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Sandra Lorenzano

15/03/2015 - 12:03 am

¿Adónde vas?

“Voy al negocio, a buscar a papá”. Ésa fue la respuesta que mi abuela, a sus ochenta y tantos años, le dio a mamá una mañana de otoño. Mi madre había escuchado cómo se cerraba la puerta del departamento de la abuela (pegado al de ella) y se asomó a ver qué pasaba. “¿Adónde vas, […]

“Voy al negocio, a buscar a papá”. Ésa fue la respuesta que mi abuela, a sus ochenta y tantos años, le dio a mamá una mañana de otoño. Mi madre había escuchado cómo se cerraba la puerta del departamento de la abuela (pegado al de ella) y se asomó a ver qué pasaba. “¿Adónde vas, mamá?”, le preguntó.

“Voy al negocio, a buscar a papá”, contestó esa mujer llegada desde Odessa a Buenos Aires a los nueve meses, con sus jóvenes padres, Fanny y León Paley, quienes huían de los pogroms y las persecuciones. Cuenta la leyenda familiar que cuando arribaron a este otro lado del Atlántico sólo hablaban ruso, y que aprendieron idisch para comunicarse con los otros inmigrantes judíos. Como en todas estas historias es difícil saber dónde está la verdad. Lo cierto es que así creció mi abuela Luisa, entre tres lenguas, y en el Once, el barrio en el que vivió toda su vida. Estaba orgullosa de ser porteña y cantaba los tangos más reos con un brillo pícaro en la mirada: “Garufa, pucha que sos divertido. Garufa, vos sos un caso perdido…”. “Cuando era chica, me lavaban la boca con jabón si me escuchaban decir una mala palabra”, nos contaba riéndose. Pero siguió cantando, llenando la cartera de caramelos Sugus para que los descubriéramos los nietos, y pintando con colores alegres y vitales. Su madre había muerto a los cincuenta y tres años de cáncer de mama, una enfermedad que ha marcado a todas las mujeres de la familia: a la bisabuela, a la abuela, a sus hermanas, a las primas de mi mamá y ahora a mis primas. Es una maldición escondida en algún par de genes. Mi abuela pensó que ella iba a morir a la misma edad que su madre; cuando despertó al día siguiente de su cumpleaños número cincuenta y tres, supo que de ahí en adelante todo sería un regalo de la vida. Y decidió salir a comprar óleos y telas y dedicarse a lo que siempre había querido: la pintura. Vivió treinta y tantos años más, pintora, tanguera y siendo la mejor cocinera de comida judía que ustedes puedan imaginar: kreplach, gefilte fish, arenque, borscht… Hacía que la mesa fuera siempre una fiesta.

Un día nos llamó la atención que hiciera dos veces la misma pregunta. Otro día se olvidó dónde había dejado las llaves; otro no prendió la radio ni se preparó el mate que tomaba todas las mañanas; otro más ya no reconoció a su nieto mayor, después tampoco a sus hijos…

Como en la película Still Alice que acabo de ver. Julianne Moore se luce como actriz,  pero yo quedé destruida. ¿Quiénes somos sin nuestros recuerdos? ¿En qué nos convertimos?

En Still Alice, como en Iris -la película sobre la gran escritora Iris Murdoch-, las protagonistas trabajan con las palabras. Murdoch, académica y pensadora formada en las universidades de Oxford y Cambridge, Alice profesora de lingüística en Columbia.

Esta última es un personaje de ficción, inspirado en los múltiples casos que conoció o estudió la neurocientífica Lisa Genova, autora del libro que le sirvió como base a los directores Wash Westmoreland y Richard Glatzer. Iris, por su parte, es una persona real, filósofa y narradora, nacida en Dublín, transgresora y crítica, autora de veintiséis novelas, considerada una de las más importantes escritoras británicas del siglo XX, ganadora, entre otros reconocimientos, del Booker Prize y de la Orden del Imperio Británico, amante de Elias Canetti en su juventud, especialista en Jean Paul Sartre, etc., etc. Esto que sabemos nosotros de Murdoch, ella lo fue olvidando hasta haber perdido totalmente su vida –su pasado y, por lo tanto, su futuro- en los abismos de su propio ser.

Yo que amo las palabras, he imaginado mi peor pesadilla tal como la muestran los dos films. ¿Les ha pasado? En un salón de clases o en una sala de conferencias hay un término, un concepto, el título de un libro, el nombre de un autor, al que has leído, trabajado, analizado, que de pronto desaparece de tu cabeza. Sabes que tendría que estar en algún lugar del cerebro, pero no lo encuentras. Black out. El entrenamiento, la experiencia, las lecturas que has hecho a lo largo de la vida te permiten salvar la situación. Pero no por mucho tiempo. “Preferiría tener cáncer”, dice Julianne Moore en uno de los momentos más desgarradores de una obra en el que el tema del Alzheimer se muestra con agradecible sobriedad.

En el “top ten” de mis terrores y obsesiones está esa imagen. Ese vacío que empieza a borrarme poco a poco.

“¿Adónde vas, mamá?” “Voy al negocio, a buscar a papá”, contesta mi abuela –viejita ya, encorvada, sin peinar, con su infaltable cartera colgada del brazo-, cuarenta años después de la muerte del buen León Paley.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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