerzas. La imagen de la China del siglo XXI.

Para el régimen chino, Pekín 2008 supuso una campaña de relaciones públicas impagable. Sirvió para legitimarse ante su pueblo y, a la vez, para hacerse acreedor a un prestigio internacional que borró de un plumazo el trágico recuerdo de los tanques en Tiananmen, el derrame de sangre en el Tíbet o el pisoteo diario de los derechos humanos. Jefes de Estado y de Gobierno que meses antes amenazaban con boicotear la cita olímpica, rendían ahora más pleitesía que nunca a sus homólogos mandarines. En los periódicos, China ya sólo interesaba en clave económica, mientras las historias sociales, de injusticia o de represión pasaron, sorprendentemente, a un segundo plano. De la noche a la mañana, parecía que China se había convertido en uno de los nuestros.

Para quienes, como nosotros, vivíamos en el país asiático y, desde nuestra atalaya periodística, éramos testigos a diario de los abusos, excesos y miserias del régimen, la esterilización de la mayor dictadura del planeta se veía con una mezcla de estupor y angustia. Una tendencia que sólo hizo que aumentar en los meses siguientes: no se habían apagado los ecos de los Juegos Olímpicos que pusieron al gigante asiático en un pedestal, cuando Lehman Brothers, el cuarto mayor banco inversor de Estados Unidos, anunció su quiebra. Fue el 15 de septiembre de 2008, apenas tres meses después de la conclusión de la cita olímpica, fecha que marcó el inicio de la crisis que ha puesto en jaque el sistema financiero occidental.

Los estragos que el colapso provocó en Estados Unidos y Europa, que incluyó el rescate de bancos, el cierre masivo de empresas y el despido de millones de personas, siguen siendo hoy no sólo ampliamente visibles, sino que tendrán que pasar varios años antes de su cicatrización definitiva. En Pekín, sin embargo, la crisis pasó casi como un suspiro, gracias a un sistema financiero intervenido que evitó el contagio y a un Gobierno que reaccionó rápidamente para esquivar la recesión. Y no sólo eso: mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor, el coloso asiático –con su creciente demanda e infinitas reservas de divisas– emergía como tabla de salvación de los desaguisados occidentales, comprando deuda aquí y allá, concediendo préstamos por doquier. En poco más de un año, el prestigio y encaje de China en el exterior dio un vuelco de 180 grados. De pérfida dictadura a redentora de la economía mundial.

Estaba claro que el centro de gravedad del poder mundial había empezado a virar hacia oriente. En noviembre de 2009 asistíamos atónitos a la comparecencia conjunta de Hu Jintao y Barack Obama durante la primera visita oficial de éste al país asiático. El perfil bajo del presidente estadounidense al abordar temas tradicionalmente incómodos —como los derechos humanos— para Pekín, que hasta entonces tenían reservado un papel preponderante en la agenda diplomática de sus predecesores, dio buena cuenta de la emergencia y creciente influencia de China en la escena internacional. Semanas antes, el nuevo inquilino de la Casa Blanca había propuesto a china crear un G-2, un eje Washington-Pekín, para comandar los asuntos mundiales. Pekín le había dicho no. ¿Por qué aliarse con Estados Unidos cuando el liderazgo mundial está al alcance de la mano?

Con los bolsillos llenos y el prestigio renovado, el gigante se sentía fuerte. Así que en medio de las oportunidades que ofrecían las turbulencias, lanzó su red de arrastre. Millonarias inversiones, contratos de suministro a largo plazo de materias primas y adquisiciones de activos por todo el planeta certificaban que la conquista china del mundo se convertía en una realidad que, acomodados en nuestra oficina pekinesa, sonaba incontestable. La magnitud del fenómeno pronto nos fascinó: ¿cómo era esa expansión de China que, a diferencia del músculo militar de otras potencias, basaba su estrategia en el silencio del dinero? ¿Estaba el país asiático colonizando África? ¿Cuán estrechos eran los lazos militares, económicos y nucleares entre Pekín y Teherán? ¿Estaba el coloso arrasando realmente los bosques de Mozambique? ¿Cómo sobrelleva su vecino ruso la irrupción de China? ¿Llegaban sus tentáculos hasta América Latina?

Esas y otras preguntas aguijoneaban, una tras otra, nuestra curiosidad sin que lográramos encontrar respuestas basadas en hechos. Al mismo tiempo, escribir cotidianamente acerca del PIB y demás variables macroeconómicas chinas se antojaba una rutina casi insoportable mientras comprobábamos, delante de nuestros propios ojos, que la historia cambiaba su curso en los pozos petrolíferos de Angola, en las minas de hierro de Perú o en los mercados del Made in China de Asia Central. «Volvamos al periodismo de verdad. Metamos la nariz en todo eso», nos dijimos, convencidos de que este libro sólo tenía sentido si investigábamos sobre el terreno. Había que ir allá donde la huella del gigante es más evidente: al mundo en desarrollo. Esto es, recorrer Asia, África y América Latina para ver, tocar y respirar cómo China está convirtiéndose en una potencia global.

Se apagaba el verano de 2009 cuando empezó una investigación que iba a requerir dos años de dedicación en cuerpo y alma. Comprender el nuevo mundo chino fue primero una apuesta. Pero pronto se convirtió en pasión, con intercambio de e-mails repletos de ideas, la mayoría descabelladas, a horas intempestivas de la noche. A medida que avanzábamos e íbamos entendiendo las claves y los secretos del fenómeno, la investigación fue poco a poco obsesionándonos. Por suerte, no éramos los únicos obstinados: la consultora de análisis mediático estadounidense The Global Language Monitor aseguraba en diciembre de 2009 que «la emergencia de China» fue la noticia más seguida en prensa, radio, televisión e internet desde inicios de siglo, por delante del 11-S de Nueva York o la elección de Obama. Para dos periodistas no podía haber nada más apasionante que ir tras la «noticia de la década».

Este interés mundial por la nueva China no es más que la consecuencia de su creciente influencia en el mundo en desarrollo, donde su avance está libre y expedito. Ahora bien, a largo plazo la vocación de China es global. Estamos, sin duda, ante un fenómeno que llevará al gigante a asaltar los mercados occidentales, donde compra ya deuda soberana, rescata marcas de automóviles en quiebra y construye infraestructuras en Europa del Este. Nos hallamos, por tanto, ante una conquista de largo recorrido destinada a cambiar nuestras vidas —la de todos nosotros— y que, probablemente, está sentando las bases del nuevo orden mundial del siglo XXI. El de un mundo bajo patrón chino.

El reto de investigar este proceso exigía una preparación minuciosa: había que indagar en todas esas operaciones millonarias que, a diario, escupían los teletipos y que certificaban el resurgir de China. ¿Dónde ir? ¿Qué países escoger? ¿A quién entrevistar? ¿Qué pistas seguir?, nos preguntábamos ante la evidencia de que no hay rincón del mapamundi donde el país asiático no haya penetrado. Siguieron meses de documentación intensiva, múltiples entrevistas con expertos en Pekín e interminables horas de comprobación y clasificación de la información disponible. Ello nos dio una visión global de un fenómeno que, tiempo después, pudimos corroborar sobre el terreno: que el mundo chino ya está aquí. Las cifras disponibles dan hoy cuenta de ello: entre 2005 y junio de 2011 las empresas chinas invirtieron 378,500 millones de dólares en todo el mundo, 266,700 de los cuales (el 70 por ciento del total) los desembolsaron en el mundo en desarrollo (2).

Mientras Occidente sufre las consecuencias de la crisis, China extiende sus tentáculos. Desde un contrato por 6,000 millones de dólares en la República Democrática del Congo bajo la fórmula «minerales por infraestructuras», a la inestimable contribución china a la motorización de la Cuba de los Castro, país que sufría desabastecimiento de sal, leche en polvo y arroz en los días en que visitamos la isla; desde la venta de satélites a Venezuela, a una ofensiva sin precedentes de las empresas estatales chinas para garantizar su suministro de oro negro, incluida la inversión de 48,000 millones de dólares en activos petrolíferos entre 2009 y 2010 (3). A ello acompaña un flujo exportador sin parangón que ha ido fraguándose en la última década, tras la adhesión de China a la organización Mundial del Comercio (OMC). En tan sólo diez años el gigante asiático ha multiplicado por seis sus intercambios con el resto del mundo, pasando de 510,000 millones de dólares en 2001 a 2.97 billones en 2011 (4).

Si la crisis ha proporcionado un inestimable viento de cola para el avance chino por medio mundo, no puede deslindarse su irrupción de las virtudes que atesora el pueblo chino, ni de las fortalezas de su Estado y sistema. Por un lado, la expansión de China no sería lo que es si detrás no tuviera a millones de personas anónimas emprendiendo negocios en los lugares más inverosímiles del globo, desafiando la xenofobia, los prejuicios y la inseguridad; una legión de seres humanos admirables que, con una capacidad de sacrificio sin límites y con sus sueños de prosperidad como único impulso, se aventuran por un mundo desconocido para acabar conquistando mercados imposibles que los occidentales nunca se atrevieron a abordar o que, si lo hicieron, fracasaron.

Al empuje del sector privado chino hay que añadir, por otro lado, la eficacia de un modelo chino que pone su fabulosa pegada financiera al servicio de los objetivos estratégicos nacionales. La financiación casi ilimitada que ofrecen los «bancos de desarrollo» chinos (policy banks, en inglés), como el Exim Bank y el China Development Bank (CDB), suponen una ventaja comparativa de incalculable valor en una época dominada por arcas vacías y mercados secos de liquidez. De entrada, sus préstamos sirven para que las empresas estatales de sectores extractivos compren activos estratégicos, cierren acuerdos de suministro a largo plazo o desarrollen proyectos para la explotación de recursos naturales; o, también, para que sus constructoras vayan a las licitaciones de obras internacionales con el paquete financiero más tentador del mercado.

Además, los fondos del Exim Bank y del CDB son recurrentes para conceder a países como Irán, Ecuador, Venezuela, Angola o Kazajistán, entre muchos otros, créditos millonarios casi siempre garantizados con petróleo y bajo condiciones habitualmente clasificadas como confidenciales. A pesar de la crisis, Pekín se convirtió en 2009-2010 en el primer prestamista del planeta al conceder en esos dos años más de 110,000 millones en créditos, superando al Banco Mundial. El arma financiera no puede ser más letal: ser el banquero del mundo sirve al gigante asiático para apuntalar su diplomacia e influencia internacionales, pero también para dar a China S.A. —el triunvirato formado por Estado-Partido, bancos y empresas estatales— la munición necesaria para desbancar, como hemos comprobado en un sinfín de países, a sus competidores. Todo ello sin rendir cuentas a nadie.

Esa cuestión nos martilleaba. ¿De dónde sacan el Exim Bank y el CDB sus ilimitados recursos? ¿Por qué razón es China, un país en desarrollo, capaz de exhibir semejante músculo financiero mientras el resto del mundo se desangra económicamente? ¿Dónde está el secreto de su fórmula mágica?, nos preguntábamos. La respuesta al enigma se halla en el corazón mismo de la dictadura: en última instancia, es el pueblo chino quien paga —quiera o no— los sueños de grandeza y ambiciones del estado chino. ¿Por qué? Por un lado, el Exim Bank y el CDB se financian con emisiones de bonos que compran los bancos comerciales chinos, desembolso que respaldan los depósitos de 1,300 millones de chinos que —ante la ausencia de estado social— economizan más de un 40 por ciento de lo que ganan, la mayor tasa de ahorro del mundo. Por otro, esa ingente cantidad de depósitos se conjuga con lo que los economistas llaman la represión financiera, que en el sistema chino supone que los depositantes son forzados a perder dinero con sus ahorros.

Ello es así porque reciben por sus depósitos rendimientos negativos, consecuencia de la intervención de unos tipos de interés que son a menudo más bajos que la inflación. Lo más importante, con todo, es que pese a la pérdida de valor de sus ahorros, éstos no pueden desertar el sistema en busca de mayores beneficios porque lo impiden los estrictos controles a la salida de capitales. Las opciones de inversión a nivel doméstico son limitadas y los estrictos controles de capitales impiden a los ahorradores invertir en el extranjero en opciones más rentables. De esta forma, el menoscabo financiero que sufre la población china sirve cabalmente a las necesidades de China S.A., que usa ese dinero al que de facto paga cero intereses para conceder a las empresas estatales financiación barata para acometer su conquista del mundo. Si se levantaran las restricciones, los depósitos huirían hacia otras opciones inversoras, saldrían del sistema y, por tanto, se acabaría el capital barato.

Por tanto, la varita mágica de su financiación ilimitada la pagan —a precio de oro— los ahorradores chinos, mientras los competidores comerciales del país asiático acusan de desleal esa capacidad crediticia preferencial. Toda esa estrategia, en cualquier caso, sirve para que China lance una ofensiva interna- cional que —fundamentalmente— acontece en el mundo en desarrollo, que es donde encuentra las materias primas que necesita para alimentar su economía y, a la vez, mercados vírgenes con mínima competencia para los productos Made in China. La expansión china en África, Asia o América Latina es, por tanto, una cuestión estratégica que debe interpretarse en clave interna: China necesita crecer al menos al ocho por ciento anual para mantener la estabilidad social y, para ello, es imperativo un suministro constante de materias primas para que la fábrica del mundo y la urbanización —dos de los motores económicos— no queden estrangulados. Para Pekín, lo que está en juego es demasiado importante como para dejarlo en manos del mercado.

A nivel local, esta expansión está provocando una profunda transformación. Es en África, por su carencia crónica de infraestructuras, donde quizá más visible es la huella. Sólo en ese continente el gigante asiático ha contribuido a la construcción de 2,000 kilómetros de ferrocarril, 3,000 kilómetros de carreteras, decenas de estadios de fútbol y 160 escuelas y hospitales, entre otras. A ello hay que sumar más de 250 presas que construye o financia por todo el mundo, los miles de kilómetros de estratégicos oleoductos y gasoductos en lugares como Sudán, Kazajistán o Birmania, la construcción de viviendas en países asolados por la guerra como Angola o los proyectos ferroviarios en Argentina o Venezuela. Los planes para transformar el planeta tienen además vocación de futuro: Pekín habría propuesto la construcción de un «canal seco» de 200 kilómetros a través de Colombia que supondría una alternativa al canal de Panamá. Y otro proyecto similar aspira a unir el Pacífico y el Atlántico a través del río Amazonas.

La esencia de todo este poderío pudimos comprobarla ya en nuestro primer viaje, en noviembre de 2009, cuando volamos a la estación balnearia egipcia de Sharm el Sheikh para pulsar el estado de cosas de la última cumbre China-África. Allí, entre los previsibles discursos que ensalzaban la amistad chino-africana, el primer ministro Wen Jiabao anunció la concesión de 10,000 millones de dólares en créditos blandos para el continente. Lo verdaderamente valioso, sin embargo, aconteció al concluir la rueda de prensa ofrecida por el número dos del Gobierno chino. Casi sin quererlo, el líder salió de una sala atestada con más de medio centenar de periodistas africanos y chinos como un auténtico torero: esto es, en medio de una entusiasta ovación, regalando sonrisas y haciéndose fotos con los reporteros que pugnaban por acercarse para darle un apretón de manos al nuevo Mesías. Nos quedamos estupefactos: ¡periodistas aplaudiendo al poder! «¿Tan bien lo está haciendo china en África?», nos preguntábamos. A juzgar por lo que acababa de pasar, parecía que sí.

Así que empezamos a viajar, embarcándonos en una fabulosa aventura repleta de desafíos por más de 25 países para comprobar si había motivo para tanto aplauso. El propósito era comprender cómo ejecuta el gigante asiático su actual expansión y qué impacto tiene todo ello a nivel local y regional. Desde las minas de cobre de la República Democrática del Congo al desierto rico en gas de Turkmenistán, desde los bosques de Siberia a las presas en la Amazonía ecuatoriana, nuestra filosofía fue siempre la misma: ver con nuestros propios ojos qué sucede, dar voz a los actores principales y aportar nuestra experiencia como periodistas en china para descifrar esa nueva realidad. La decisión de autofinanciar el proyecto era una auténtica locura en términos financieros, pero un alivio en cuanto a nuestra independencia periodística.

El trabajo de campo fue exhaustivo, para evitar caer en la anécdota. Subimos a 80 aviones para volar 220,000 kilómetros, cruzamos once fronteras terrestres y pusimos nuestras vidas bajo serio peligro durante los 15,000 kilómetros que recorrimos por temibles carreteras y pistas de tierra. En este sentido, el safari por el mundo chino tiene una fecha para el recuerdo que da cuenta de las exigencias: el 22 de agosto de 2010. Ese día, a las seis de la mañana volábamos de Luanda a Cabinda, pequeño enclave angoleño junto a la frontera de la República Democrática del Congo, después de hacer —la noche anterior— el check in durante varias horas en un aeropuerto sin equipos informáticos y envuelto en el caos de un apagón general. Atravesar esa frontera, una de las más peligrosas de África, fue especialmente estresante teniendo en cuenta que estaba cerrada por ser festivo, que varios militares que la custodiaban estaban ebrios y drogados, y que llevábamos cuatro ordenadores portátiles, siete cámaras de fotos y cinco discos duros.

Ya en Muanda, la primera población congoleña después de dejar atrás la frontera, una ciudad sin ley y de pobreza extrema, fuimos detenidos varias horas antes de que la intervención consular española nos liberara de las garras del jefe de la policía local, que se frotaba las manos ante la perspectiva de una mordida reglamentaria. Los 400 kilómetros hasta Kinshasa, capital congoleña, fueron un sufrimiento constante por una estrecha carretera socavada por enormes boquetes, coches accidentados en las cunetas y camiones que venían de frente sin luces, a toda velocidad. Pasada la medianoche, llegamos al hotel de Kinshasa que, al caer la noche, reunía a la fauna más diversa alrededor del alcohol, los decibelios, el desenfreno y las armas de fuego. Por 100 euros la noche, internet y agua corriente eran lujos imposibles. Dormir, una batalla constante con los mosquitos. Y así una jornada tras otra, al filo de la navaja.

Algunas de las 500 entrevistas realizadas para este proyecto acontecieron, también, bajo contextos difíciles, sobre todo en países poco amables periodísticamente hablando como la Venezuela de Hugo Chávez, el Irán de los ayatolás o la Birmania de los generales. En este último país, por ejemplo, fracasamos en nuestro primer intento a causa de la estrecha vigilancia de las autoridades y por el riesgo que nuestra presencia suponía para nuestras fuentes, así que decidimos abandonar para no ponerlos en peligro. Seguíamos la pista al jade imperial en el conflictivo estado de Kachín, al norte del país, donde los empresarios chinos se han aliado con la Junta Militar birmana para saquear los recursos naturales de la región, con dramáticas consecuencias sociales y medioambientales.

Por ello, no podíamos tirar la toalla. Contactamos con decenas de periodistas, académicos, activistas y expertos de toda índole con experiencia en Birmania, dentro y fuera del país. Diez meses después, recogíamos los frutos: «hemos contactado con nuestra gente dentro y están dispuestos a ayudaros. Os esperan en Myitkyina [capital de Kachín] durante el Festival Manao, la festividad de los kachín. comportaos como turistas. alojaos en el hotel *** y esperad a que os contacten. Irán a buscaros», escribió nuestro contacto en el país de los militares. Un año después del primer intento fallido, a bordo de un tren desde Mandalay que nos ayudaría a pasar desapercibidos, llegábamos por fin a nuestro destino para entrevistar a empresarios del jade, prostitutas y mineros adictos a la heroína, sacerdotes, líderes locales y activistas de organizaciones sociales. El drama que acontece en ese rincón olvidado, en el que China tiene una responsabilidad indudable, no habría podido plasmarse en este libro de no haber llegado hasta allí.

Superar esos obstáculos, perseverar, ha sido fundamental para que cientos de personas nos abrieran las puertas de sus vidas para contarnos, a través de su pequeño mundo, los matices de la expansión china por el planeta. Emprendedores chinos que dejaron atrás su patria y su familia para convertirse en millonarios; emigrantes y sus descendientes que conservan su ADN chino como si fuera un tesoro; y obreros de empresas estatales chinas que —a cambio de multiplicar su sueldo— acometen disciplinadamente proyectos de infraestructuras en lugares inhóspitos. También jefes que se embarcan en esos mismos proyectos por lealtad a la empresa y a china; víctimas de los excesos laborales y medioambientales que acompañan a la inversión china; y políticos, activistas y académicos que descifran las claves de los préstamos o dan credibilidad a las sospechas de corrupción.

Muchas veces los chinos nos recibían para enseñarnos sus negocios o proyectos, para contarnos los detalles de su esfuerzo titánico en un país imposible, para demostrar que incluso el máximo representante local de una empresa estatal china en África duerme en un cuartucho con poco más que una litera con mosquitera. Pero, sobre todo, nos recibían por su admirable sentido de la hospitalidad, como hizo Fan hui Fang, un chino de Shandong que produce 1,400 toneladas de verduras anuales en una granja agrícola en las afueras de Jartum, la capital de Sudán. Esas citas siempre acababan arrojando revelaciones, frases y detalles que reflejaban, de la mejor manera, cómo ven los chinos su llegada al nuevo mundo. Confesiones que, como esa noche de agosto de 2010 en Jartum, requerían antes de una atmósfera de confianza a la que contribuía nuestra experiencia preliminar en China.

«Cortesía de la embajada china», nos dijo, al exhibir una botella de licor de arroz (baijiou), un auténtico tesoro en el país islámico, en cuanto dio comienzo la suculenta cena en su casa. Gong, uno de sus amigos sentados a la mesa, responsable de logística en la refinería que Sinopec tiene en las afueras de la capital, degustaba los tragos iniciales casi extasiado. Los continuos brindis pronto derivaron en conversaciones más sinceras como ésta que reproducimos:

«Estoy orgulloso de que China esté desarrollando Sudán. Si no estuviéramos aquí, los sudaneses no tendrían futuro», dijo Fan, solemnemente.

«Hace ocho años, cuando llegamos a Jartum, el edificio más alto tenía sólo tres pisos», apuntó Gong, mientras echaba por la boca una amplia bocanada de humo.

«Sí, en estos años he visto cómo se desarrollaban. No tenían nada. Ni carreteras ni coches. China ha sido decisiva en ese cambio», agregó Fan.

«Los sudaneses querían desarrollarse y pidieron ayuda a los occidentales, pero éstos se negaron. Así que fuimos nosotros quienes se la dimos. Ahora los occidentales tienen envidia de China al ver los beneficios que estamos sacando», acusó el trabajador de Sinopec.

Fan recogió instintivamente el guante: «mientras los americanos vienen aquí a tirar bombas», dijo en referencia al ataque con misiles lanzado en 1998 por Estados Unidos contra un laboratorio sudanés, «nosotros estamos en Sudán para construir carreteras y levantar edificios y hospitales. Estamos aquí para traer la felicidad a los sudaneses».

Mucho hay de verdad en las palabras de Fan acerca del bien que hace a terceros países la expansión de China. Sin embargo, muchas otras veces, la actuación de China es ciertamente discutible, cuando no abiertamente polémica. De hecho, más allá del discurso oficial de Pekín, que suele vestir los intereses chinos por medio mundo —sin duda legítimos— con el disfraz de la retórica ganador-ganador, muchos de los proyectos que el coloso asiático está desarrollando por esos países carecen de una explicación consistente. No es sólo que su endémica falta de transparencia, que emana del propio sistema político chino, sea un error estratégico en términos de relaciones públicas en lugares donde su presencia no siempre es bienvenida; es que además la opacidad se nos pegó a la piel como una lapa cuando tratamos de profundizar en las condiciones contractuales, impacto medioambiental o estándares laborales.

En ese sentido nos impusimos como regla fundamental dar voz prioritaria, junto a los demás actores, a los distintos estamentos del Estado chino, por ser éstos quienes mueven los hilos de su expansión. Pretendíamos que fuera la China oficial la que nos explicara su lógica y motivaciones detrás de su actuación. Queríamos que contestaran formalmente a las preguntas que responde este libro: ¿cómo asegura China su petróleo? ¿Qué impacto medioambiental provocan sus inversiones? ¿Por qué apoya Pekín a dictaduras de todo el mundo? ¿Cuál es su estrategia diplomática? ¿Cómo conquista mercados imposibles su sector privado? ¿Cómo maniobran los chinos entre tanta corrupción? ¿Qué condiciones laborales ofrecen sus empresas? ¿Cuál es la magnitud de la emigración del país más poblado del planeta? ¿Qué hay detrás de los estadios de fútbol, carreteras y presas que levantan por todo el mundo? ¿Quién aprovecha las oportunidades que ofrece la inversión china? ¿Qué movimientos tectónicos provoca la irrupción del gigante?

Desafortunadamente, la nula colaboración y secretismo de la China oficial ha dificultado nuestro compromiso de dar derecho a réplica al poder chino. Sus embajadas pocas veces respondieron a nuestras llamadas, las principales empresas petroleras chinas —CNPc, Sinopec, CNOOC— denegaron una vez tras otra, en Pekín y por el resto del mundo, la concesión de entrevistas, y los ministerios respondieron con silencio o evasivas. con todo, gracias a la perseverancia y la inestimable ayuda de nuestros asistentes chinos —magos en la creación de guanxi— pudimos colmar este vacío con información sobre el terreno de primera mano, como en Turkmenistán o en Argentina.

Hubo, por supuesto, algunas excepciones a esta opacidad oficial, como por ejemplo la cita con Liu Guijin, diplomático de gran solvencia y enviado del Gobierno chino para asuntos africanos. Su entrevista demostró que incluso dentro del Ejecutivo chino hay gente abierta que se hace preguntas y lucha por mejorar las cosas. Pero incluso quienes sí se prestaron a contar la versión china, ya fueran diplomáticos, académicos, dirigentes de empresas estatales o expertos próximos al poder, optaron muchas veces por seguir escrupulosamente, al pie de la letra, el discurso oficial del régimen de Pekín.

El 9 de octubre de 2010, por ejemplo, nos las prometíamos muy felices cuando el Exim Bank chino, la entidad financiera china más politizada y clave en la estrategia internacional del país asiático, nos concedía, por fin, una entrevista. Habíamos realizado gestiones durante un año con el envío de una decena de faxes en mandarín y más de medio centenar de llamadas telefónicas para, finalmente, poder sentarnos en la sede de la institución, en el número 30 de la calle Fuxingmen, en el distrito financiero de Pekín. Sin embargo, nuestro entusiasmo inicial se disipó enseguida. Los tres ejecutivos de perfil técnico que nos atendieron en una imponente sala se dedicaron, durante la hora que duró la entrevista, a echar balones fuera. Por momentos fue surrealista: cuando el jefe de la delegación susurró al oído de uno de sus compañeros, como si fuera un niño, que no revelara qué activos y recursos naturales adquiría China en el mundo en desarrollo, como si fuera secreto de estado que Pekín compra petróleo y minerales; o cuando negó que existiera una estadística que reagrupe los créditos que el banco concede a otros países o a sus empresas.

Todo ello antes de que, en la batería final de preguntas, nuestro interlocutor, muy tenso, dibujara una sonrisa forzada —que se mantuvo durante varios minutos— como única respuesta a nuestras demandas. ingenuos, creímos que el muñeco de cera que teníamos enfrente, que no mediaba palabra, no entendía nuestras preguntas. Cerrado en banda, zanjó la conversación con varios «no lo sé» como única respuesta. Atónitos, nos preguntábamos: ¿Por qué desaprovechaba la ocasión de contar todas sus contribuciones al desarrollo en Asia, América Latina y África? ¿Había acaso algo que ocultar? Después de una hora, no nos había dado ningún dato relevante, pero la entrevista fue muy reveladora en cuanto a la importancia que Pekín concede a la transparencia de sus operaciones en el extranjero. Quizá nuestras preguntas fueran difíciles de contestar, basadas como estaban en la experiencia adquirida durante todos nuestros viajes.

O quizá es que simplemente «no eran equilibradas», como nos sugirió —para nuestra sorpresa— una experta occidental en las relaciones chinas con África. Es cierto que el gigante asiático es fuente habitual de un acalorado debate, pero al contrario que otros observadores de la ofensiva internacional de china que optan por priorizar los aspectos positivos de ésta, minimizando o incluso ignorando los efectos secundarios, nuestra intención es exponer la conquista silenciosa de china por todo el planeta con sus luces y sus sombras. No hemos olvidado que nuestra obligación como periodistas no es poner la linterna debajo del foco, sino alumbrar los rincones oscuros. El resultado es este libro sobre historias humanas y hechos, no sobre teorías de salón.

 

REFERENCIAS:

(1) Las autoridades habían escogido esa fecha y hora con el objetivo de que la cita comenzara coincidiendo con tantos números 8 como fuera posible: 8 del 8 de 2008 a las 8:08 y 8 segundos. El número 8 es sinónimo en China de prosperidad.

(2) China Global Investment Tracker: 2011, the heritage Foundation. las cifras mencio- nadas corresponden a las inversiones y contratos de distinta índole, cuyo valor supera los 100 millones de dólares, firmados por empresas chinas desde 2005 hasta junio de 2011. accesible en http://www.heritage.org/research/reports/2011/01/china-Global-investment-tracker-2011

(3) Según la Agencia Internacional de la energía, China importará en 2030 el 79 porciento de su consumo de petróleo, que en esa fecha se estima que rondará los 15 millones de barriles de petróleo al día.

(4) Fuente: Buró Nacional de Estadísticas de la República Popular de China. accesible en http://www.uschina.org/statistics/tradetable.html

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