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Peniley Ramírez Fernández

30/11/2016 - 6:25 am

Castro y los silencios de Cuba

Durante años estuvimos allí, encallados en nosotros los sueños de un continente. Primero fue el mérito, cuando el arrojo venció a la banalidad, a la prostitución, cuando el sueño venció a lo imposible, cuando una isla en medio del Caribe fue más que playa, ron, manos sudorosas replicando sobre un tambor. En las décadas siguientes, […]

La multitud se detiene detrás de una valla mientras asisten a honrar al líder cubano recién fallecido, Fidel Castro. Foto: Ap
Crecí en un barrio popular de La Habana, entre las melodías de un bembé, y el incesante piano de Huberal Herrera. Foto: Ap

Durante años estuvimos allí, encallados en nosotros los sueños de un continente. Primero fue el mérito, cuando el arrojo venció a la banalidad, a la prostitución, cuando el sueño venció a lo imposible, cuando una isla en medio del Caribe fue más que playa, ron, manos sudorosas replicando sobre un tambor.

En las décadas siguientes, una larga sucesión de silencios. Enumero algunos, que me tocaron, particularmente: el silencio al abrir las bolsas de comida, para que los vecinos no nos delataran, el silencio de no decir que quizá sí habíamos leído a ese autor, el silencio de escuchar a los Beatles con las ventanas cerradas y la casa en penumbra, el silencio de no aceptar que debajo del sofá estaban las cartas de esa tía que vivía en Tampa, el silencio de saber que un cuadro de un político colgando en la sala no era sano, ni normal.

Crecí en un barrio popular de La Habana, entre las melodías de un bembé, y el incesante piano de Huberal Herrera, un negro con dedos largos, que sonreía con los ojos y de quien supe, mucho después, que era el mejor intérprete de la música de Ernesto Lecuona.

Dos años más tarde, el muro de Berlín arrastró la frágil estabilidad de la isla. Supimos, en silencio, que el sueño tenía mucho más de discurso que de algún plan real.

Cuando quise bautizarme, a los siete años, no entendí por qué aquello sucedía a puertas cerradas, la ceremonia en un susurro, por qué no podíamos ser al mismo tiempo ejemplares y católicos.

Aquel año, verano de 1994, me recuerdo jugando en la playa, entre llantas amarradas con tablas, que zarpaban al norte. Una chica me preguntó si me gustaría probar por primera vez una manzana. “Ven con nosotros, podrás hacerlo”, dijo. No recuerdo su rostro, solo las llantas perdiéndose en el atardecer.

Cuando en México los debates sobre la democracia se convertían en palabras con mayúsculas, en Cuba sucedía lo mismo, con la palabra supervivencia. Y en la televisión, la verborrea, la demagogia, se vestían de discursos grandilocuentes que acá, donde se hablaba de democracia, con mayúsculas, enamoraban a los muchachos, y convencían a los políticos que decían, con orgullo, que Cuba era el único país del extranjero donde su ideología les permitía viajar.

Llegamos a México en el otoño de 2001. Tardé en comprender por qué algunos de nuestros silencios familiares debían mantenerse, fuera de Cuba. Por qué aún hablábamos sobre Fidel Castro haciendo el gesto de una barba con la mano, en lugar de pronunciar su nombre.

Al paso de los años, muchas veces intenté ocultar mi acento. No quería que, otra vez, la primera pregunta de cada primera conversación fuera cuándo moriría Fidel Castro.

Y con aquel distanciamiento llegaron otros, que culminaron otra vez en La Habana, en 2006, cuando un silencio cundió la clase de periodismo, ante la pregunta de quiénes éramos católicos. Tres manos se alzaron, en el silencio incómodo de cincuenta almas. Sin que ninguna voz se levantara en lo ridículo de aquella escena, la mujer que había interrumpido nuestra clase tomó nota de nuestros nombres, para ingresarnos en algún registro, de muchos otros que conoceremos sobre Cuba cuando, también allí, la palabra democracia comience a pronunciarse con mayúsculas.

En los años siguientes viví en la pequeña isla que es la ciudad de Miami, donde los anuncios en algunos supermercados primero se escuchan en español. Allí no había silencios ideológicos, sino el ruido seco de un rencor, largamente amasado, que rompió su costra la noche de este viernes, cuando muchos de quienes padecieron aquellos silencios, salieron a gritar.

Mientras la noticia de aquellas banderas vibrantes en Versailles se extendía en mi red sentimental, un espeso silencio sobrevino al otro lado de la línea, cuando le dije a mi tía en La Habana, que había muerto Fidel Castro. Ella, ajena a la noticia que minutos antes había transmitido la televisión cubana, demoró dos minutos en reaccionar. Luego dijo a su hijo, en un susurro: se murió, se murió, ella está llamando para decir que allá afuera lo están diciendo en todas partes.

Aquella madrugada las pocas noticias que salieron de Cuba confirmaron aquel silencio. Los peones del omnipresente aparato estatal de control político, con el pretexto de un luto nacional, cerraron los centros nocturnos, mandaron a todos a sus casas, comenzaron a criticar incluso que en la televisión se dijera “buenos días”.

Los reportes de la prensa extranjera han hablado de este silencio, como la interpretación de un sentimiento nacional. Otros le han llamado indiferencia. En mi pequeña burbuja, donde tengo como única forma de vida investigar, escribir y reportar contra el silencio, este nuevo resulta insoportable.

Mi único sentimiento hacia el futuro radica en que las rupturas internas, hábilmente silenciadas en estas cinco décadas, las envidias, las cuotas de egoísmo hasta ahora siempre oscurecidas por la figura de Castro, pero también, las voces de los pocos que han tenido el valor de buscar una nueva Cuba desde dentro de Cuba, quiebren el silencio en el que ahora vive la isla.

Si sucede así, mucha música habremos de oír, cuando el luto de una época, se sobreponga al de un personaje, que nunca debió imponer el silencio de un pueblo.

Peniley Ramírez Fernández
Peniley Ramírez Fernández es periodista. Trabaja como corresponsal en México de Univisión Investiga.

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