EL CUENTO DEL PLAGIARIO

14/09/2012 - 12:00 am

Los escándalos por acusaciones de plagio, y las polémicas que se dan alrededor de ellos, pueden dar la impresión de que el acto de plagiar es imposible de definir o bien de que siempre puede ser otra cosa: homenaje, cita, reciclaje o reaprovechamiento, afirmación de poder sobre el otro (Octavio Paz, alguna vez acusado de haber copiado pasajes de Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén, declaró famosa y cínicamente: “… no estoy contra el plagio cuando la víctima desaparece. Ya se sabe: ‘el león se alimenta del cordero’”).

Tal vez. Pero también es verdad que, en muchos casos de plagio de los reportados al menos en los últimos 10 años hay un rasgo común: que los acusados creen, digan lo que digan más tarde, en la definición convencional y comodona del plagio que tenemos al menos desde el siglo XIX, antes de la intertexualidad, la apropiación, Los Simpson y Orgullo y Prejuicio y Zombis. Esos acusados –recalco: no son todos– creen que la originalidad es posible y además es una virtud, y han aprendido que plagiar es fingirla: simplemente, apropiarse del trabajo de alguien más, para hacerlo pasar como propio, sin dar a notar que lo que han tomado proviene de otro lugar.

A diferencia de, por ejemplo, el artículo copy-paste de Jonathan Lethem, el cine de Quentin Tarantino o El hacedor de Borges. Remake de Agustín Fernández Mallo, las obras de ese subconjunto de plagiarios –los “convencionales”, digamos: los de corte clásico– deseaban pasar por nueva invención. Intentaban parecer originales y no lo consiguieron.

Y a la hora de ser descubiertos, sus creadores (sus ensambladores, sus compiladores) pueden hacer muchas cosas, pero no disfrazar para sí mismos la conciencia de lo que han hecho: la arrogancia, la culpa, la vergüenza, el miedo, el vértigo de robar de otro –de actuar a sabiendas de que “eso está mal” aunque sea para ellos mismos– se prolongan y se intensifican.

¿Cómo se puede saber? Por cómo la manera de defenderse de esos acusados es siempre la misma. En todos esos casos –sean de autores consagrados o no, sea que se difundan en los grandes medios o en blogs o redes sociales– hay una serie de reacciones públicas que se repite de plagiario en plagiario como si fuera un guión que todos estuvieran obligados a seguir y que resulta una señal inequívoca. Esas estaciones o etapas del plagiario, por las que éste va pasando cuando su caso se “destapa” y la presión del exterior no cesa, son las siguientes:

De Ana Rosa Quintana, la conductora española que recibió y luego tuvo que devolver el Premio Planeta porque su novela Sabor a hiel tenía largos pasajes tomados (por un “negro” literario, además) de Danielle Steele, Colleen McCullough y Ángeles Mastretta; pasando por Mikel Agirregabiria, profesor que se volvió brevemente famoso por atribuirse frases y minificciones en internet y por denostar rabiosamente a quienes lo acusaban, y hasta llegar a Sealtiel Alatriste, a cuya costa parece haber hasta nuevas frases en ciertos lugares del habla popular mexicana (la cita al cuadrado y el sealtielazo son bromas escarnecedoras, crueles y, al menos por ahora, muy abundantes), las estaciones del plagiario son en general las mismas.

Y también parecen serlo, tristemente, en el caso de Alfredo Bryce Echenique, el gran narrador peruano que acaba de ganar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.

Es importante recordar esto de una vez: Bryce Echenique es un gran narrador y, suene como pueda sonar esta aclaración, las acusaciones de plagio en su contra no tocan una sola vez a su obra narrativa: todas tienen que ver con artículos para periódicos o revistas, cuya redacción es una tarea habitual de gran cantidad de escritores latinoamericanos pero no suelen ser lo mejor de la obra de un escritor y ciertamente no lo son en su caso (la lista de esta página, redactada en 2008, muestra treinta acusaciones, relacionadas con otras tantas publicaciones entre 1996 y 2007; actualmente sólo una porción de ella sigue en discusión en tribunales).

Las declaraciones con las que Bryce Echenique se ha defendido durante años; los “errores” atribuidos a su secretaria, sus menciones de misteriosos “ladrones y hackers”, todo es tan estrambótico que no puede creerse. Todo suena a excusas: a las que inventaron aquellos plagiarios comprobados que mencioné previamente, y que simplemente parecen asustados al verse cogidos en falta, enfrentados a un juicio condenatorio que ellos mismos podrían haber hecho en otras circunstancias, y orillados a reaccionar de manera cada vez más absurda para no confrontarse, al menos, con ellos mismos. Esto no prueba absolutamente nada, por supuesto, pero el caso ni siquiera me parece interesante en relación con la justicia o injusticia del Premio FIL, que es como se suele discutir ahora. Al contrario, lo que más me intriga es la parte íntima del asunto: el pensamiento detrás de los hechos. ¿Qué pasa por la cabeza de este plagiario, si plagiario es? Es un problema dramático: de creación de personajes.


Sin conocer las circunstancias de su vida ni sus finanzas cotidianas, que pueden ser respectivamente caóticas y apuradísimas como las de la mayoría de los escritores, parecería que Bryce no tenía por qué hacer lo que –posiblemente– hizo. Y mucho menos tenía por qué hacerlo tantas veces (¿habrán sido treinta, en verdad, o al menos las dieciséis o diecisiete de otros conteos?). Es un escritor importante, prestigiado, que en los años noventa ya tenía un sitio en las letras en español, y además se lo había ganado en una especialidad en la que jamás, como ya dije, se le ha reprochado nada. No puede haber sentido la codicia que anima a algunos plagiarios sin talento: la mezcla de arrogancia, envidia y desprecio por el que escribió tal pasaje que se corta y se pega; y tampoco parecería haber convertido el copiar y pegar en una compulsión, como se ha visto en casos célebres de plagiarios patológicamente inseguros. (Bryce ha escrito y publicado, después de todo, mucho más que treinta artículos.)

La impresión que me queda es otra: más que de una emoción intensa, como la envidia o la inseguridad, me parece de despreocupación. En un cuento el argumento podría ser éste: abrumado por compromisos numerosos, el protagonista puede encargarse de una porción menor de su trabajo con descuido e indiferencia. Si escribir novelas es su orgullo y su gran logro, tal vez despachar  los artículos cotidianos le parezca algo que no merece demasiado tiempo, demasiado esfuerzo. Tal vez, si en un momento de gran apuro se siente forzado a copiar del primer texto que se encuentra, y si ese fraude desesperado pasa inadvertido, puede decidir que de vez en cuando no está mal hacerlo: que no pasa nada y que lo importante está en otro sitio. Sin malevolencia, sin una fijación morbosa: por la mera prisa y sólo cuando realmente no tiene otra alternativa. Un error pequeño. Un error que lo avergüenza cuando piensa en él, pero esto no ocurre con frecuencia. Y entonces llega la primera denuncia. ¿Cómo enfrentar que algo tan nimio, porque es realmente nimio, comprometa un prestigio ganado durísimamente? ¿Cómo aceptar que una equivocación tan pequeña pese más que aciertos enormes y numerosos?

No sé si este caso –el de un error trágico: un defecto que pierde a un hombre en general bueno– será el de Alfredo Bryce Echenique. Su obra mayor: Un mundo para Julius, La vida exagerada de Martín Romaña, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz…, tendría que sobrevivir al escándalo, pero tal vez termine por volverse problemática: por quedar ligada siempre, de manera incómoda, a algunas circunstancias de su creador.

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