Sandra Lorenzano
“Las historias propias y ajenas que se van cruzando en el relato construyen una conmovedora red de recuerdos, dolores y solidaridades”.
Allí están, Simone y Rocco (encarnados por Renato Salvatori y Alain Delon) como una suerte de Caín y Abel de la posguerra, enfrentados por una mujer, Nadia (Annie Girardot), la María Magdalena de la historia.
Dicen los estudios que solemos vincular al agua nuestros recuerdos más felices, que mirándola, o sumergiéndonos en ella algo se activa dentro nuestro. Mi a-islamiento se vuelve entonces íntima celebración de paz, de luz, de alegría.
Fina García Marruz compartió lecturas y conversaciones con su esposo, Cintio Vitier, con Eliseo Diego -quien se casara con Bella García Marruz-, con Gastón Baquero, con Virgilio Piñera, con María Zambrano, siempre enamorada de Cuba, y con Wilfredo Lam y René Portocarrero por el lado de las artes visuales.
Él y yo nos saludamos cada mañana casi como hermanos, sabiendo que el otro sabe exactamente cómo nos sentimos: el pacto está sellado para siempre.
En esta isla lo recuerdan con cariño y admiración. Y yo, como tantas veces, siento saudades de una época que no viví, y, como si tuviera seis o siete años, le pido a mi padre que vuelva a contarme la historia.
No es una renuncia al mundo, ni a nuestra responsabilidad ética frente a él, es sólo un modo de recordar que aún podemos conmovernos, abrazarnos en torno a una metáfora, a una imagen, es un modo de recordar(nos) que todavía tenemos algo de humanos.
“Y voy a permitirme un cambio, porque en el poema aparece el año 2005, pero yo voy a decir 2024 porque estamos viendo que hoy ocurre en el mundo lo mismo que ocurría en la España democrática que sufrió el golpe de Estado de 1936.”
Alma es una cronista que se ha enfrentado a múltiples situaciones de riesgo, pero en todas ellas, y más allá del miedo, se ha tomado tiempo para la investigación, ha convivido con la gente, se ha emocionado con y por ella, por esos otros desconocidos, que se han vuelto siempre parte de la propia vida.
El bolero atraviesa cualquier brecha generacional y todas las clases sociales. Basta ver el público que va hoy a los conciertos de Luis Miguel: abuelas con sus nietos, parejas sesentonas que recuerdan tal vez su primer baile, grupitos de adolescentes fresas, todos cantando a voz en cuello.
La crueldad de los regímenes autoritarios es que no sólo torturan y asesinan a quienes defienden valores contrarios a los suyos, valores éticos como la libertad, la igualdad y la justicia, sino que les roban su propia muerte, impidiendo que sean sepultados con la dignidad que merecen.
El exilio es también la opción estética del que prefiere ubicarse más allá de las fronteras, sean estas geográficas o genéricas (de géneros sexuales y literarios). Ser exiliado es entonces buscar la libertad de creación por fuera de cánones y hegemonías impuestas.
Hay algo allí que bordea el horror y la perversión, pero que elige quedarse del lado de la celebración de la vida; con el cuerpo marcado, con la extrañeza ante sí mismos y ante el mundo, pero con la posibilidad de reinventarse.
Lo que sí es nuevo es que la literatura que se escribe de aquel lado del Atlántico se ocupe de estos temas. O vamos a decirlo mejor: hay un número importante de escritoras latinoamericanas que viven en España, que son migrantes ellas mismas, y que -como las activistas que vemos en el performance- también han decidido visibilizar las situaciones de precariedad que sufren las mujeres.
Marian Anderson y Florence B. Price supieron, como tantas mujeres segregadas y violentadas a lo largo de los siglos, que son las redes de cuidados sororos las que nos protegen y salvan.
El resultado es, como en todos sus trabajo anteriores, éticamente impecable, siempre comprometido con la desgarrada realidad del país, pero desde un lugar respetuoso y delicado.