LECTURAS | Nada se pierde en la “Literatura Universal”, de Sabino Méndez

19/08/2017 - 12:03 am

¿Puede escribirse un libro usando las mejores palabras de los grandes escritores de la literatura universal? “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo prefiero jactarme de los que me ha sido dado leer”, cuentan que dijo Borges. Y justamente ése parece haber sido el punto de partida de esta extraña y maligna novela.

Ciudad de México, 19 de agosto (SinEmbargo).- Cárdenas, Simón y Valls se conocen en un colegio de curas del tardofranquismo: son los más díscolos de entre todos los alumnos díscolos. Procedentes de entornos muy contrastados, sus complicidades y entusiasmos se enfocan hacia los libros, el rock, las películas y las drogas. De Barcelona a Madrid, previo paso iniciático por las Baleares, el trío y sus demás compañeros crecen al ritmo de sus respectivas ambiciones y de la necesidad de ganar dinero. Pero todos ellos comprobarán de una manera inesperada cómo la palabra escrita les persigue de un modo sólido, decisivo y diabólico a lo largo de toda su vida.

Sabino Méndez nos ofrece en Literatura universal un festín de arte y escritura, una parodia de novela generacional, una reivindicación de la lectura sensible y apasionada. Una apología descarada de la copia, a la vez que una defensa del orgullo y la utilidad de la escritura. Un estilo indiscutible que se manifiesta tanto en la estructura como en la utilización de la lengua; una verdadera prueba de vitalidad literaria.

Este libro confirma que Sabino Méndez ha llegado para quedarse, y eso es una buena noticia. Foto: Especial

Fragmento del libro Literatura universal, de Sabino Méndez, publicado con autorización de Anagrama

Primera parte

Vida carnal

Nada se pierde para siempre. Nada. Repetid con decisión (es importante): nada. La memoria guarda en su seno tesoros que ignoramos y que crecen, se expanden y brillan mejor entre el polvo y la oscuridad.1 Un día, un visitante ocioso recorre con el índice polvoriento la estantería en busca de un libro determinado y he aquí que el milagro sucede una vez más. Su atención, atraída por otro volumen que descubre inesperadamente, olvida cualquier proyecto inicial, y la bibliotecaria del mostrador ve pasmada cómo se pide en préstamo un libro que no ha sido solicitado en años.

Pocas semanas antes de que yo descubriera una verdad tan simple como ésta, diversas muertes y otras deserciones en el entorno de mis allegados provocaron un momento de soledad inmensa, oceánica, que, sin duda, de alguna manera agrietó al caparazón de olvido que garantizaba mi supervivencia y mi cordura. La fisura no fue grave, pero por ella empezó a escapar una emanación asfixiante de escritura. Hacía poco que uno de los desaparecidos me había dicho de una manera ladina: no escribimos mejor porque probablemente no somos mejores. En los últimos años, yo había visto cómo muchos de mis jóvenes amigos se dejaban el vigor y la obsesión (la salud, al fin y al cabo) en comprobar la veracidad de ese aserto. Ver cómo se disgregaba la vitalidad y la convicción entre los que más quiero, con toda seguridad ayudó a agrandar las dimensiones de esa grieta.

El proceso de esa quiebra, de esa revisión inesperada, se completó en París –lo recuerdo perfectamente– hace poco más de un año. Leía por entonces a Bolaño, a Juan José Saer y a otros seres queridos. Conservo con extrema nitidez esos días en la memoria: las horas, el color del cielo y la temperatura de las noches. Acababan de hacerme una felación estupenda, cariñosa, audaz, pícara, sofisticadísima, sugestiva; un poco actuada y, a la vez, muy sincera, entre sábanas que parecían carísimas e impolutas, rodeadas de cortinajes que dejaban transpirar la luz gentil del despertar del crepúsculo.

¿Qué más puede pedirse? Todavía la guardo, archivada en mi recuerdo, como una de las mejores de mi vida. Después de ese momento infinito, junto a un Sena que rebosaba vitalidad y hermosura, pleno de juventud nocturna, mi agradable compa- ñera y yo –limpios, duchados, vestidos aún a medias con la ropa interior– notamos un breve momento enfermo de vergüenza y miramos a la noche suave y dulce de pie ante los visillos de la habitación de hotel. Y frente al vacío enorme que nos abandonaba, si poco comprendíamos, aún menos sabíamos qué podíamos transmitirnos. La melancolía, la ternura y el cariño no por ello dejaron de estar presentes, y las siguientes horas continuaron siendo estupendas.

2

La lejanía en el tiempo, que se extendía ante nosotros y a nuestras espaldas, pertenecía al adjetivo distante, como la segunda palabra estampada en la cubierta del modesto libro azul escrito por Bolaño que yacía sobre el escritorio al lado de la mesita de noche de nuestra habitación de hotel. Recordé entonces que Bolaño acababa de morir. Había sido hacía poco, unas semanas atrás, en pleno verano, y yo me había enterado al abrir una mañana el periódico, estirado en el césped junto a la piscina.Supe entonces que si conseguía contagiar al tacto ese tejido mental de erotismo y muerte que nos anima como autómatas, quizá hubiera hecho algo.

Si voy a contar cómo fue, no será, pues, tanto por amor a la historia como por el placer de contarla. Ahora sé que nada se transmite de una manera óptima como no sea infectándolo por contigüidad. Es el placer de tejer –aunque sea por dinero– todo ese mundo de caricias empapadas sobre vulvas arrodilladas en la misma hora que los enfermos duermen fatigados por la noche; hora de dolores que despiertan en medio de la oscuridad, de aire suave sobre la piel y de palabras. Todo ese mundo de, al fin y al cabo, miedo, compasión, dolor, bondad, violencia y erotismo.

Cuando mi dama y yo bajamos del hotel ya era de noche, y los restaurantes abrían sus fauces para tragarnos con un hambre simétrica a la de nuestro ejercicio. Paseando por una acera mojada y tibia, hablamos de esas últimas lecturas que reposaban sobre la mesita de noche. Me preguntó por Bolaño y si le había conocido.

–Sí –contesté–. Le conocí tarde y poco. Ya mayores. Dos años antes de que muriera. Le acompañé charlando a tomar un tren. Nos rozamos apenas. Fue una sorpresa ver que nos entendíamos muy bien a causa de una banalidad. Una afición común.

Ella hizo burla de las expresiones ceremoniosas, como siempre hacía, y tardó un poco en preguntar qué pequeñez provocó ese entendimiento. Por eso, cuando contesté, la respuesta ya había empezado a crecer dentro de mí:

–Una bobada. La música rock.

3

Y entonces, del hervor de las evocaciones se desprendió y ascendió una burbuja, un gas envenenado de escritura y cazadoras de cuero.

¡Cómo le gustaba el rock a Bolaño! La burbuja ascendió, se abrió como una flor, y el tráfico y las luces de los coches se detuvieron. Las bocinas dejaron de sonar y, de golpe, la brisa ya no soplaba. Fue como si la burbuja hubiera golpeado y partido en dos una campana enloquecedora de ruido y voces que me acompañaba siempre allí adonde iba. Como si quien arbitra la Totalidad (si es que furriel de tal responsabilidad existe) hubiera decretado un momento de intermedio total en la partida de la vida. En medio de ese silencio repentino que nos detuvo –a mí y a todo lo que me rodeaba– empezaron a fluir, como murmullos, viejos sonidos de una dulzura y una naturalidad largamente olvidadas, que acallaban las zopencas voces y las ensordecedoras e incesantes estridencias que me habían rodeado los últimos años. Los fantasmas de esos recientes desperfectos, sólo por el poder diminuto de las burbujas que ascendían, fueron desintegrados de golpe. Repentinamente, tuve la confirmación tan buscada de que, de una manera verídica, en algún momento había existido una cercanía al blanco; un instante de selva virgen incontaminada que a través de esos murmullos llegaba a mí directamente. Una prueba irrefutable de que el jardín fue en algún tiempo simétrico y sus colores, limpios y recién estrenados. A la pequeña pompa siguió otra, y otra, y sus eclosiones en la memoria fueron cada vez mayores.

Sí. Era un cambio de clase inesperado, una escalera pequeña y retorcida que, como esa burbuja del recuerdo, ascendía y ascendía hasta las alturas del colegio de monjas que me acogió entre los cinco y los siete años. Alguien me lleva de la mano y me abandona en una amplia buhardilla, junto a seis o siete chiquillos más, al cuidado de una monja pequeña y anciana, arrugada como una pasa. Ella está sentada y yo de pie. Me acerca hasta ella suavemente y mi cadera toca su muslo. Huele a asepsia fresca y viste un luminoso delantal de minúsculas rayas blancas y azules. Tocándome, casi acariciándome, me muestra un cartón desplegable y, a partir de ese momento, se abre un paréntesis de infinito. Descubro que una consonante y una vocal repetidas forman el nombre de mi madre, descubro la maravillosa cualidad matemática de la combinatoria de sonidos y letras. Estoy totalmente absorto, absolutamente concentrado, fascinado por las inesperadas posibilidades.

Cuando en el futuro llores, cuando la vida duela sin consuelo, evoca con toda la fuerza de tus tripas, diafragma y diccionario los significados que las palabras vitalidad, risa y deseo llevan a lomos. Una eme verde se aparea con una A roja por dos veces y, súbitamente, allí está lo que más amamos de nuestro mundo. Cuando la letra roja y la verde se junten por dos veces, seguirás viendo en todo su brillo un mobiliario interior de dicha, tranquilidad, líquidos suculentos y buenas digestiones.

En esas peripecias y acciones simples es donde los poetas alcanzan admirablemente su propósito. Por eso, años después, para mí no será de ninguna manera descabellada la audición coloreada de Rimbaud. Es evidente que la letra eme es verde. Nadie puede dudar que mi primera consonante es color grana. La hache es de un opaco color ala de mosca; la ce, de un coqueto anaranjado. Y en el fulgor de esa media naranja coqueta se encuentra la luz estridente de mañana soleada que rebotaba en el parqué de aquella buhardilla, el cielo claro afuera, la nota sedante del refugio del mandil. El polvo, escaso, brillaba en suspensión en la atmósfera de aquella estancia y, reflejándose ahora en múltiples caras hacia el interior de mi cerebro, me dice que toda esa constelación de luces hace posible comunicarnos ahora mismo.

4

Dándole vueltas a ese recuerdo, tuve entonces la certeza de que, en algún momento de su infancia, Bolaño debía de haber vivido un momento de iluminación parecido. Las viejas cazadoras de cuero se unieron a las letras y regresé aturdido de aquellas profundidades. Creo que es el momento de confesarlo: desde pequeño he tenido visiones. Sin embargo, por la época que estoy relatando hacía ya muchos años que no tomaba drogas. Mi compañera debió de notar algo y dijo una frase novelesca:

–¿Qué pasa? Parece que hayas visto un fantasma. –…

–¿Por qué te callas? ¿He dicho algo malo?

Contesté que no. Comprobé con suavidad el tacto tranquilizador de las llaves del Audi en el bolsillo y le propuse ir a cenar algo a buen precio en la brasserie del Hotel Lutetia o acercarnos a tirar un paquete de Gitanes por encima de la valla del 5 de la rue Verneuil. Miré su rostro hermoso, afilada su atención por la oxigenación del deporte que acabábamos de practicar, y sentí claramente que en el borde de todos los cálices colmados de vino triunfa, cincelada, una secreta verdad que debemos saborear.

Como seguía mirándome con curiosidad, le sonreí y, usando un tono zumbón para que no supiera si hablaba en serio o en broma, asentí:

–Sí. Puede decirse que he visto fantasmas. Pensaba en un tejido mental muy impreciso. Algo muy difuso, hecho de misterio. Sólo sé llamarlo vitalidad, y pretende preguntarse sobre si la vida y la escritura serán verdaderamente, como quieren algunos, inservibles.

5

Decir que Bolaño debió de vivir alguna vez un momento de revelación parecido es fácil y efectista, pero también puede ser sencillamente deducible si usamos lo que conocemos de la vida humana. Pero eso, en caso de que sucediera alguna vez, fue mucho antes de conocerle (a veces tan dulce y tranquilo con su chaquetón de cuero negro, a veces tan seco y rabioso, preparado para morir). Debió de pasar en un tiempo muy lejano, mucho antes de que lo tuviera tangiblemente ante mí y habláramos de rock y libros.

Yo también había descubierto el rock veinticinco años atrás, y el día más recordado de esa época de descubrimientos era una jornada amable de principios de un mes de abril. En el norte, debían de estar las ciudades y el país de los hombres cimerios, siempre envueltos en bruma, que el sol fulgurante desde arriba jamás con sus rayos mira.1 Aquí, en el sur, los caminos silvestres estaban llenos de ginesta, sabina y tomillo que perfumaban la alfombra de pinocha mediterránea. En las cunetas de las carreteras, las adelfas brotaban en todo su esplendor. En los jardines privados, las bienonias, las buganvilias y otras especies importadas regurgitaban todo el color y el verde del que habían hecho acopio durante los meses anteriores. El arroz de las paellas, que había montado guardia en sus cuarteles todo el invierno, esperaba ahora su momento para ofrecerse, táctil, al diente afilado. En algún lugar, lo huelo, había laurel y espliego. Seguro que por todas estas razones era por lo que mi ánimo salivaba, pero principalmente (lo pienso ahora) debía de ser porque yo tenía dieciséis años.

Por aquellos días, los pantalones se estrechaban audazmente en las pantorrillas. Jóvenes con el cabello teñido de color naranja se paseaban por Times Square, y, más que nunca, parecía que el futuro se echaba encima de lo que todo el mundo daba en llamar el presente. Cárdenas y Paco Valls, compañeros de estudios dos años mayores que yo, pasaron a recogerme por mi casa en una máquina descapotable y reluciente como las que sólo se veían en revistas remotas y extranjeras. Les pregunté de dónde la habían sacado.

–Camarada Sáenz Madero, no haga preguntas –dijo Cárdenas–. En la guantera hay una caja de Davidoff, un aroma encapsulado que usted no debe abandonar este mundo sin probar. En la bolsa de plástico que está a sus pies hay un vino blanco cuyo nombre va a tardar años en aprender a pronunciar correctamente. No hay tiempo que perder. La vida es corta y el saber largo. Le llamo camarada porque ahora mismo vamos a la playa a fundar una célula comunista para nuestro colegio salesiano. El padre prefecto se va a poner como una mona.

Dije que había hecho todos los esfuerzos por leer a Carlos Marx, pero que todavía no había entendido nada. No importa, contestó, estamos apasionadamente del lado del signo de los tiempos. Suba ahí atrás, al salón de los suspiros, no pise la botella y estudie durante el viaje las manchas que adornan por detrás los respaldos de nuestros asientos: cuidado, es semen reseco.

Este tipo de afirmaciones sabía que me impresionaban porque, aunque acababa de desembarazarme de la virginidad, todavía me preguntaba si podían ser groseramente verdaderas. Ellos, cuando yo pretendía investigarlo, se hacían pasar sabiamente por tontos. De una manera precavida les había hecho aparcar lejos de las ventanas de mis padres. La máquina arrancó con mucho ruido de tornillería: era un Renault Caravelle ya viejo en cualquier parte del mundo menos en aquel país polvoriento que acababa de salir de una dictadura. Atravesó la calle reluciente y abandonamos el barrio que se extendía por un extrarradio de Barcelona allí donde la ciudad acababa al pie de unas montañas suaves. Trazando un gran arco que sorteaba por carreteras secundarias los barrios obreros, fuimos a enlazar con la vía principal que, bordeando el mar, subía hacia el norte, hacia Francia y hacia otros países prometedores, civilizados y lejanos.

6

Nuestro amigo Cárdenas es muy rico, dijo Valls –de quien sólo podía ver un trozo de melena y medio cristal de sus gafas de sol girándose–, no me digas que no. Cárdenas, que lo escuchó perfectamente desde el volante porque en aquel descapotable ruidoso no quedaba más remedio que hacerse oír a gritos, le miró con media sonrisa agresiva y sus miradas se cruzaron por un momento, felices del vigor de su propio odio. La expresión de esa felicidad fue un buen gruñido de la caja de cambios y un acelerón que casi acaba con el tubo de escape renqueante. Un infiel con gorra de tergal tuvo que apartarse a la cuneta para salvar la vida y su velociclo.

Había conocido a Cárdenas y a Paco Valls en el colegio hacía algo menos de seis meses –un lapso de tiempo que, a esas edades, parece una eternidad–, y no hacía falta que nadie me anunciara su riqueza. Sólo necesitaba fijarme en su aspecto: cortado el pelo al ras sobre los hombros, seguían la moda usando tejidos aparentemente comunes pero de una calidad más refinada que anunciaba a gritos sus posibilidades adquisitivas en las tiendas más caras de la ciudad. Defraudaban así lo justo aquellos esfuerzos igualitaristas de la época, con aire deportivo y estudiado desaliño indumentario. Para aquel año, Cárdenas vestía las intenciones progresistas con la misma entera discreción con que años después llevaría las corbatas Charvet o los zapatos a medida de Savile Row. Su familia dirigía, palmo más, palmo menos, el destino de todo el petróleo, bruto o refinado, que se distribuía en una zona de casi seis millones de habitantes. Varios parientes suyos se apuntaban mutuamente a la cabeza desde los consejos de administración de esa red de distribución. Por lo menos una vez, yo había visto de pasada a su padre cenando solo en el comedor del ático de dos pisos en el que vivían. Fue en una ocasión en que Cárdenas me hizo subir a su habitación para enseñarme unos discos. Nos saludó con un gruñido: un hombre oscuro, moreno y fastidiado.

El origen de la fortuna familiar de Paco Valls, en cambio, no estaba tan claro. A los dieciocho años, hablaba ya varios idiomas, y si no aprobaba su última oportunidad en los exámenes de ese verano, había hecho saber que le esperaba –en el peor de los casos– un puesto de traductor en una oficina europea de la UNESCO. No creo que su familia tuviera menos dinero que la de Cárdenas, pero las pullas que siempre le lanzaba sobre el tema (y que nunca funcionaban en sentido inverso) creo que tenían que ver no tanto con la fortuna de sus respectivas familias como con el poder en bruto, poder decisorio sobre la vida de otras personas, al menos en aquellos momentos. De la presentación indumentaria de ambos emanaba discretamente la idea de que el placer es el objeto, el deber y el fin de todo ser razonable.

7

Aquellos dos monstruos tenían intimidadas, de un modo que no llamaría físico sino mental, a las cinco clases de todo un curso de la misma edad. Sus notas dejaban mucho que desear, pero, acostumbrados a los matones que torturan por pura envidia a los alumnos más brillantes e indefensos del grupo, fue una agradable novedad ver cómo Cárdenas y Valls los dejaban en paz –prácticamente ignoraban su existencia– y desplegaban un afinadísimo arte en machacar con burlas descarnadas a los individuos que ellos, en su inexplicable complicidad, consideraban grotescos y de mal gusto. Fue cuestión de tiempo que chocaran, por algún matiz de ese tipo, con uno de los primates que en los años anteriores nos había zarandeado a todos en alguna que otra ocasión. Era un ejemplar simiesco, de desagradable hirsutismo en el cogote, que aseguraba conocer todas las películas de artes marciales de la época y practicarlas en privado. La corpulencia de Cárdenas y su mirada helada, perpleja, implacable y dura redujeron en menos de sesenta segundos al primate a la inoperancia en el primer día de un nuevo trimestre junto a la pista de frontón. Instantáneamente, le hizo saber sin una palabra –y todos, no sé cómo, nos dimos cuenta de una manera gestual, sin un solo sonido– que no iba a haber ninguna pelea porque sería ridícula y, además de ridícula, en caso de darse, la perdería el primate. Todo aquello fue admitido como el signo inequívoco de que estábamos creciendo, y la pareja aumentó su popularidad pero no por ello aflojó en su tiranía.

8

Yo llegaba al colegio por la puerta de atrás, caminando, como hacían aproximadamente la mitad de mis compañeros. El resto del alumnado desembarcaba por la puerta principal a bordo de dos autobuses que los traían de diversas partes de la ciudad. En ese tránsito trashumante de la puerta trasera, a la que se accedía por un pequeño camino entre los campos que desembocaba en una escalera de barandilla metálica llena de piteras, hice mis primeros amigos. Oscilaban entre el melancólico agudo –un ser condenado de antemano, incapacitado para ver las vigorosas ventajas de que tus padres no puedan permitirse pagar el transporte escolar (ventajas como atravesar campos de labor en las orillas de la ciudad, probar tu puntería con las farolas o no tener que pedir permiso para ir al lavabo)– y el enhiesto y vigoroso muchacho que quería superarse a sí mismo para terminar siempre pendiente de saber la nota del compañero por encima de su hombro. La sumisión precoz, su aceptación temprana de aquel mundo futuro que les marcaba lo adulto (una concepción de la obediencia que incluye el sacrificio del intelecto), me separó pronto de mis compañeros.

Exteriormente, nadie notó nada. Era un solitario que no quería estar solo más que a ratos: los ratos que marcaba mi soberanía. Íntimamente, una pequeña voz me decía que aquello no podía ser todo, tenía que haber algo más.

Leía con minuciosidad de apasionado todas la revistas, oficiales y marginales, culturales y contraculturales, que se escribían por la época. Conocía apasionadamente todas sus firmas y sus rincones, sus más pequeños escritores de fondo. Detectaba la aparición de cualquier teoría nueva o nuevo seudónimo, y las noticias del mismo tipo de sus homónimas francesas, inglesas y americanas que pudieran caer en mis manos. Las alemanas eran, para mí, desgraciada y góticamente indescifrables.

El efecto de todas esas publicaciones en mi soledad gozosa empezó a notarse exteriormente sin que yo me diera cuenta apenas. Me peinaba de manera parecida a los protagonistas de remotas fotos y siempre llevaba bajo el brazo alguno de los discos o libros que descubría en sus páginas. Un día, cuando desde esa puerta trasera atravesaba los campos de deporte hacia clase –llevando bajo el brazo los discos que pensaba aportar a una fiesta para impresionar a quien pudiera–, pasé por delante de Cárdenas y Valls, que se sentaban en la barandilla de hierro para observar a los que llegaban. Oí su conversación exactamente porque ellos quisieron que la oyera.

–Qué moderno –decía Valls.

–Muy moderno. Definitivamente moderno. Uy –asentía Cárdenas (o sea que decía que sí, pero con una indudable sorna).

Apenas tuve tiempo de que el asador de mi horno mental girase doce veces, pero por instinto me apliqué a cortar el rubor que ya subía. No recuerdo si lo conseguí, pero sí sé que me obligué a pasar caminando muy despacio y muy cerca de ellos para devolverles la mirada con un ceño despreocupado y despreciativo que, debido a los nervios, me salió más afectado de lo que yo quería. Para mi sorpresa, mi bien medida –aunque probablemente mal ejecutada– reacción los desconcertó más de lo que imaginaba, cosa que parecía imposible en aquellos dei ex machina escolares.

Aquel día brillé especialmente en clase. Mis exposiciones, que casi siempre conseguían las mejores notas, estuvieron acompañadas además por una especie de seguridad distanciada, displicente. Luego supe que Cárdenas y Valls habían pedido que les pasaran algunas de las caricaturas de los profesores que yo dibujaba, para verlas con detenimiento fuera de las horas de clase.

Mi facilidad, desde pequeño, para el dibujo, para la música, para imaginar historias y darles apariencia de verosimilitud siempre me había resultado un misterio, y la hubiera cambiado bien gustoso por el tobillo diestro que permite el gol, placer que nunca pude conocer por mucho que me ganara un puesto de suplente en la defensa del equipo de fútbol. Pero lo cierto es que mis invenciones, en cambio, interesaban a todo aquel que las veía, como si hallaran en su elaboración un misterio indescifrable, un misterio que para mí no era tal, pues me parecía una capacidad de lo más natural del mundo. No había conocido otra cosa en el ámbito de mí mismo. 9 Supe ya de muy joven que tenía el genio de la lengua. Era un don para mí modesto pero inexplicable, gratuito, de ancha mirada,1 que se mostraba como una facilidad para expresar en palabras vivencias genéricas, comunes a todos los hombres. No supe muy bien nunca qué hacer con ese don, ni nunca supe por qué lo tenía. Mucho menos aún, cómo ganarme con él la vida u ordenarla, pero ese desconcierto jugó a mi favor porque, en un principio, no supe cómo ponerlo al servicio de nada y eso me libró de un futuro de vergüenza. Durante mucho tiempo, todas las palabras de las que me enamoré fueron sinceras. Por tanto, puedo entender otras opiniones al respecto, pero, para mí, el universo y la creación no empezaron hasta las seis horas y dieciocho minutos del 16 de septiembre de 1961, fecha de mi nacimiento. De la misma manera, la era de las grandes civilizaciones tampoco empezó hasta que conocí a Julio Cárdenas y a Paco Valls en la primavera de 1977, casi dieciséis años después de mi primer asalto al mundo. Procedíamos de colegios distintos y pertenecíamos a clases sociales muy diferentes.

Sabino Méndez también es letrista de canciones. Foto: Especial 

Sabino Méndez (Barcelona, 1961) es el autor de un ramillete de canciones del rock español que han accedido a la categoría de clásicas. A finales de los años ochenta, en la cima de su fama, abandonó la guitarra eléctrica y el grupo en el que tocaba (Loquillo y Los Trogloditas) para dedicarse exclusivamente a los libros. Sorprendió con su debut Corre, rocker (2000), alabado por crítica y público, al que siguieron Limusinas y estrellas (2003) y Hotel Tierra (2006).

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