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Julieta Cardona

24/12/2016 - 12:05 am

Suicidio asistido

Llevas un buen rato dejándola. Ella a ti. Llevan, otro tanto, ignorando el juicio de cualquier tercero. Somos tú y yo y es nuestro viaje y es nuestra forma y somos dos, se decían para hacer más llevadera la renuncia a quienes las llamaran locas, insensatas, mentirosas. Ridículas.

Mañana, después de tanto, despertarás sin ella. Foto: Especial
Mañana, después de tanto, despertarás sin ella. Foto: Especial

Llevas un buen rato dejándola. Ella a ti. Llevan, otro tanto, ignorando el juicio de cualquier tercero. Somos tú y yo y es nuestro viaje y es nuestra forma y somos dos, se decían para hacer más llevadera la renuncia a quienes las llamaran locas, insensatas, mentirosas. Ridículas.

Hace un par de noches fueron a cenar y te comportaste como cavernícola: mientras ella hablaba del Rio Misisipi tú mordías el pan como si fuera una zanahoria y mientras ella sonreía por tus malos modos, se te ocurrió decirle que tenía excelente gusto salvo por sus elecciones amorosas. Se enojó. Tu comentario –y tus celos– estaban fuera de lugar, pero igual te dio otra oportunidad.

Siempre fue cándida, así que te sonrió y te sirvió más vino. Ella se despedía de ti con dulzura y tú no podías hacer a un lado a tu bestia: no soy la excepción de tu mal gusto, seguiste. Pero ella ya no contestó y tú hablabas y hablabas y hablabas. Perturbaste a los meseros, a los vecinos de mesa, al vendedor ambulante. Todos vieron tu ira pero ella, en silencio, sintió cómo querías llevártela entre las vísceras. Por eso no dijo nada.

Apenas llegaron a casa, ella se metió en la cama. Tú tenías miedo porque hundirte entre las sábanas era estar ahí por última vez. Ella estaba herida y, sin embargo, no te soltó. Se aferró a tu espalda. Sollozó en tu espalda. Te dijo cosas por la espalda. Y tú, atiborrada de pánico, fuiste la tipa más suertuda de la ciudad: la mujer más bella e indulgente lloraba por ti.

Mañana, después de tanto, despertarás sin ella. Te desacostumbrarás a su cuerpo, a que te sirva más vino, a su boca en tu nuca: a ella. La pensarás, lo sé, con estelas de anhelo. Le mandarás, quién sabe, un beso o un montón de cartas desde donde estés. Quizá todos los días. Ella te enseñó a ver, con los brazos abiertos, el camino de los amores que duran para siempre.

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