ANDRÉS NEUMAN NO SE HACE EL MUERTO, ÉL ESCRIBE

24/03/2012 - 12:00 am

Pocos escritores hay en el universo literario en español como el argentino Andrés Neuman. Preocupada como muchas veces se muestra la generación a la que pertenece (nació en Buenos Aires en 1977) por aparecer en todas las listas, participar en todos los concursos y merendar en cuanto cóctel se organice en su patio, lo de Neuman resulta muchas veces estrafalario: Andrés escribe. Y mucho.

Con destreza olímpica, el autor de Bariloche y Una vez Argentina (ambas finalistas del Premio Herralde de Novela), rema en su propio río de las letras con una confianza en sí mismo apabullante y un modo de explorar todos los géneros posibles, sintiéndose a cada paso, un verdadero escritor.

Como diría el italiano Alessandro Baricco, “sentirse fuerte y libre a la hora de escribir es muy importante para un autor”. “El nuestro es un oficio en el que es necesario sentirse seguro, no es posible convivir con demasiadas dudas y si se puede ejercer en una situación de extrema libertad, tanto mejor”, dijo el de Océano Mar en una entrevista reciente.

El Premio Tusquets de Novela, el español Rafael Reig, asintió a su modo: “Cuando estás frente a la máquina de escribir tienes que tener una vanidad sin límite. Si no, ¿pa’ qué? Yo tomo carrerilla sólo para hacer algo comparable con Kafka o Joyce. Esos sueños de grandeza que te incitan a pensar: –Mmm, hoy es jueves, ¿llamarán de Suecia este año?”.

Este verdadero hombre de letras que es Neuman no sólo nos regala ficciones extraordinarias como El viajero del siglo, que le valió en 2009 el Premio Alfaguara, el Premio Tormenta y el Premio de la Crítica, otorgado por la Asociación Española de Críticos Literarios, sino también que con cada libro suyo que aparece nos ofrece el testimonio de un escritor en evolución constante.

Para transformar la propia escritura, para hacerla crecer hasta que, como diría Paul Auster, “encuentre su propia desintegración” y sobrevenga con la palabra la ausencia de la palabra, no queda otra más que escribir a lo Neuman: poesía como la de Patio de Locos (Textofilia, 2011), un viaje delirante y provocador por los límites que separan y unen al lenguaje poético con la locura; Hacerse el muerto, el extraordinario volumen de cuentos publicado en 2011 por Páginas de Espuma y en la que nos enseña a aceptar lo que nunca aprenderemos: cómo comportarnos frente a nuestro fin inminente o al de algún ser querido; textos deliciosos y raros como el prólogo que Andrés hiciera a los Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga (Menoscuarto, 2004).

Autor también del libro de aforismos y microensayos El equilibrista (Acantilado, 2005), del libro de viajes por Latinoamérica Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 2010) y de una traducción del Viaje de invierno, de Wilhelm Müller (Acantilado, 2003), Neuman escribe con pasión adolescente y con pulso de escritor clásico una obra prolífica y calidoscópica. Y todo lo hace con alegría “taibeana”, ese mandato de Paco II cuando dice “Mano, si no gozas escribiendo, dedícate a otra cosa”.

En esta entrevista exclusiva para SinEmbargo.mx, que reproducimos en parte porque el tiempo otorgado por el escritor propició una charla de casi dos horas, Andrés Neuman también se revela como un muchacho ameno, uno de esos buenos tipos con los que es grato hablar de literatura y de la vida. Aquí va.

SOBRE HACERSE EL MUERTO

La muerte parece ser muy difícil de aceptar, a pesar de todo lo que dicen tantos tanatólogos y algo de eso hay en su libro de cuentos…

–Bueno, creo que la muerte es el único aprendizaje que siempre estamos empezando. La muerte tiene algo de estreno permanente siendo algo a la vez que nunca termina de ocurrirnos hasta que nos ocurre y ya no podemos tomar conciencia de ella. La paradoja de la muerte que me interesa es que es la única razón para amar y gozar. La muerte tiene un doble filo, por un lado es deprimente y dolorosa y por el otro, constituye un acicate hedonista. Me acuerdo lo que decía Monterroso a propósito de que en la literatura los temas eran tres: el amor, la muerte y las moscas. Creo que cuando él se refiere a las moscas, está queriendo decir que cualquier tema secundario u oblicuo no deja de ser una metáfora inquietante del amor o de la muerte. No se puede no hablar de amor y muerte aunque se esté hablando de las moscas.

¿Por qué dice que la muerte tiene que ver con el placer?

–Porque el placer para mí tiene que ver con la conciencia de la finitud. Creo que la diferencia entre el hedonismo y el cinismo es esa. El cínico es un tipo que se olvidó lo fácil que es morir. Y el hedonista es alguien que enfoca el gozo casi como una resistencia desesperada ante la muerte. Luego está la enfermedad, que es la variante monstruosa de la muerte, la muerte en vida. En ese sentido, viví dos experiencias, una muy seguida de la otra, que me marcaron. El infarto de mi padre, que lo tuvo al borde de la muerte, y la terrible enfermedad de mi madre, que se la llevó a una edad delirante, pues murió a los 53 años. Uno se queda huérfano cuando sabe que sus padres se van a morir, cuando comienza a ser padre de sus padres…

Así que creció sin mamá…

–No, mi madre murió hace cinco años. Era muy joven. Su enfermedad no sólo me dejó muy triste sino también muy pensativo. Era una mujer que estaba aparentemente bien, era violinista, un modelo de mujer que yo admiraba mucho, con una vida propia muy rica, muy independiente, para nada doméstica y verla convertirse de un día para el otro en un ser asustado, frágil, dependiente, fue como verla morir dos veces.

Y ese es el origen de Hacerse el muerto

–Sí, como de muchas otras cosas que escribo, pues mi escritura cambió para siempre a partir de ese hecho. Lo que no significa que crea que la literatura deba ser quejumbrosa o fúnebre. La literatura del lamento me cansa y creo que abusa del rol del lector que nos regala una página. El lector no es nuestro psicoanalista. El desafío es hacer algo gozoso, como un libro de cuentos, con esa experiencia dolorosa. Tal vez sea un mecanismo sadomasoquista, pero creo que la literatura abarca el dolor y el gozo en partes iguales.

Su madre era muy joven, usted tiene amigos y colegas de esa edad…

–Es verdad. Lo que ha originado muchos paternalismos a veces molestos y aburridos por parte de mis colegas escritores más grandes. Creo que la edad de un autor es la que tienen sus libros, tantos los que escribe como los que lee y que su edad biológica es totalmente accidental. Y también está la edad de la observación de la vida de los otros. Se trata de un ejercicio de lectura paralelo. La escritura es la sumatoria de todo eso: lo que te puede haber pasado, lo que observaste que le pasó a los demás, los libros que leíste…

Además, la edad no da derechos, aunque parezca lo contrario. Una persona puede haber vivido muchos años y no haber entendido nada nunca…

–Hay dos cosas que detesto por igual, dos fetiches absolutamente empobrecedores. Uno es la sobrevaloración de la juventud y la única cosa que iguala en estupidez esa sobrevaloración es la sacralización de la experiencia vivida. Pienso, por ejemplo, en la crisis económica global que vivimos, que fue producida por personas calvas, la mayoría con corbatas, es decir, la generación que ha jodido la economía del mundo y los trabajos de millones de personas está formada por gente de la que uno diría que tiene mucha experiencia de vida.

Me llamó la atención de su libro es que trata la muerte sin máscaras. Como si se hubiera puesto a escribir Composición, tema: la muerte…

–Bueno, para mí la literatura no consiste en la ejecución de un plan sino en un cambio de plan. Más que a priori, lo que pasó es que los cuentos que iban saliendo eran asedios en distintos tonos y registros a la cuestión de la muerte. Tardé siete años en escribir este libro y la reagrupación fue a posteriori.

¿Y está contento con el resultado?

–No, para nada. Nunca estoy contento. Julio Cortázar, cuyo actual desprestigio no comprendo, dijo alguna vez que todo cuento era resultado de la insatisfacción del anterior. Creo que el verdadero mecanismo estético es ese. El darte cuenta de que no, de que eso tampoco era. Lo que sí, tengo la certeza de que este libro de cuentos en términos de paciencia lo trabajé como pocos en mi vida y que al menos la labor de corrección fue exhaustiva. Contento no estoy, afortunadamente.

Detesto la palabra rescate aplicada a la literatura, pero podría decirse que Hacerse el muerto plantea una recuperación del género…

–No hay nada que me inquiete más que la postergación del cuento con respecto a la novela. Para un escritor, no es obligatorio escribir cuentos, pero lo que me parece inexplicable es escribir cuentos creyendo que de algún modo se trata de una actividad menos importante que otra. La única forma posible de hacer literatura es tomarse cada párrafo como una cuestión de vida o muerte. La poesía es pequeña e inexpugnable, pero el cuento comparte territorio con la novela, que tiene mucho a veces de fenómeno sociológico. Si uno hace el repaso de los escritores que admira, entre ellos casi todos escribieron únicamente cuentos. Nadie se acuerda de la única novela de Juan José Arreola o de la de Horacio Quiroga. John Cheever, uno de mis cuentistas favoritos, también tiene una novela, no mala por cierto, pero casi todos lo recordamos por sus cuentos. Ernest Hemingway, por nombrar a un escritor que me resulta muy antipático, es para mí sobre todo un gran cuentista. Admiro mucho también a Lorrie Moore, que escribió el gran libro de cuentos Pájaros de América y a la que la crítica presionaba para que escribiera una novela. Cuando la publicó dijeron: …y, no es tan buena como sus cuentos.

EL AUTOR CLÁSICO

Si Una vez Argentina, finalista del Premio Herralde en 2003, constituía el abrazo partido de Andrés Neuman a su país de origen, la delimitación de un territorio extravagante pero entrañable, Hacerse el muerto resulta un verdadero artefacto literario, aplicado a un proyecto de largo alcance y muy pensado por su autor.

–Aunque me considero una persona política, creo que el gran compromiso del escritor es con su obra. Con esto quiero decir la escritura en tanto proyecto y cuando digo proyecto, me refiero a que cada página que escribimos o cada libro que publicamos altera, modifica, influye en todo el tapiz de la obra buena o mala que uno construye. Creo que eso implica una responsabilidad, no con los demás, sino con uno. Me gusta ver cómo cada libro que escribo modifica la idea que tenía de mi propia literatura. A eso me refiero con proyecto. En ese sentido, este libro respondía a un objetivo muy concreto que era explorar el registro de la tragicomedia.

¿Cómo es eso?

–Siempre he sido un autor al que le ha interesado el humor y, sin embargo, me encontré con los años más trágicos en mi vida personal. Entonces, mi pregunta fue: ¿Cómo puede resistir el humor, digamos el registro lúdico, el dolor personal? De algún modo, el laboratorio de Hacerse el muerto era ese. ¿Qué reacción química hay cuando juntas el placer del lenguaje con el dolor propio? Creo que todo el libro está atravesado por esa pregunta.

Nunca lo hubiera imaginado tan prolífico…

– (Risas) Bueno, creo que prolífico es una palabra que a veces suena como enfermedad venérea, aunque no siempre. En el caso de que uno fuera un buen escritor, cosa que dudo, me gustaría decir que en la historia de la literatura hay dos tipos de escritores a los que admiro mucho. Por un lado, el autor de una obra corta y muy selecta, como es el caso de Juan Rulfo y por el otro el de una escritura torrencial, inagotable como la de Goethe o el mismo Borges. Entonces, creo, aunque parezca mentira, que hay escritores que no necesitan escribir. Tengo comprobado que hay autores magníficos que no necesitan escribir, lo cual me parece asombroso y casi envidiable. Si no necesitara escribir tanto, tendría mucho más tiempo libre. El problema es que cuando no escribo me siento pésimo, no concibo amar la vida como merece ser amada si no es mediante la escritura. No veo mi obra en términos de producción o cuantitativos. Si uno pasa de una novela de ideas y muy estructurada como El viajero del siglo a un libro de poemas escatológico y divertido como Patio de locos, uno tiene que obligarse a sentir que es la primera vez que escribe, porque los proyectos son tan distintos que los antecedentes no le sirven. Y esa sensación de tirar por la ventana el propio pasado estético y empezar de nuevo con cada libro, me produce un placer inmenso.

Un placer que, debido a la ausencia de los críticos, ha perdido el lector. Ya no se leen autores, se leen libros…

–Sí, es verdad, pero uno como autor debe escribir como si ese fenómeno no existiera. También es cierto, digamos la verdad, es que somos muchísimos autores, hay una cantidad inverosímil de publicaciones y eso hace que el seguimiento más individualizado de un escritor se haga más difícil.

En ese sentido, ¿tiene una rutina de escritura, un método?

–Mi rutina es cavernícola: todo lo que pueda, siempre que pueda. Y mientras no tenga que madrugar, todo está bien.

DE POETAS Y DE LOCOS, TODOS TENEMOS UN POCO

Patio de locos me hizo pensar mucho, obviamente, en Jacobo Fijman, en Leopoldo María Panero, por supuesto en Friedrich Hölderlin… todos poetas con problemas mentales y asiduos visitadores de hospicios…

–Son poetas que me gustan mucho, aunque creo que la locura es algo que debe suceder en la escritura y no fuera de ella. Me interesa que la escritura pueda acotar, mantener, la locura que todos padecemos en mayor o menor medida. Admiro mucho a esa tradición de poetas que me nombras, pero siempre me ha parecido que el verdadero poeta loco es el que parece normal hasta que se pone a escribir. La tradición de la poesía maldita, aun admirándola, ha generado algunos malentendidos sociales, en cuanto a que parece que para ser  un escritor maldito tienes que mear en una conferencia, agarrarte a piñas con alguien…, hacer declaraciones maleducadas, pelearte con tus amigos…

Por otro lado, porque la locura no explica la escritura. Tal vez la explique un poco, pero no totalmente… si alguien me asegura que volviéndome loca voy a escribir como Panero, ¿dónde firmo para que me lleven al hospicio?

–(Risas) Si Nietzsche no hubiera escrito, hubiera perdido la razón muchísimo antes. Si Van Gogh no hubiera pintado se habría cortado la otra oreja también. Quizás, la actividad artística es, en los locos, un mecanismo de compensación de la locura, no una consecuencia de la locura. Al fin y al cabo, hay un montón de locos que no escriben.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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