Puntos y Comas

“Creo que para algo nací. Algo he de ser”. Cárdenas, el hombre que transformó a México (ADELANTO)

10/03/2018 - 12:02 am

La biografía definitiva sobre un hombre que transformó a México es la obra más reciente de Ricardo Pérez Monfort, uno de los investigadores más importantes sobre la vida del General Lázaro Cárdenas del Río.

Es inevitable que al pronuncia el nombre de Lázaro Cárdenas se piense en la expropiación petrolera, la Revolución de 1910, la construcción del México moderno, la idea de soberanía y la noción misma de lo heroico.

Con autorización de Penguin Random House, y en exclusiva para los lectores de SinEmbargo, se reproduce aquí el Capítulo I del libro “Lázaro Cárdenas. Un mexicano del siglo XX”.

Ciudad de México, 10 de marzo (SinEmbargo).- Lázaro Cárdenas del Río, fue un hombre de carne y hueso que tuvo una vida inaudita, trepidante y asombrosa, plena de sutilezas y claroscuros.

En esta obra, Ricardo Pérez Montfort –uno de los mayores investigadores del ex Presidente– relata sin cortapisas la vida del michoacano, con brillante fluidez explica las motivaciones que lo guiaron y contextualiza las decisiones de quien tal vez sea uno de los políticos mexicanos más reconocidos pero más desconocidos, más alabados pero más envueltos en mitos.

En este primer tomo de “Lázaro Cárdenas. Un mexicano del siglo XX”, se profundiza en los años de formación del general: su infancia y juventud, su participación en la Revolución mexicana, sus inicios en la política y su meteórico ascenso en los pasillos del poder: en resumen, los hechos que configuraron al hombre que cambiaría México.

El libro definitivo sobre el Geeneral Lázaro Cárdenas del Río. Foto: Especial

Fragmento del libro “Lázaro Cárdenas, un mexicano del siglo XX”, con autorización de Penguin Random House.

I. Infancia y adolescencia 1895-1913

Todos éramos conocidos. Los domicilios, aunque tenían nombre las calles como La Rana, Santa Anita, San Cayetano, La Calle Real, La Acantarilla, etc., siempre se daban por las señas: “Por ca’doña Pachita la Pureza; por ca’Rosendo el Pío; por el mesón de Munguía”. Era suficiente cualquier dato de estos para dar con el domicilio buscado.

–Manuel Bravo Sandoval, Agustín Orozco Bravo: anécdotas de un jiquilpense.

Jiquilpan de Juárez

Al iniciarse en México la década de los años ochenta del siglo XIX, es decir: cuando el general Porfirio Díaz simuló dejar el poder en manos de su compadre Manuel González, pero más bien estableció los fundamentos que darían pie a su dictadura por más de 30 años, la pequeña población de Jiquilpan era lo que entonces se llamaba un “pueblo cabecera”. A pesar de estar a más de 200 kilómetros de Morelia, la capital del estado de Michoacán, y de su cercanía con otras ciudades importantes de la región, como la muy católica Zamora y la no menos conservadora Guadalajadara, capital del estado de Jalisco, la importancia administrativa de Jiquilpan no era para nada desdeñable.Un aire entre provinciano y semiurbano podía percibirse por sus calles y casas, debatiéndose entre el tradicionalismo y los afanes de una incipiente modernización. Los empedrados y las banquetas anchas mostraban que la circulación de personas, caballos y carretas era medianamente intensa. La mayoría de las casas tenían techos de teja de barro cocido y aquellas que se levantaban cerca del centro de la población estaban pintadas de blanco calizo, cuando no de algún color desteñido y discreto. Al pie las cubría un guardapolvo rojo mate o azul añil. Con varias plazas construidas alrededor de sus consabidas fuentes, esta población de clara raigambre liberal compartía sus edificios con unas cuantas iglesias: el Convento y Templo de la Parroquia de San Francisco, con su enorme atrio arbolado, su gran cúpula y su torre-campanario, la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, la de San Cayetano y desde luego el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, cuyos altos muros empezaban a destacar en el entonces todavía mesurado horizonte urbano.

Situada como cabecera municipal en el noroeste de Michoacán, muy cercana a los límites con el estado de Jalisco, Jiquilpan ya podía considerarse como una referencia obligada en los mapas michoacanos del momento. Aunque todavía disputaba su territorio con otros distritos colindantes, como el de Sahuayo y el de Cotija, que por cierto también vivían un dinamismo particular por aquellas épocas, el municipio mismo de Jiquilpan se había ganado a pulso un lugar relevante en el norte occidental del estado michoacano. Si bien su prosperidad se lograba todavía con señera lentitud, lejos estaba de ser un villorrio o una simple congregación.

Además de los ya mencionados Sahuayo y Cotija, que aún eran pueblos un poco más pequeños que la cabecera municipal, Jiquilpan también blasonaba de ser vecina y amiga de otras poblaciones, haciendas y congregaciones, como Cojumatlán, La Palma, Pajacuarán, Jaripo, Guarachita, Cotijarán, Totolán y las más lejanas Briseñas, Vista Hermosa, Ixtlán, Chavinda, Tarecuato, Tangamandapio y Jacona. A unos 60 kiló- mentos hacia el Oriente estaba, desde luego, el amplio y fecundo valle de Zamora.Del lado jalisciense y muy cerca de las riberas del Lago de Chapala, los vecinos pueblos de La Barca y Ocotlán orientaban a la población jiquilpense más a favor de las influencias de la capital del estado tapatío: la provinciana, conservadora y muy bella ciudad de Guadalajara.

Perteneciente así a una constelación de poblaciones que se beneficiaban de la ciénega, de las riberas y del lecho acuático del también llamado Mar Chapaleño, Jiquilpan descansaba en lo que parecía ser una antigua orilla entre tierras bajas, muy fértiles, al pie de una serie de cerros, que mostraban primero su superficie seca poblada de huizaches, mezquites y nopales, y en la medida que aumentaban de altitud, poco a poco iban tornándose en bosques de pino, encino y cedro por los rumbos de San José de Gracia y Mazamitla. Se trataba, pues, de una población ubicada en una planicie ancha y extendida, pero con buenas vistas hacia las lomas aledañas que pronto se perdían en las serranías colindantes entre Jalisco y Michoacán.

Para ese entonces Jiquilpan contaba igualmente con una bien ganada carga de registros históricos que iban desde remotas referencias prehispánicas, no pocas edificaciones coloniales y muchas más correspondientes al México decimonónico.

Al igual que las vecinas cabeceras de Cotija y Sahuayo, pero a diferencia de la aristocrática Zamora o la jalisciense La Barca, Jiquilpan había cobijado a una población industriosa, comercial y agropecuaria de fuerte raigambre liberal, enclavada en un territorio que parecía disputarse su propio espacio entre los despliegues expansivos de unas cuantas haciendas particularmente ambiciosas y la influencia contundente de la Iglesia católica. Estas haciendas, entre las que destacaban las poderosas Guaracha, El Monte y Cojumatlán, se encontraban ampliando su producción y sus terrenos entre las tierras fecundas de las hondonadas aledañas a Jiquilpan y de algunas cañadas que llevaban a sus trabajadores y a su ganado hacia el territorio bajo de la cuenca chapaleña.Dichas tierras encontraban sus límites naturales por varios costados: por un lado hacia los pies de las lomas no muy altas del poniente, entre las que despuntaba medianamente el Cerrito Pelón, y por el otro hacia los verdes planos que se extendían por el norte hasta la ciénega formada por los afanes desecadores de quienes se adjudicaban el título de ser dueños del Lago de Chapala y sus alrededores.

Los terrenos que correspondían a la propia cabecera de Jiquilpan, así como los que detentaban las poblaciones vecinas, fueron víctimas de la expansión promovida por los grandes propietarios de aquellas haciendas en las postrimerías del periodo colonial y lo que iba del siglo independiente. Hacia finales de ese siglo las pugnas por la tierra entre pueblos y haciendas se habían renovado, y la confrontación seguía tan viva como si el tiempo hubiera pasado en vano. La lucha tuvo lugar fundamentalmente entre aquellos que reclamaban la propiedad y el usufructo de los terrenos pertenecientes a la población de la propia Jiquilpan y los intereses propalados por la hacienda aledaña más voraz, que respondía al nombre de Guaracha y sobre la que se volverá más adelante. Los ríos de Jiquilpan y de Paredones alimentaban los arroyos Colorado, de las Ánimas y el Fuentes, que la mayor parte del año eran lechos secos y pedregosos. Sólo las lluvias de verano les provocaban un rumoroso caudal de agua especialmente fría que bajaba del Cerro de San Francisco o de la Loma.

El pueblo de Jiquilpan tenía dos plazas, la apellidada Zaragoza y la del Comercio, además del amplio atrio del Templo de San Francisco. Su mercado dominguero no era desdeñable.Textiles, cueros, artefactos de barro y metal, pero sobre todo productos agrícolas y pecuarios, como maíz, frijol, garbanzo, chile, calabazas, chayotes y demás verduras y frutas, combinadas con quesos, mantequillas, embutidos, retazos de res y algunos productos de procedencias no tan lejanas como aceites, vinos, alcoholes y vinagres, todo ello solía aparecer durante los días de plaza y de mercadillo. Para la segunda mitad del siglo xx Jiquilpan se había convertido en centro importante de producción rebocera, de huarachería y de artículos de palma. Y no se diga su fabricación de aperos e instrumentos de labranza y ganadería, que le darían fama tanto regional como nacional.

La antigua vocación de su población comercial, entre industriosa y artesanal, y sobre todo por ser la sede de algunos puestos de administración política local y municipal, insistía en darle un lugar predominate en toda la región. Por ello llamar a Jiquilpan “pueblo cabecera” no resultaba tan sólo una buena definición de intendencia, sino que, tomando en cuenta su importancia en la zona nororiental del estado de Michoacán, dicho título se acercaba bastante a la realidad en la última veintena del siglo XIX.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que dicha referencia administrativa y regional cambiara. Para 1891 Jiquilpan fue declarada “ciudad”, otorgándosele el añadido “de Juárez” en honor a su bien consolidada tradición liberal. Mucho le había costado convertirse en un baluarte de los afanes juaristas y proliberales de la República Restaurada, y su apoyo a la conciliación porfirista del último cuarto del siglo XIX le había valido la venia del régimen triunfante. Como es sabido, este último tenía entre sus principales propósitos pacificar al país —aunque fuera sólo de dientes para afuera— y modernizarlo para así incorporarlo poco a poco al concierto de la civilización occidental.

Si bien es cierto que la “paz orgánica” de la que presumía el régimen de Porfirio Díaz a finales del siglo XIX estaba bastante lejos de implantarse en muchos confines del territorio mexicano, a estos pueblos y haciendas colindantes con la ciénaga de Chapala, la tensa pacificación del país parecía haberles acreditado cierto progreso material. Los beneficios se sintieron sobre todo entre los sectores pudientes y clasemedieros, entre algunos comerciantes y no pocos productores artesanales. Aun cuando la pobreza endémica de la población indígena y de las rancherías colindantes no se pudo paliar de manera significativa, hacia inicios de la década de los noventa del siglo XIX la población mestiza intentaba vivir con cierta holgura ocupando las principales casas, los establecimientos públicos y los locales privados, así como las calles y las plazas jiquilpenses. Cierto que no les iba tan mal a estos sectores, sin embargo, alguna desconfianza frente a los “nuevos” tiempos se podía percibir sobre este bienestar entre sus corrillos y rumores, entre sus chismes y sus interpretaciones de las lejanas noticias de la capital del país, de Morelia y de Guadalajara.

Su demografía parecía haberse confeccionado con el mismo tejido social que aparentemente abundaba en muchas pequeñas ciudades de la provincia mexicana, que apenas tenían entre 5 000 y 10 000 habitantes. En la pequeña escala regional los ricos de siempre eran los menos y ellos seguían siendo los principales beneficiarios de las políticas públicas.Después venía una delgada capa de pequeños productores y comerciantes que intentaban presentarse como la auténtica sociedad jiquilpense. Y en la base de aquella clásica estructura piramidal se encontraba un sector mayoritario con muy pocos recursos, poca educación y muy magros ingresos para irla malpasando.

Tal vez una de las principales diferencias entre los pobladores del Jiquilpan de las últimas décadas del siglo  XIX y aquellos de épocas anteriores fue una mayor presencia de esos sectores medios en materia política y de administración local. Estas clases moderadas intentaron contener la omnipresencia de la Iglesia católica, de las milicias y del poder económico, para beneficiar sobre todo al ciudadano común que se manifestaba a favor de una prestancia un tanto más liberal y restauradora. Como parte del esfuerzo modernizador del momento estos sectores medios pretendieron apuntalar, con muchos esfuerzos, los derechos y las andanzas de una sociedad civil, menos mediatizada por el conservadurismo y la jerarquía religiosa. Por eso, y si se consideran los parámetros liberales del Porfiriato medio, no fue poca cosa para Jiquilpan haber pasado de la denominación de “pueblo” a la de “ciudad” durante aquel primer año de la última década del siglo XIX.

Con la mayoría de sus casas, fábricas, talleres, plazas públicas y edificios construidas en la orilla poniente del río que la cruzaba y que lleva su propio nombre, Jiquilpan se mostraba entonces como una orgullosa población “moderna pero con historia”, de acuerdo con aquellos tiempos que empezaban a soplar a favor de la república encabezada por la geronotocracia que gobernaba el no menos viejo pero firme general Porfirio Díaz.

Un plano de aquella ciudad fechado en 1899 describía a la recién nombrada ciudad así:

El temperamento de Jiquilpan es más bien un poco caliente, y el clima sano. La fertilidad de las inmediaciones es notable […] Hay en la ciudad: Prefecto, Juez de Letras, Administradores de correos, del timbre y de las rentas del Estado; Ayuntamiento, alcaldes ó jueces menores, y fuerza pública, bastante para la seguridad del Distrito.

Cuenta la cabecera a que nos referimos con 8568 habitantes según el censo levantado en el año de 1891; la población está clasificada así: presentes 8251, ausentes 212, de tránsito 105.

El comercio es regular y se ejercen en la población todas las industrias y los oficios más comunes e indispensables para satisfacer las exigencias de los pueblos civilizados. 

Independientemente de los números y de las apreciaciones justificatorias, no cabe duda de que en ese entonces Jiquilpan podía verse como una muestra más de la muy conocida desigualdad porfiriana, misma que intensificó sus contradicciones a lo largo de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

A los cuatro costados la plaza principal de aquella recién declarada ciudad, los edificios que pertenecían a la administración pública ocupaban los lugares preferentes, con la salvedad del nororiente, que era ocupado por la gran mole del Convento y Templo de San Francisco. Pero ahí estaban el palacio municipal, la oficialía de rentas, el correo y el cuartel de policía. Las demás casas pertenecían a los ricos de la región: abogados, comerciantes, pequeños empresarios, médicos, ministros católicos y hacendados. En total, estos sectores pudientes no se componían de más de 150 personas, incluyendo cónyuges y familiares. Los siguientes niveles, en aquella pirámide social de baja estatura y de enorme base, los llenaban el pequeño comercio y la burocracia. “Ninguna otra plaza del rumbo ofrecía tantos servicios oficiales como la jiquilpense”, diría uno de los historiadores más célebres de la vecina San Jose de Gracia. El resto de las cerca de 15 calles que componían “las afueras” de la población, lo ocupaban las casas y los jacales de los jornaleros, artesanos, tejedores, dependientes, burócratas menores, amas de casa, costureras, lavanderas, molenderas, arrieros, herreros, carpinteros, albañiles y vagos.

Según Álvaro Ochoa Serrano, uno de los cronistas jiquilpenses más connotados, en ese entonces en los linderos de Jiquilpan habitaban “los más pobres, aquellos que se ocupaban de acarrear leña, de apoyar el servicio doméstico y de servir como peones en las haciendas”. Más de 85% de la población jiquilpense, al iniciarse los años noventa del siglo xix, era menesterosa. Sobra decir que gran parte de dicha población era identificada en los informes de aquella época como “los indios”.

Entre aquellos sectores medios y los muy pobres, vivía la familia Cárdenas del Río.

Lázaro Cárdenas del Río nació en Jiquilpan, Michoacán, el 21 de mayo de 1895 y murió en la Ciudad de México el 19 de octubre de 1970. Fue Presidente de México del 1 de diciembre de 1934 al 30 de noviembre de 1940.

La región jiquilpense durante las épocas prehispánica y colonial

Como la de muchos otros pueblos de la zona, la historia antigua de Jiquilpan se pierde en muy remotas épocas previas a la Conquista. Situada en aquel lugar que formaba parte de uno de los corredores comerciales y culturales entre el occidente y el centro de Mesoamérica, varias referencias tempranas la ubican con cierta claridad entre dos territorios importantes que colindaban en dicha ruta: el purépecha y el de los cachcanes-chichimecas. Sobre sus antiguos habitantes se sabe muy poco, a no ser que merodeaban entre los hoy llamados Loma de Otero y el Lago de Chapala.

Para el siglo XV y tras el vasallaje logrado en el territorio cercano a Sayula por parte de los irecha michoacanos, esta localidad del noroccidente del mundo purépecha recibió el nombre de Huanimban en tarasco y Xiquilpan en náhuatl. Si bien una primera impresión sobre el origen náhuatl de la palabra Jiquilpan podría remitir al vocablo Xiquipilli que se refiere “a una alforja, morral, saco, bolsa; por extensión ocho mil;…”, parecería que es otra la naturaleza del nombre. El toponímico en cambio se asocia con la abundancia en la región de racimos de flores llamadas xiuhquilitl pitzahuac o huanitas, que sirvieron durante mucho tiempo para producir un tinte azul; además de que el posible jeroglífico del lugar, identificado por los sabios decimonónicos, hacía referencia directa a las plantas del añil. Por lo tanto Jiquilpan-Huanimban, como bien lo apuntalan los lingüistas e historiadores, significa “lugar en o sobre añil”.

Esta región con sus feraces valles formó parte de la frontera del Imperio purépecha y tributó al Cazonzi con productos básicos como maíz y chile. Pero sobre todo, como evidente zona fronteriza y ubérrima, sus pobladores prefirieron vivir cultivando la tierra y defendiendo la región, moviéndose de un lugar a otro dentro de ese dilatado territorio hasta mucho tiempo después de la llegada de los conquistadores españoles.

Llama la atención que, allá por 1522, los primeros españoles que se aparecieran por esa región montados a caballo y vestidos de hierro no recibieran mayor resistencia. En un principio los intentos de conquista y sometimiento los dispersaron. En seguida vinieron las encomiendas y, tras unos años de incertidumbre, la población ya concentrada por los rumbos del actual Jiquilpan quedó bajo la égida de la corona real.Tal pareció que pocos encomenderos y menos visitadores encontraron interés en estas tierras que, aunque parecían muy fértiles y copiosas de pobladores capaces de convertirse en tenaces generadores de riquezas, estos últimos no tenían mayor voluntad de trabajar para los españoles. Los pobladores originarios de la región jiquilpense en vez de acudir al llamado de la corona prefirieron internarse entre las cañadas, los cerros y los bosques. Por eso mismo no formaron parte activa en las congregaciones que promovían los recién arribados a estas tierras. Más bien las resistencias y rebeliones fueron el pan de cada día hasta bien avanzados los tiempos coloniales.

Con los propagadores de la conquista espiritual las cosas sucedieron de modo más discreto. Ya en 1539 se iniciaron los trabajos de construcción del convento en Jiquilpan, mismo que sirvió de base para fundar la primera concentración de tipo hispano en la región. Bajo la responsabilidad de frailes franciscanos debió erigirse un primer recinto para agrupar ahí a la exigua cantidad de seguidores de la recién implantada palabra de Cristo. A pesar de sus esfuerzos, en los mismos recuentos de los párrocos de entonces se insistía en que se trataba de una comunidad demasiado pequeña, por lo que poco interés debía generar en la corona. La república de indios de Jiquilpan contó con 140 individuos en 1619, aumentó a 519 en 1683, pero descendió a 158 en 1746. 7 Al igual que en otras provincias de la Nueva España los siglos XVI y XVII resultaron particularmente inclementes para la demografía indígena.

Pero las tierras que rodeaban esa pequeña congregación continuaron como objeto de la avidez de las generaciones posteriores a los encomenderos.Dichos terrenos resultaban tan fértiles y extensos que no dejaron de estimular la ambición de quienes las vieron con fines utilitarios y de amplia producción, más que de uso para la simple supervivencia. Por ello resultaba paradójico que, aun con la resistencia al trabajo forzado y pese al afán de congregar congregar a sus inestables pobladores originarios, esas tierras pasaran buena parte de los siglos XVI y XVII entre disputas, entregas, negociaciones y acomodos. Mientras los franciscanos avenidos a los rumbos de Jiquilpan-Huanimban se preocupaban por la organización de las comunidades, todo parece indicar que la generosidad de sus tierras, pero sobre todo el impulso a la ganadería y el acaparamiento de los territorios novohispanos propicios para su explotación extensiva, estimuló la avaricia de algunos criollos y pocos mestizos en estas cañadas y valles de los entonces confines occidentales de la provincia de Mechuacán.

Muy vinculado pese al afán de congregar, de generar riqueza a ultranza y de controlar el territorio, los animales, los hombres y su trabajo, surgió una inmensa propiedad, una hacienda cuya enorme extensión tendría gran influencia en el mundo jiquilpense y en el universo michoacano en general: se trataba de la hacienda de Guaracha o, como algunos informes la mencionaban, Huaracha. Situada a un costado oriental, al norte y al suroriente de los límites de las tierras de los jiquilpenses, con el paso de los años la hacienda de Guaracha amplió su área de expansión hasta ocupar prácticamente todo el territorio ubicado al este del pueblo, desde la ciénega del Lago de Chapala hasta la frontera del ahora municipio de Chavinda, colindante con el de Zamora.

A finales del siglo XVI el llano y la ciénaga ocupados por Guaracha estaban en manos de media docena de españoles, que explotaban sus fértiles tierras con mano de obra proveniente no sólo del reticente espacio indígena, sino de una buena cantidad de esclavos negros que resistieron el duro trabajo de las plantaciones azucareras y que también resultaron espléndidos manejadores de ganado vacuno y caballar. Si bien los primeros cautivos africanos traídos a Occidente fueron vistos como “pendencieros y viciosos”, no tardaron en amalgamarse con la población indígena y mestiza de la región, convirtiéndose en fuerza de trabajo imprescindible para las húmedas tierras colindantes al mar chapaleño.

A lo largo de los siglo XVII y XVIII la hacienda de Guaracha, junto con las de Cojumatlán, Del Monte, Cumuato y Buenavista formaron un latifundio que permitió una vida regalada a sus ricos y aristocráticos propietarios, y una explotación bárbara a sus trabajadores y esclavos. Los propietarios difícilmente visitaban sus tierras, pues sus múltiples compromisos rara vez les dejaban tiempo para salir de sus palacios y casas en la Ciudad de México, Guadalajara, Morelia y Zamora. Sin embargo sus nombres retumbaban a la hora de que los capataces y los administradores los enarbolaban para darles fuerza y autoridad frente a los miserables campesinos sujetos a su yugo.

Las bocas de los dominadores se complacían al nombrar los apellidos rimbombantes de los hombres más acaudalados de la Nueva España, como don Juan de Salceda, don Fernando Antonio Villar Villamil y don Gabriel Antonio de Castro y Osores. Los tres figuraron entre los dueños de estas extensas propiedades que conformaron la hacienda de Guaracha. Hacia finales del siglo XVIII aquellas inmensas y fructíferas tierras iniciaron su primera fragmentación debido a las hipotecas y deudas generadas por la ostentosa vida de sus propietarios. Con todo y sus problemas económicos, la vida de Guaracha y de sus haciendas subsidiarias pasaría por múltiples avatares en el transcurso del siglo XVII al XIX. Su producción siguió manteniendo cierta hegemonía sobre los mercados de Jiquilpan, Sahuayo y Zamora, además de su interés en otros espacios comerciales, sobre todo en Guadalajara y Morelia. En una descripción de esa hacienda, escrita a finales del siglo XVIII, se le reconocía una propiedad de más de 96 000 hectáreas de tierra en la que el agua y los pastizales no parecían tener límites.Dicha descripción abundaba:

Tiene en el día como 9 mil reses, mucha caballada y poca siembra de ella: pero algo considerable de maíz en sus rancherías que se hallan arrendadas. Los más de los muchísimos arrendatarios de las [tierras] de esta demarcación son de cortos pedazos de tierra, por los que pagan a 4 pesos de renta; siembran su poco maíz y pasan en temporadas a los trapiches de azúcar a servir de operarios, y en ellos los conocen como los guaracheños. 

En este relato dieciochesco se reconocía que la hacienda de Guaracha mantenía más de 230 tributarios mulatos y más de 60 indígenas. La amplia presencia de mulatos correspondía a la rápida asimilación de fuerza de trabajo esclava negra con la población aborigen. La primera había sido traída a la región con el fin de incorporarse al cultivo y a la explotación de la caña, lo mismo que al cuidado del ganado. Así, negros, indios y españoles se mezclaron poco a poco procurando paulatinamente el crecimiento de una población mestiza libre que para finales del siglo XVIII ya formaba la mayoría de los trabajadores en los campos y poblaciones de la región.

Pero para esas épocas los problemas económicos de los propietarios antiguos y aristocráticos de Guaracha los llevaron a la necesidad de rematar su enorme latifundio.Don Victorino Jaso, un comerciante zamorano audaz y acaparador, se hizo de la mayor extensión de las tierras de dicho latifundio y en 20 años, entre 1791 y 1811, logró recuperar la producción de las haciendas que formaban el complejo sistema de propiedades de esa hacienda, combinando sus negocios de arriería con sus afanes agroganaderos. Antes de enfrentar algunos conflictos con bandoleros y de sufrir los embates de las luchas independentistas, don Victorino buscó el poblamiento de su extenso territorio para tener un mayor control sobre el mismo. Por ello lanzó una convocatoria que buscaba beneficiarse con nuevos arrendatarios. Al ser el primer hacendado en revisar personalmente los trabajos en sus haciendas, no tardaron en acudir a su llamado inquilinos de origen criollo, mestizo y mulato. Muchos provenían de las tierras cercanas de Jiquilpan, Sahuayo, Cotija, Chavinda y Zamora. Así, hacia aquella región que parecía desde sus inicios poco poblada, fueron llegando arrendatarios que no tardarían en convertirse en la base del emporio de don Victorino.

Si bien durante los primeros años de la Conquista los pobladores de la comarca prefirieron no acercarse demasiado a los nuevos mandamases de a caballo, las congregaciones de finales del siglo xvi y principios del xvii fueron testigos del inicio de un Jiquilpan menos volátil y más sedentario.Tributos, misas, arreglos, padrones, quejas, y otros muchos testimonios que informaban que ya existía una clara ubicación territorial para ellos, mostraron que el entonces llamado San Francisco de Jiquilpan ya era un paraje bastante más complejo que lo que presentaban las referencias documentales en los informes de párrocos y administradores.

En 1683, por ejemplo, se registraron 529 individuos identificados como gente adulta y 131 como menores. Aunque los números no cuadraran, por esos rumbos se informó que existían 336 parejas y 67 viudos. Según el color de piel se identificaban 329 indios, 76 españoles, 67 negros, 47 mestizos y 10 que no fueron identificados.Todos de ambos géneros. Las cofradías empezaron a dar pie a un conglomerado social propiciado por la Iglesia católica, pero sobre todo por sus afanes de compartir un hábitat y una asociación que mal que bien protegía a sus agremiados de las inclemencias del tiempo, de la prolongación de la esclavitud y de la avaricia de los propietarios.

En las inmediaciones de Jiquilpan el ganado creció con insitencia, mientras que en los terrenos de Guaracha la caña dio trabajo a la mano de obra negra e indígena. Según el historiador Heriberto Moreno, la misma Guaracha junto con la hacienda de Jucumatlán, fueron particularmente importantes en las producciones de ganado vacuno y caballar, ya que alimentaron el ir y venir de los arrieros y la explotación de animales en los mercados que corrían desde Guadalajara y Zamora hasta la Ciudad de México.

Mientras tanto, en la población de Jiquilpan, el comercio y una pequeña industria de sarapes, objetos de cuero y sombreros, empezó a mantenerse activa con cierta regularidad. Aun cuando las pugnas por territorios, herencias y negocios entre Jiquilpan y Guaracha trascendieron hasta bien avanzado el siglo XVIII, la población en la región fue creciendo y aumentando, sobre todo entre esos sectores mestizos, mulatos e indios, es decir: los más pobres.De ahí que a la hora de convocar al arrendamiento y el cultivo de las tierras de Guaracha pocas veces faltaran manos dispuestas al duro trabajo del campo. La Iglesia católica, por su parte, mantuvo su égida en materia de actividades sociales y, aunque ya se registraban algunas fiestas y fandangos, peleas de gallos, quemas de castillos y danzas un tanto fuera del control eclesiástico de manera muy similar a otras poblaciones locales, los curatos, los hospitales y los conventos dominaban la vida cotidiana a partir de las cofradías eclesiásticas y los diezmos.

La expulsión de los jesuitas de la Nueva España en 1767 marcó la vida del entonces atribulado Jiquilpan, que ya contaba con poco más de 1 500 habitantes. Álvaro Ochoa ha dado cuenta de que allí se supo de la expulsión, “porque en el naufragio común de la Compañía iban cuatro jiquilpenses: el filósofo y poeta Diego José Abad, el misionero Francisco Xavier de Anaya y los novicios Manuel Cimiano y Josef de Sumiano”.

Pero lo que realmente pareció darle una particularidad a un Jiquilpan que con el tiempo se empezaba a secularizar fue la paulatina disminución de la mano de obra esclava y el aumento de trabajadores mestizos y mulatos. El esclavo amaridado con una india, o un indio arrejuntado con una negra esclava, por ley lograban que sus vástagos fueran libres, lo que aumentaba naturalmente la población mixta. Tal parecía que esta modernización liberadora —si es acaso posible utilizar esas palabras sin caer en el anacronismo— impuesta por la corona estaba encaminada a mediatizar y a limitar la presencia indígena y a la vez aligerar la carga que producía la esclavitud. Con ese mismo fin se intentó orientar la presencia de la Iglesia católica y el estado virreinal en aquellas comunidades en las cuales había una consolidada población que todavía no se había mezclado considerablemente. Así, no tardaron en aparecer escuelas para indios dedicadas especialmente a enseñar la doctrina cristiana, el alfabeto y la lectura, con el notorio objeto de propiciar “que los nativos olviden su idioma” y desde luego su cultura. En Jiquilpan esa escuela se fundó en 1784.

Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII, las crisis agrícolas y la intensificación de la arriería y a su vez del comercio generaron mayor desigualdad en la sociedad local. Quienes se dedicaban a las labores del campo resentirían dichas crisis, mientras los acaparadores y comerciantes hicieron de las suyas. Indios y morenos sufrieron la escasez y la miseria, mientras que los criollos y los españoles se regodearon en sus beneficios individuales y familiares.

Para entonces, buena parte de la comunidad jiquilpense parecía organizarse alrededor de los múltiples servicios que se ofrecían a la gente que venía de paso: arrieros, comerciantes y administradores reales y virreinales. Herreros, sastres, carpinteros y curtidores se peleaban los clientes que entraban a las panaderías, peluquerías y platerías, mismas que poblaban las calles principales del pueblo. Ahí además de artesanos y comerciantes abundaban también pobres, indios y pordioseros.

Donde las cosas parecían un tanto distintas era en Guaracha. La hacienda aumentó su poderío gracias a una administración muy estricta de su propietario zamorano, Victorino Jaso Ávalos, que no sólo poseía los campos de caña y trapiches, sino que también era el dueño de “como nueve mil reses más”, una considerable caballada, además de la riqueza que le generaban los muchísimos arrendatarios de Jiquilpan y Sahuayo. De años atrás la expansión misma de Guaracha estrangulaba las propiedades comunales de pueblos como Pajacuarán, Jaripo, Totolán y Guarachita. Los conflictos entre esta última población y la gran hacienda serían proverbiales. Guarachita, como pez pequeño, intentaría por todos los medios evitar ser enguyido por el gran tiburón de Guaracha y al fin lograría salvar con bastante dignidad su presencia en el mapa de la región.

Regresando a Jiquilpan, la reestructuración administrativa del virreinato en los últimos lustros del siglo XVIII trajo como resultado que dicho poblado se convirtiera en una subdelegación en el régimen de intendencias que, como es sabido, sería gobernado fundamentalmente por autoridades militares. La distribución y nueva división territorial pareció otorgarle a la subdelegación jiquilpense un área bastante más reducida en materia de gobierno y parroquia que la que tenía antes de la reforma virreinal. Ello convirtió el peso tributario en un fardo mucho más difícil de cargar. Quienes tuvieron que soportarlo fueron los criollos y los mestizos, ya que los indígenas y los mulatos poco podían contribuir al engorde de las arcas del virrey, puesto que prácticamente nada tenían.

Las consecuencias de estas medidas estarían destinadas a atizar el fuego del descontento que no tardaría en alimentar una guerra local en contra de las autoridades españolas, desde el Virrey hasta el subdelegado administrador.

En medio de estas reorganizaciones de Jiquilpan y sus alrededores, diversos documentos de registros poblacionales, tanto en los territorios de Dios como en los del César, destacaban el apellido Cárdenas con una presencia local constante desde, por lo menos, los primeros lustros del siglo xvii. Sin ceder a la tentación de hacer una genealogía que se remonte a través de los siglos, justo es decir que no pocas referencias a figuras y familias que llevaban ese apellido reconocían a Jiquilpan como su casa y ahí se sabían relativamente respetados. Esto sucedió por lo menos desde 1619, cuando una familia Cárdenas se registró con “raíces para quedarse en San Francisco Jiquilpa”. Reaparecería ese nombre en 1725, en 1746, en 1759 y en 1794. Pero en 1796 se les anotaba en un estado de cuentas entre quienes tenían algunos adeudos con las autoridades administrativas.Detentaban aquel nombre algunos mulatos y varias mulatas del lugar. 18 Pero cabe mencionar que el apellido Cárdenas era reconocido por varios otros rumbos de la misma región, desde Zamora hasta Chapala, desde Yurécuaro hasta Zapotlán. Por cierto que de esta última localidad fue originario Francisco Cárdenas Pacheco, quien sería el abuelo paterno de Lázaro Cárdenas del Río.

Independientemente del origen racial o territorial de esa estirpe, que a decir verdad no tiene ninguna relevancia si se toman en cuenta las múltiples mixturas que a lo largo de tres siglos dieron lugar a la población que hoy llamamos mexicana, parecería mucho más importante destacar la longevidad del apellido Cárdenas en la región y sobre todo el arraigo del mismo en aquel rincón michoacano. Tal crédito local era compartido con otras familias, como los Martínez, los Maciel, los Betancourt, los Ocaranza, los Ochoa, los Vega, los Gudiño, los Méndez y tantos más. Sin embargo, la importancia de dicha persistencia sería particularmente relevante a lo largo de los principales acontecimientos que afectaron la vida del pueblo jiquilpense a lo largo del el siglo XIX.

Lázaro Cárdenas, Presidente de México, anunció la expropiación petrolera el 18 de marzo de 1938. El acto de nacionalización de esta industria fue resultado de ejecución de la Ley de Expropiación del año de 1936 y del artículo 27 de la Constitución Mexicana a las compañías que explotaban estos recursos del subsuelo mexicano. Foto: Archivo

Jiquilpan durante el siglo XIX: de la Independencia a la Intervención francesa

Las guerras de independencia afectaron a la región noroccidental de Michoacán fundamentalmente por las cuantiosas bajas que se suscitaron entre los combatientes. Las tensiones desatadas entre los múltiples bandos golpearon la producción de bienes y desde luego a administración pública. La violencia pudo sentirse tanto en el campo como en algunas poblaciones y, tanto militares como eclesiásticos, artesanos y comerciantes, así como campesinos y pequeños arrendadores, vivieron con zozobra aquellos años en que se gestaba la emancipación del antiguo territorio de la Nueva España. El ganado también sufrió las consecuencias de la inestabilidad y tirantez.Don Victorino Jaso, el famoso hacendado que se hizo de las mejores tierras de Guaracha a finales del siglo XVIII, vio decrecer su fortuna de manera alarmante gracias al abigeato y el cobro “a la mala” de deudas históricas pendientes con los independentistas.

Desde los rumbos de Sahuayo se comenzó a sentir la antipatía hacia la avaricia hispana “colonial”, representada por el mismo Jaso. Como en otras partes del territorio novohispano las rebeliones regionales que secundaron la guerra de Independencia si no fueron directamente comandadas, sí fueron instigadas por sacerdotes y hombres de Iglesia. Jiquilpan no fue la excepción. El párroco interino del curato de Sahuayo, Marcos Castellanos, por ejemplo, “avivó la ojeriza contra los españoles”, lo que provocó que comuneros desposeídos y rancheros afectados por el crecimiento de la enorme hacienda de Guaracha-Cojumatlán la tomaran contra el dueño “español” de dicha hacienda, el ya mencionado don Victorino Jaso. El antihispanismo cobró una de sus múltiples víctimas en aquel hacendado y algunos de sus hijos, lo mismo con el ganado y algunas otras propiedades del zamorano.

La alianza entre indígenas y mestizos, específicamente con los hombres que, medianamente letrados, encabezaban las insurgencias desde finales del siglo XVIII, tuvo en la región colindante con el mar chapaleño un atecedente de singular importancia. Aquel párroco, Marcos Castellanos, se asoció con un cacique indio llamado José Santa Ana, y juntos acaudillaron una rebelión que estableció su principal sede en la isla de Mezcala. Aquella, la isla más grande del Lago de Chapala, fue el escenario de una larga lucha de resistencia que adquirió notoriedad en el occidente novohispano porque demostró la tensa situación que se vivía entre españoles, criollos, mestizos e indios, y puso en evidencia la crueldad con que se trataba a los enemigos del virreinato.

La confrontación entre terratenientes hispanos o criollos y mano de obra mestiza o indígena asoló toda la región hasta encontrar otro caudillo, José Antonio Torres, conocido como el Amo, quien encabezó una lucha local tomando el ejemplo y la orientación del máximo líder de la Independencia durante sus inicios, el cura Miguel Hidalgo y Costilla.El Amo Torres, como muchos otros, sucumbió frente a los embates realistas, pero quedó claro que en la región de JiquilpanGuaracha-Sahuayo-Cotija la resistencia popular estaba desatada y se mantenía viva, entre saqueos y robos.

Mucho les costó a los jiquilpenses esa situación de inestabilidad y guerra. Entre 1812 y 1819 abundaron los abigeatos, los despojos, las matanzas y no fueron escasas las ejecuciones de particulares, dedicadas sobre todo a los que mostraron simpatía por los ideales independendistas o, por el otro bando, los que eran considerados leales a los “realistas”. Al final de la insurrección, los alrededores de Jiquilpan se presentaban más como un territorio desolado por las guerras intestinas que como el espectáculo triunfante de las luchas por la autodeterminación.

Poco después de consumarse la Independencia, la memoria popular, instigada por cierto civilismo ascendente, estableció que cada 16 de septiembre la sociedad jiquilpense recordara las gestas recientes, como si Jiquilpan hubiera sido un bastión de ese proceso heroico digno de generar toda clase de fervores patrioteros. Los antiguos aliados del hacendado Jaso y no pocos comerciantes acaudalados de la región tuvieron que replegarse o pasarase al bando independentista, aunque fuera sólo de dientes para afuera. Repiques de campanas, músicas de bandas, cohetes y descargas de artillerías, pretendieron “solemnizar” aquella fecha en la región desde los primeros años de su vida independiente.

En 1822 las nuevas autoridades establecidas en el poder central decidieron mantener a Jiquilpan en su condición de “cabeza de partido”. Un informe de ese tiempo reportó que la población tenía un total de 3 259 habitantes, entre los que abundaban las solteras y los solteros. Si bien la población jiquilpense mantuvo su devoción franciscana, también es cierto que continuó protegiendo el comercio local y foráneo. Poco a poco se volvió a impulsar la cría de ganado, y no tardó en reactivarse su mediana industria textil.

En medio de la organización de la joven nación independiente que con obstinación buscaba reconocerse dentro del esquema polí- tico y administrativo de un grupo de entidades regionales agrupadas bajo el nombre de Estados Unidos Mexicanos, la reestructuración del nuevo estado de Michoacán incorporó a Jiquilpan a su Departamento del Poniente cuya cabecera quedaría en la ciudad de Zamora. Un extraño pique entre ambas localidades se había gestado desde épocas previas a la Independencia, y cierto resabio de confrontación se mantuvo, sobre todo entre letrados y propietarios. Por cierto que en Zamora dominaban las propiedades privadas, mientras que en Jiquilpan todavía se reconocían amplios espacios de usufructo comunal que eran trabajados fundamentalmente por mestizos pobres e indigenas. Pero eso no fue lo único que diferenciaba a Zamora de Jiquilpan. Mientras en la primera el peso de la Iglesia católica y de los terratenientes conservadores se consolidó en la segunda, a partir de la Independencia los aires liberales soplaron con mayor desenvoltura. Y como durante los primeros lustros de su vida independiente el país se debatió entre el federalismo y el centralismo, entre las ambiciones individualistas y los proyectos de integración confederada, entre el conservadurismo y el liberalismo, la competencia entre ambas ciudades inclinaba su balanza a favor o en contra de cada una de ellas en función del grupo o proyecto político que orientaba a las autoridades en turno.Desde los escritorios de los mandamases del momento se estableció así una rivalidad que llegó a tener severas consecuencias en la disputa de los poderes de la región nororiental del estado de Michoacán.

A partir de entonces la comunidad jiquilpense pareció vivir una especie de desorientación geográfica en materia de autoridad local, producción y comercio. La ciudad más importante y más cercana era, sin duda, Guadalajara. Los vínculos comerciales, sin embargo, asociaban a Jiquilpan con el mundo y la costa de Colima vía Zapotlán. Sus injerencias comerciales y sus productos llegaban hasta los rumbos de los Altos del recién creado estado de Xalisco y del menos contemporáneo estado de Guanajuato. Sin embargo los jiquilpenses debían buena parte de sus parabienes a su vecina Zamora y, ahora, más que nunca, tendrían que relacionarse cada vez más con la capital del estado de Michoacán. La antigua ciudad de Valladolid, después de 1828 renombrada Morelia, sería la capitana de los destinos políticos y administrativos de aquel estado independiente que se convertiría en uno de los más importantes del occidente de la República.

Desde Morelia salieron entonces las primeras disposiciones de reestructuración de propiedades y representantes de la región jiquilpense. Cierto es que en medio de la calma campirana, apenas recuperada tras las luchas independentistas, las cosas no parecieron cambiar mucho para Jiquilpan, a no ser por algunas expulsiones de españoles, principalmente religiosos, y por ciertos sustos que provocaban las milicias en su paso por la región con rumbo hacia Guadalajara o a la costa vía tierras colimotas.

Dos figuras relevantes para la historia michoacana y también para la nueva historia nacional surgieron de las luchas independendistas suscitadas en la comarca de Jiquilpan y Zamora. El más conocido fue Anastasio Bustamante, quien llegaría a la presidencia de la República de manera un tanto farragosa durante tres periodos igual de turbios y desorganizados, entre 1830 y 1841. Su extraña trayectoria lo vio pasar de realista a iturbidista, de ahí al conservadurismo centralista y finalmente a las filas del inefable don Antonio López de Santa Anna, con quien rivalizaría más tarde convirtiéndolo en enemigo político y militar. Bustamente, sin embargo, sería recordado sobre todo por su traicionero proceder contra el héroe independentista Vicente Guerrero, quien moriría fusilado en Cuilapan, Oaxaca, por orden suya en 1831.

Menos conocido a nivel nacional, pero quizá más influyente en la región, fue el hacendado Diego Moreno Jaso, heredero de aquel don Victorino que vivió el auge y la semicaída de Guaracha tras 20 años de férreo mando en sus dominios.Diego Moreno Jaso llegó a ser gobernador de Michoacán durante el primer periodo presidencial de Anastasio Bustamante, pero fue destituído tras la caída de éste. Su gestión no tuvo mayor lucimiento a no ser por alguna que otra manifestación antiguerrerista o por algún sarao dispendioso realizado con la venia de la alta jerarquía local encargada del mantenimiento de la catedral de Morelia. Sin embargo su procedencia reconocida en este departamento del poniente del estado de Michoacán hizo que se fincaran muchas expectativas para la región de Sahuayo-Jiquilpan-Guaracha-Zamora durante su mandato. Aun así esas esperanzas por obtener algún beneficio por afinidades de paisanaje devinieron en conflictos locales dada la falta de un convencido liderazgo estatal por parte de aquel hijo de la sociedad jiquilpense independentista y republicana. Como representante de la aristocrática clase terrateniente poco le importó el destino de su solar paterno.

Durante esos años las pugnas políticas internas del propio estado de Michoacán se resintieron particularmente en la región nororiental. Pero fue mucho más grave el azote del cólera morbus que asentó sus reales en dicho territorio durante 1833.De las 8 000 almas que habitaban en los terrenos correspondientes a la parroquia jiquilpense, cerca de 3 000 partieron para el otro mundo por causa de la epidemia.

Después de la trágica peste, con el tiempo la población intentó recuperar su calma provinciana. Sin embargo durante los siguientes 20 años las luchas entre federalistas y centralistas harían que la inquietud alterara de vez en cuando el diario devenir juquilpense que se inundaba con sus clásicos calorones durante los estíos y las copiosas lluvias de las temporadas húmedas.

Siguiendo el trazo de los siglos anteriores el pueblo mantenía una cotidianidad semejante a la de muchos otros pueblos vecinos. Los pocos ricos y alguno que otro representante de la administración pública seguían ocupando las casas del centro, mientras que los peones miserables e iletrados se hacinaban en los alrededores. Una nota del periódico La voz de Michoacán del año de 1843 insistía que entre los jiquilpenses no había movilidad social. “Se pensaba entonces que la reputación, la virtud y la felicidad, dependen en gran parte de la elección de sus compañeros y amigos” pero en el fondo quedaba claro que “la esperanza es una especie de engaño agradable”.

Aun así había ciertos beneficios de los nuevos tiempos que distinguían a Jiquilpan de otros pueblos vecinos. Para entonces la ciudad contaba con una administración de alcabalas y de impuestos, una estafeta de correos, un servicio de diligencias y varios mesones.Todo ello indicaba que seguía concentrando actividades importantes de interés público, lo que sin duda incidía en el comercio y en la producción locales. Pero hubo un acontecimiento que marcaría un hito para la sociedad jiquilpense en 1843. A finales de ese año el pueblo se sintió orgulloso de inaugurar su primera escuela oficial de letras primarias. Si bien los analfabetas abundaban en toda la región, con dicha escuela las posibilidades de acceder a los mundos de las ciencias, las letras y otros aconteceres humanos y de la naturaleza, empezaron a ampliarse en mediana forma. Y fue a través de periódicos y noticias provenientes de los centros de actividad militar y política, leídos y propagados por los pocos letrados locales, que el pueblo se enteró de la invasión estadounidense a territorio nacional en 1847. Si bien hubo algunas protestas emitidas por algunos funcionarios públicos, el asunto no pareció afectar demasiado el acontecer diario de los jiquilpenses. Poco tiempo después una calamidad local fue lo que remitió a los pobladores de Jiquilpan a su propia desgracia.Una nueva epidemia de cólera se presentó en abril de 1850. Esta vez la plaga se llevó a cerca de 2 000 pobladores, lo que hizo que ese mismo año se fundara una casa de caridad financiada por los pudientes de la región.

Así pasó Jiquilpan buena parte de la era santanista hasta que la Revolución de Ayutla trajo sus consecuencias a las mismas goteras del pueblo. Las levas y los pasos de alvarecistas y santaneros dejaron a los hogares divididos y una buena cantidad de muertos, viudas y desesperanzas.Una vez más Jiquilpan se veía en medio de la tolvanera nacional casi sin deberla ni temerla. Sin embargo los liberales triunfantes plantearon una posibilidad de cambio que parecía una luz en la oscuridad representada por la cada vez más monolítica e inmovilizadora calma provinciana.

El liberalismo proclamado por la Revolución de Ayutla pretendió remediar el continuo despojo de tierras comunales indígenas en manos de viejos y nuevos latifundios, que no sólo eran controlados por unos pocos acaudalados, sino por la misma Iglesia católica. Para ese entonces muchas de aquellas propiedades formaban parte de las enormes riquezas que ostentaban algunos clérigos y no pocas órdenes religiosas.Una breve pero contundente lucha, auspiciada por el renovado espíritu liberal, se inició desde la incipiente organización Comunidad de Indígenas de Jiquilpan en 1856 para lograr la restitución de sus tierras.Dicha organización inició sus gestiones con la esperanza de lograr, tal vez en un futuro para los hijos o los nietos, trascender la condición de peones de la mayoría de sus agremiados y ocupar la optimista posición social de antiguos y renovados propietarios. El sueño, sin embargo, se colapsó cuando su esfuerzo se disolvió en los berenjenales de la justicia estatal. Algunas tierras de las comunidades indígenas incluso se perdieron debido a la incapacidad de las defensas, pero también por la avaricia continua de los terratenientes y eclesiásticos.

Las cosas empeoraron al desatarse la Guerra de Tres Años. Entre liberales y conservadores, avanzadas y retiradas, Jiquilpan sufrió varias escaramuzas, tanto en sus calles como en sus alrededores. Entre 1858 y 1861 algunos ricos locales se esmeraron en hacer donaciones a sus causas afines y por otra parte intentaron evitar, con poco éxito, los préstamos forzosos a las fuerzas enemigas. Las levas se llevaron de nueva cuenta a una buena cantidad de peones a luchar tanto del lado de los católicos como de los liberales, dejando las tierras ociosas y el ganado a la deriva.

Con todo y todo, tal vez la pérdida más sonada de aquella época fue el incendio de una de las tiendas más importantes de Jiquilpan, la de Ramón Anaya, el 21 de marzo de 1858. Comerciante próspero, el señor Anaya pertenecía a la minoría rica y letrada que gobernaba Jiquilpan. Con el incendio sufrió tal golpe que decidió abandonar el pueblo dejando sus bienes a un administrador local. El comercio jiquilpense tardó en recuperar la pérdida, sin embargo otro acontecimiento trastocaría las cotidianidades campiranas de la región.

El fin de la Guerra de Tres Años trajo consigo un sello particular que determinaría el acontecer local mientras avanzaba hacia la segunda mitad del siglo XIX. Se trató de la desarticulación de una buena parte del gran latifundio de Guaracha. Los herederos —o habría que decir las herederas ya que las beneficiarias eran las señoras Sánchez Leñero y doña Antonia Moreno de Depeyre— de Diego Moreno Jaso se vieron en severos problemas económicos causados por la guerra entre liberales y conservadores, sobre todo por su ineficiencia administrativa y por su afición a los juegos de azar, pues todo parece indicar que doña Antonia, además de ser inmensamente rica, era asidua jugadora de naipes.

Así, al iniciarse la década de los años sesenta se procedió a la venta y el fraccionamiento de las tierras de la hacienda de Cojumatlán que, junto con las haciendas de La Palma y la mismísima Guaracha, habían conformado la enorme concentración de tierra determinante en buena parte de la vida de la región durante años.

Cojumatlán contaba en ese entonces con cerca de 50 000 hectáreas que, recorridas de norte a sur, iban desde el Lago de Chapala hasta Mazamitla y Quitupan. Al oriente tocaban los linderos de Sahuayo y Jiquilpan. Los ricos de ambas poblaciones, junto con los de la contigua Cotija, se hicieron de las mejores tierras a la hora de rematar la hacienda cojumatlaneca. Algunos arrendatarios no tan ricos también pudieron comprar pequeños ranchos y esos rumbos se empezaron a poblar de cercas, corrales, jacales, casas, canales y zanjas. No tardaron en aparecer más cabezas de ganado e infinidad de surcos que pretendían llevar el agua hasta los más lejanos rincones que marcaron el paisaje mientras se extendían hacia el nororiente de Jiquilpan.

Este fraccionamiento reactivó los quehaceres administrativos y comerciales de la población. Jornaleros, arrieros, matanceros, curtidores, reboceros, talabarteros, zapateros, sombrereros, albañiles, carpinteros, pero sobre todo comerciantes en gran y pequeña escala, lo mismo que escribientes y ayudantes de oficina, le otorgaron mayor vida al lánguido ir y venir jiquilpense al mediar el siglo XIX.

El apellido Cárdenas, aunque antiguo en la región; no parecía ser de mucha prosapia o aristocracia local. Sin embargo ya se había labrado un lugar en la sociedad de Jiquilpan y aparecía orgulloso entre pequeños comerciantes, labriegos y reboceros. En Guarachita, un pueblo vecino y con constantes litigios por deslindes de tierras con la hacienda de Guaracha, otro apellido empezaba a ganar cierto lustre. Se trataba de aquel que acompañó que acompañó a la familia Del Río, la cual junto con quienes se reconocían como los Amezcua, habían logrado conquistar un lugar entre la gente decente y de bien. Con el tiempo un Cárdenas y una Del Río se unirían para armar una familia cuya descendencia adquiriría el sello jiquilpense a partir de los últimos años del siglo XIX.

Para no adelantar vísperas, es necesario regresar a los asuntos históricos particulares y generales de quienes compartían esa localidad del nororiente michoacano.Tras el impulso económico y la actividad comercial y administrativa generados por la venta de las tierras de Cojumatlán en la primera mitad de los años sesenta del siglo XIX, la guerra entre imperialistas y liberales en gran parte del territorio mexicano volvió a alterar la paz pública local. La división se enseñoreó entre las élites y los sectores medios de la región. Al mismo tiempo los ejércitos franceses y sus aliados se apoderaron del occidente de México, mientras los republicanos resistían dichos avances a veces de manera espectacular y en muchas otras ocasiones sin pena ni gloria.

Las familias divididas, tanto de la alta sociedad regional como de la pequeña burguesía local, recordaron cómo a finales de 1864 las tropas del general José María Arteaga, apoyadas por los generales Pedro Rioseco y Leonardo Ornelas, fueron vencidas y expulsadas de la localidad por los zuavos del coronel Justin Clinchant en un asalto que sería recordado como la Batalla de la Trasquila. En la loma del mismo nombre, en las cercanías de Jiquilpan, fue muerto Ornelas y el desastre también se llevó a Rioseco. “Y de tanto muerto que hubo lograron llenar un pozo de cantera que había por ahí, nomás pasaba el carretón lleno de muertos de un lado a otro.Todo eso me lo platicaba mi abuelo, porque mi abuelo era muy viejo”, relataba Francisco Hernández Pulido, oriundo de Jiquilpan, en la segunda mitad del siglo XX.

Otra figura célebre de Jiquilpan también anotaría en sus Apuntes: “Mi abuelo sirvió a la causa republicana como soldado en el Regimiento de Lanceros, bajo las órdenes de los generales Ornelas y Rioseco. Asistió a la batalla de la Trasquila sostenida contra las fuerzas imperialistas del ejército francés (22 de noviembre de 1864)”. Se trataba nada menos que de una nota memoriosa del joven Lázaro Cárdenas del Río, quien hablaba de su abuelo paterno Francisco Cárdenas Pacheco, ya también avanzado un tanto el siglo XX.

Tras la derrota de las fuerzas republicanas, la guerrilla entonces empezó a darles certeros y breves golpes a los franceses, generando una enorme inseguridad en la zona, misma que duró hasta bien avanzado el año 1866. Resultaba relativamente cierto lo que un viejito de Jiquilpan, don José Farías Magallón, contaba:

Puros cañonazos, puros metrallazos, puros boquetes de un tiro, con eso les respondían los paisanos a los españoles [sic]. Porque nunca han podido con México, aunque tengan veinte mil aviones no pueden […] que en un segundo nos acaban. No te creas, también aquí tenemos con qué defendernos; aquí todo México es como el gallo fino, mientras no le chillas no le entra, pero entrando no hay misericordia.

Si bien a principios de 1867 se dio por terminada la intervención francesa en el estado de Michoacán, todavía a lo largo de los siguientes años fueron perseguidas algunas partidas de bandidos que, proclamando vivas al Imperio y a Maximiliano, hicieron desmanes y desfalcaron ranchos.

Jiquilpan durante la República Restaurada y el Porfiriato

El triunfo y el establecimiento del gobierno de los liberales planteó la reorganización de las autoridades tanto estatales como locales. Pero habría que asentir que también generó ciertas espectativas de una reestructuración en materia social y económica.Una vez más aparecieron los intentos por restituirles sus tierras a los grupos desposeídos o afectados por las avaricias latifundistas. Sin embargo las comunidades indígenas vieron frustradas por enésima ocasión sus aspiraciones de recuperar sus territorios, dado que el espíritu liberal de la República Restaurada se proponía crear ciudadanos y pequeños propietarios, y no tanto respetar las propiedades comunales y las tradiciones de los indios. En el caso de Jiquilpan la minoría indígena se replegaría hasta ocupar un pequeño lugar en el espectro de la sociedad local y aún más afuera de los límites de la población.

Para los primeros años de la década de los setenta el predominio de Jiquilpan en la región noroccidental del recién rebautizado estado de Michoacán de Ocampo se manifestaba a través de sus más de 4000 habitantes, su prefectura, su ayuntamiento y su juzgado de primera instancia, además de tres juzgados menores, una escuela de enseñanza primaria para varones, otra escuela para niñas y la antigua Casa de Caridad. Para entonces, las competencias con Sahuayo y Cotija, y no se diga con Zamora, empezaban a afectar la preponderancia de Jiquilpan en esa comarca.

Las causas de tales circunstancias, además de la amarga decisión que implicó que Jiquilpan no fuera incluida en el trazo de las vías del ferrocarril de México a Guadalajara, fueron asuntos de índole interno. Según un informe de la época, mucho se debía al fomento de las envidias, las discordias y las malediciencias entre algunos vecinos “de muy buenas disposiciones intelectuales” que además tenían la mala usanza de publicar sus opiniones en impresos y pasquines locales. Las costumbres de la tertulia, la bohemia y el chisme encontraban su centro de actividades en algunas tiendas, cantinas, boticas y comercios que de vez en cuando recibían periódicos, libros y alguna que otra revista ilustrada. Las noticias del exterior alimentaban esos pasatiempos, la mayoría de la veces inocuas, aunque en ocasiones podían generar no pocas molestias. La división entre aquellas patrias chicas y los grupos sociales que las defendían o deturpaban empezaba a manifestarse de manera escrita en los periodiquillos que por lo general provenían de las ciudades cercanas como Zamora y Guadalajara, y que a su vez reflejaban una malhadada paz provocada por la desunión inicial de la República Restaurada.

Con todo y la deseada calma que parecía restituirse con los gobiernos juaristas y lerdistas en este rincón occidental de Michoacán, una nueva inquietud empezó a agitarse en la zona. Se trató de la actividad bélica y en algunos casos bandoleril de los llamados religioneros o cristeros que se oponían a los liberales por haber “ofendido los sentimientos católicos del pueblo mexicano”. Estos religioneros se resistían a acatar la política civilista de la República Restaurada a la que identificaban como un sistema de persecución religiosa emprendida por los gobiernos del centro del país. La alta jerarquía católica se desligó de estos cristeros, sin embargo los regímenes tanto locales como federales los asociaron con la reacción clerical. El movimiento creció con cierta violencia en el occidente michoacano y los distritos más encendidos fueron Puruándiro, La Piedad, Zamora y Jiquilpan.  Los rebeldes Ignacio Ochoa y Eulogio Cárdenas, así como Francisco Gutiérrez, el Nopal, adquirieron cierta notoriedad en la región entre 1867 y 1882.Durante todo este tiempo sus correrías afectaron no sólo al estado de Michoacán, sino que tocaron también a Jalisco, Guanajuato y Querétaro. Al parecer nunca se estableció un parentezco directo entre aquel Eulogio Cárdenas y la familia jiquilpense que respondía orgullosamente a ese mismo apellido. Mientras el primero evidenciaba su condición clerical y bandolera, los segundos se destacaron por sus filiaciones liberales y poco dadas a la defensa de la mojigatería santurrona.

El 1876, en vísperas de la reelección del presidente Sebastián Lerdo de Tejada, la región no sólo vio cómo se intentó terminar la rebelión religionera después de una “exitosa” expedición bajo el mando del célebre general Mariano Escobedo, sino también cómo un grupo de militares encabezados por el entonces declarado “heroico general” Porfirio Díaz se pronunció en contra de la continiudad lerdista en abierta rebelión que enarbolaba el flamante Plan de Tuxtepec.

En Jiquilpan se dividieron nuevamente los bandos políticos entre lerdistas y tuxtepequistas. Los segundos, blasonando su clara orientación castrense, aprovecharon su triunfo para tratar de meter en cintura a los pocos religioneros que quedaban. Éstos entraron con angustia al redil del “orden y el progreso”, quedándose sin bandera política, ya que el mismo Porfirio Díaz, al que veían como posible aliado antilerdista, les mandaba un Cuerpo Rural de la Federación para someterlos.

Con el paso del tiempo, el Porfiriato impuso su modelo de relativa paz y desarrollo selectivo en Jiquilpan.Tuvo como sus seguidores predilectos a los sectores medios y pudientes que trataban de mostrar en sus arreglos urbanos su afición por lo “moderno”. Algunas calles se reempedraron, se pusieron faroles en las plazas y en los paseos más céntricos; se compró un reloj público y a principios de los ochenta la población jiquilpense se ilusionó vanamente con la promesa del arribo del ferrocarril hasta sus linderos. El augurio nunca se cumplió y no fue sino hasta mediados del último año del siglo xix y los primeros días del siglo xx cuando la vía férrea se acercó a Jiquilpan. Primero el tramo de Yurécuaro a Zamora y en seguida el de Chavinda a Estación Moreno, ubicada en un extremo de los límites de las tierras de Guaracha del lado opuesto a Jiquilpan, apenas y se arrimaron a las goteras de la ciudad. Las vías férreas más cercanas a los jiquilpenses pasaron a más de 20 kilómetros de distancia. 38 Y si bien desde 1868 ya se había inaugurado una línea de buque de navegación por el Lago de Chapala, Jiquilpan se mantuvo al margen de aquellos signos de modernidad que eran las vías de comunicación que llevaban las máquinas de vapor de un extremo al otro del territorio mexicano.

Para ir a México se tenía que ir a caballo hasta la Estación Moreno, tomar el tren hasta Pénjamo y de ahí volver a tomar el tren hasta México. Para ir a Guadalajara, se iba de aquí a la Palma, ahí se tomaba una lancha hasta Ocotlán de donde se agarraba el tren para Guadalajara.De aquí a México los caminos eran de herradura con muy pocas brechas para carros de tracción animal. 

Así contaba Amadeo Betancourt Villaseñor, quien había nacido en Jiquilpan en 1907, los pormenores de los viajeros y comerciantes hasta bien avanzado el siglo XX.

Las distancias, las brechas y los caminos de herradura que unían a las poblaciones de Jiquilpan, Sahuayo, Cotija y Guarachita con las vías del tren, favorecieron, sin embargo, la continuidad del uso de la arriería, y por lo tanto de la explotación ganadera de la región. Esto lo tuvo muy claro el entonces dueño de Guaracha, el heredero Diego Moreno Leñero, quien hizo lo posible por que el ferrocarril no se acercara demasiado a Jiquilpan o a Sahuayo y así poder mantener su control en la zona disponiendo de recuas y transporte caballar. En la medida en que se necesitaba el servicio de arrieros y carretoneros que la propia hacienda de don Diego brindaba, su afán de mantenerse arraigado a la región aumentó, lo mismo que sus copiosas ganancias.

Por cierto que durante estos primeros años del Porfiriato un sólido crecimiento en la producción de maíz, trigo, garbanzo, frijol y caña significaron un impulso extraordinario a la revitalización y expansión de la hacienda de Guaracha. En 1892 incorporó nueva maquinaria accionada por vapor para el ingenio de azúcar y de alcohol. Los beneficios de esos mismos años permitieron que se contruyera la casa grande de dicha hacienda que, con gran ostentación, orientó su arquería, sus corredores y sus elegantes espacios desde un alto mirador hacia las tierras bajas del plan de la Ciénega.

Sobre una loma, a unos cuantos kilómetros de los linderos orientales de Jiquilpan, se alza, aún hoy en día, el conjunto de construcciones que conformaron aquella casa grande como símbolo de poder omnímodo sobre todas las tierras que se alcanzaban a ver desde su portal y su majestuosa arcada. El gran jardín, las habitaciones de altos techos, los patios interiores, la parroquia, la sacristía, la alberca y el frontón, así como los dos grandes portones de acceso, señalados por sendos arcos triunfales, se erguían como alegoría de las cuantiosas ganancias que la hacienda produjo durante esos últimos 20 años del siglo XIX.

Como muchas otras haciendas de la región y de otras partes del país, Guaracha vivió el auge de la gran expansión territorial de la propiedad privada promovida por el modelo porfiriano de desarrollo capitalista. Para finales de la centuria ese enorme latifundio tenía 11 haciendas anexas que practicamente dominaban los linderos del municipio de Zamora hasta las riberas del Lago de Chapala. Cada hacienda tenía su nombre propio, mismo que a veces apelaba directamente al tipo de producto o actividad que se ahí se desarrollaba: Cerro Pelón, Platanal, Cerrito, Colorado, Guarachita, San Antonio, Las Arquillas, El Sabino, Guadalupe, Las Ordeñas y Capadero.

Aparte de la casa grande y la maquinaria del ingenio, con sus altos chacuacos y sus instalaciones mecánicas, otras mejoras se fueron introduciendo en Guaracha que a la par beneficiaron a los pueblos vencinos. El telégrafo y el teléfono aparecieron en los primeros años de la última década del siglo y otros aparatos como el fonógrafo y el cinematógrafo detuvieron su paso hacia occidente en estos rumbos para dejarse admirar por sus pobladores.

Sin embargo, la mayoría de los beneficios provenía de la explotación del trabajo humano, de la tierra y el ganado. En cuanto al primero habría que destacar la construcción de un bordo de más de 13 kilómetros de largo, casi seis metros de ancho y más de tres metros de alto, que cientos o miles de peones de Guaracha y de varias haciendas asociadas levantaron para detener las sempiternas inundaciones provocadas por las crecidas del Lago de Chapala. Aun así de vez en cuando el bordo se rompía produciendo grandes hoyas de agua estancada que afectaban la salud de los pobladores de la región. Es muy probable que las epidemias de tifo, principalmente la que se vivió en los últimos meses de 1893 y los primeros de 1894, tuvieran su origen en esas aguas empantanadas e insalubres.

En materia hidráulica ésa no sería la última aventura en la que se embarcarían las tierras de Guaracha y sus alrededores. Los intentos por desecar una parte del Lago de Chapala a partir de 1905 provocarían también algunos desmanes que mostrarían el poder que los grandes propietarios ejercían sobre los pueblos y sus tierras durante el Porfiriato. Este afán por desecar y aprovechar las tierras fértiles que quedaban al descubierto también afectaría a otras ciénegas y lagos del país, principalmente los del Valle de México, que a la larga sufrirían las severas consecuencias del desequilibrio ecológico. Pero dicho asunto no pasó por la cabeza de los porfirianos embelesados por los signos de pesos y dólares que se establecieron como únicos criterios de distinción.

Habría que reconocer que, con todo y su mediano confinamiento, el Jiquilpan de los años ochenta y noventa del siglo XIX vivió una relativa prosperidad. La región todavía mantenía 10 extensiones importantes de tierra en régimen de propiedad comunal. En contraparte existían por lo menos 173 ranchos. Si bien la mayoría de los jornaleros apenas podía “malcubrir sus desnudeces”, casi todos los jiquilpenses “hijos de vecino poseían una o varias vacas para el mantenimiento de su familia”. El producto de su trabajo, ya fuera artesanal, de servicios adminstrativos o en los quehaceres privados, se invertía por lo general en la compra de vituallas para aliviar el diario sustento.

Para entonces el pueblo ya contaba con dos escuelas para niños y tres para niñas.Dos eran sostenidas por la municipalidad, las demás se mantenían con el dinero de particulares. El total de infantes atendido por autoridades escolares no pasaba de los 200 o 215 y el recuento global de maestros no parecía ser mayor de 12 individuos.

En esos últimos 20 años del siglo XIX variaron las cifras que contaban a los habitantes de Jiquilpan, y lo hicieron con una clara tendencia a la disminución y al decrecimiento.De casi 6000 habitantes en 1889 el número de jiquilpenses descendió a poco menos de 4500 en 1900. Esto se debió a las epidemias y a las migraciones que afectaban sobre todo a los sectores menesterosos. En cambio, si se atiende al número de personalidades “de relevancia regional” que aparecía en los directorios locales y estatales, las variantes fueron mínimas, y entre 1894 y 1900 se pudo constatar la presencia de 15 comerciantes establecidos, tres fabricantes de cigarros y uno de jabón, dos médicos, cinco ministros cató- licos, un notario y cuatro abogados. Los agricultores eran mayoría ya que llegaron a registrarse 17, tres de los cuales se identificaban como hacendados.

La ciudad de Jiquilpan de Juárez, con todo y su fama de liberal, seguía siendo un buen espacio para la celebración de fiestas y actividades religiosas de toda índole. Los festejos patronales y cívicos incrementaron, aunque justo es decir que los que tenían algo que ver con el santoral se llevaban de calle a los que respondían al calendario cívico. Poco a poco ganaron fama regional las fiestas jiquilpenses del Sagrado Corazón, las de la Virgen de los Remedios, la patronal de san Francisco y las de Nuestra Señora de Guadalupe.

Así, mayo, junio, octubre y diciembre se convertían en meses que reunían a pobladores locales con vecinos de ranchos y pueblos cercanos. Los toros, las peleas de gallos, las ferias, los bailes y los cohetes atraían a una multitud que mal que bien reactivaba el comercio jiquilpense adquiriendo los productos de reboceros, curtidores y sombrereros, que en su mayoría sólo en esas ocasiones festivas lograban juntar dinero extra para su sustento.

Con todo, Jiquilpan de Juárez “era el único enclave del gobierno liberal y conciliador de Díaz en el occidente michoacano”, como dice el historiador jiquilpense Álvaro Ochoa. Las demás poblaciones se cubrían con un aura clerical en la que la moral cristiana, si no es que una portentosa mojigatería, reinaba en gobierno y cotidianidad. Por esa condición liberal y porfiriana, Jiquilpan se dio el lujo de festejar con mucho bombo y jalengue las efemérides impuestas por el gobierno civil, sobre todo el 5 de mayo y el 16 de septiembre. Esta última fecha además de celebrar el inicio de la lucha por la Independencia, de paso recordaba y convertía en fiesta el cumpleaños de la primera figura de la República, el presidente y general don Porfirio Díaz, a quien no tardaría en conocérsele con el sobrenombre de el Dictador.

Otras fiestas civiles también se celebraban en Jiquilpan, pero se hacían recurriendo a algunas actividades un poco más aburridas como las oraciones cívicas, las iluminaciones, los desfiles y una que otra serenata. Aun así lo que deveras le dio a Jiquilpan cierto renombre en materia de festejos fue la celebración de las efemérides del santoral cristiano, especialmente las septembrinas fiestas de san Francisco.

A diferencia de lo que se decía de sus miembros un par de lustros antes, la sociedad jiquilpense de estos años de auge profiriano no parecía tener mayores intenciones de confrontación interna o externa. Según don Ramón Sánchez, el ilustre y culto personaje local que publicó en 1896 su Bosquejo estadístico e histórico del Distrito de Jiquilpan de Juárez, dicha sociedad era “morigerada de costumbres […] y de un espíritu conciliador”. Cierto es que ocasionalmente aparecían algunas riñas, sobre todo en bailes y fiestas, aunque al decir del mismo don Ramón, en los últimos cinco años no se habían dado muchos casos de delincuencia, incluyendo los muy comúnes raptos de muchachas casaderas.Tal vez la cárcel, la fuerza de seguridad municipal y la guarnición militar que constaba de tres oficiales y 23 soldados, lograron persuadir a los posibles malhechores de ocuparse de otros asuntos.

Quizá algo que influyó en el ánimo pacifista de los jiquilpenses fue el paso ocasional de “las cuerdas” de presos que iban con rumbo al puerto de Manzanillo y de ahí a las Islas Marías. Pasaban por las inmediaciones de Guaracha amedrentando a la población, muy al estilo represivo característico del Porfiriato contra vagos, delincuentes y pobres. Contaba don Froylán Toscano Cárdenas, un jiquilpense nacido en 1910 que:

Las cuerdas era filas de gente que agarraban injustamente, por mala voluntad. Nomás porque algunas señoritas no aceptaban ser burladas o sus esposos no aceptaban lo que los ricos decían, entonces les levantaban un falso y al rato ahí van en filones, en unas cuerdas largas de cien o doscientos hombres y las señoras por un lado llorando, porque casi era seguro que ya no iban a regresar.

A pesar de esas circunstancias, los adelantos materiales que el auge porfiriano presumió en buena parte del país, producto de la “poca política y la mucha administración”, también se dejaron sentir en Jiquilpan, sobre todo en la última década del siglo xix.Un par de fuentes de agua cristalina —una en el exterior del atrio parroquial y otra frente al mercado de Ocampo—, la apertura y el adoquinado de algunas calles, la nomenclatura de las mismas y la numeración de las casas, el alumbrado público, la construcción de un puente, la cañería, el arreglo de la cárcel, la inauguración del rastro, la adquisición de un terreno para poner los adoquines de un parque y otras actividades de las que informaron los distintos ayuntamientos durante aquellos 10 años, mostraron que Jiquilpan se encarrilaba poco a poco en la vía de la llamada modernidad positiva.

Sin embargo ahí permanecía con terquedad asombrosa la pobreza de poco más de 85% de su población, y una tercera parte de la misma era considerada paupérrima. Los pudientes seguían controlando la administración pública local, mientras el número de habitantes en la localidad descendía por causas ligadas a la explotación y el hacinamiento, a las enfermedades y a la migración. La mortalidad infantil era todavía muy alta, ya que de cada dos bebés que nacían, lo más seguro era que uno no lograra sobrevivir.

La familia y la juventud de Lázaro Cárdenas del Río

Creo que para algo nací. Algo he de ser. Vivo siempre con la idea fija de que e de conquista fama… Lázaro Cárdenas, 1911 El general Aristeo Mercado, un entusiasta partícipe de la Revolución de Ayutla, conocido miembro del ejército juarista y diligente intérprete de los designios porfiristas, gobernó Michoacán entre 1892 y 1911. Su gestión, como la de muchos otros gobernadores durante el Porfiriato tardío, se fincó en un intento de reproducir a escala estatal el modelo político y económico propuesto por el general Porfirio Díaz a nivel nacional. Las pretensiones de llevar al país hacia la “modernización” y de tratar de “elevarlo a la altura de las grandes civilizaciones contemporáneas” por vía de la paz, el progreso y la inversión extranjera fueron emuladas por el general Mercado con sorprendente eficiencia.

Como es bien sabido, durante los años del auge porfiriano se dieron grandes facilidades para la incorporación de capitales foráneos en diversas regiones del país, sobre todo en la industria minera, la textil, la agropecuaria, la de transformación y en los servicios. Compañías inglesas, estadounidenses, francesas, alemanas, belgas, españolas y danesas invirtieron en puertos y puntos de contacto internacional para facilitar la integración de la producción mexicana con el mercado mundial. Se comunicaron por vía férrea la mayoría de las ciudades importantes del interior, se promovieron los procesos de explotación de los recursos del subsuelo, los forestales, y se fortalecieron los vínculos comerciales. Junto con ello se le dio particular importancia al fomento de las agroindustrias, la exportación de carne, granos y azúcar. Se instaló y se promovió el consumo de la energía producida por la incipiente industria eléctrica y desde luego se apuntaló el desarrollo de una base financiera y de bancos en las principales capitales del país.

Para lograr esto fue necesario crear estructuras de administración estatales semejantes a la propia configuración del gobierno nacional, y a nivel regional se les otorgó el control político y económico a las autoridades afines al proyecto porfiriano o a los caciques y hombres fuertes locales que congeniaban con el mismo.De esta manera las ciudades y los pueblos, los campos y los caminos fueron administrados en primera instancia por representantes del mismísimo don Porfirio, quien delegaba dicha gerencia a los gobernadores fieles e incondicionales. Éstos, a su vez, eran apoyados por caciques locales cuyas alianzas, por lo general, oscilaban entre los intereses económicos de los grandes terratenientes, dueños de minas o agroindustrias y los apuntalamientos políticos de autoridades y administraciones regionales. La cadena de mando político y económico podía así establecer un vínculo directo entre la dimensión regional y el poder nacional. Aunque es cierto que no siempre aquel vínculo garantizara eficencia en la implantación de la horma, ni tampoco se lograra sin resistencias o represiones.

En Michoacán, siguiendo de manera cercana aquel modelo, el gobernador y general Aristeo Mercado fue un operador bastante incondicional del dominio central de don Porfirio. Y los poderes regionales, es decir, los terratenientes, los caciques y hombres fuertes de cada región apuntalaron a don Aristeo en la medida en que éste les permitió ejercer su poderío local a cambio de su alianza política. No fue raro que el hombre fuerte, el cacique y el terrateniente fueran la misma persona, así como sucedió en el noroccidente de aquel estado michoacano.

En Jiquilpan y para 1895 el cacique llevaba el mismo nombre que el del dictador mexicano, aunque distinto apellido, se llamaba Porfirio Villaseñor. Sus propiedades territoriales llegaban a sumar unas 2 000 hectáreas, casi todas ubicadas en los alrededores de aquella pequeña ciudad, y su influencia era suficiente como para imponer o destituir a los prefectos, a los jueces o a cualquier otra autoridad municipal.Tenía además, en su casa ubicada en el centro de la población, una de las tiendas mejor surtidas y más importantes de la región.Dicha tienda la había heredado de su padre don Manuel, quien también había sido un hombre bastante poderoso en Jiquilpan desde mediados del siglo xix. Elisa, la hija de don Porfirio Villaseñor, lo recordaba así: “Mi papá era gritón y tenía su carácter, pero nadie que fuera a pedirle un favor salía desconsolado. A los que sembraban con él nunca les cobró ni encierro, ni desgrane ni intereses de nada”.

Esta imagen de cacique benefactor la mantuvo Villaseñor hasta avanzado el siglo xx ya que, al parecer, a quienes tuvo de medieros lo recordaban con cierto aprecio. Aun cuando los trabajadores en el campo vivieron un proceso de pauperización en buena parte de la República durante los años del Porfiriato, la situación en los terrenos de Villaseñor se distanció de esa generalidad. Su nieto, Amadeo Betancourt, evocaba sus dominios de la siguiente manera:

Todos los habitantes de las haciendas tenían vacas, cerdos y bestias que pastaban en los terrenos de mi abuelo, así que los sirvientes llevaban una vida bonita, comían bien, vestían bien y andaban limpios.Daba la impresión de que vivían a gusto porque cantaban en las mañanas y en las noches. Quiero decir que el trabajo que hacían no era agobiador, porque se permitía estar contentos cantando, comiendo buñuelos, asando elotes, hasta la una de la mañana.

Pero justo es decir que las remembranzas de esa arcadia bucólica que parecía evocar las películas mexicanas de los años treinta y cuarenta, al estilo de Allá en el Rancho Grande o Así se quiere en Jalisco, resultaban poco convincentes. Lo más probable es que hacia finales del siglo xix la situación en el campo noroccidental michoacano no fuera tan holgada. Los alzadores, los yunteros, los azadoneros y los cortadores de leña no formaban parte de esas loas nostálgicas, y  sus recuerdos más bien remitían a la pobreza y a la miseria. En su memoria pervivía lo que llamaban “la dobla” que implicaba, para los sembradores en tierras arrendadas, dar dos anegas de maíz al dueño por cada una que se recogía en sus terrenos.Don Nicolás Díez Madrigal, un vecino jiquilpense humilde nacido en 1890, contaba que “la mantención de nosotros eran frijoles con chile, sal y tortillas, ese era todo el alimento, con eso nos criamos todos los pobres del cerro. Nos pasamos una vida tremenda, triste, nos criamos en una calamidad, en una necesidad”.

Y si Porfirio Villaseñor era el cacique, no faltaron otros terratenientes como Rafael Quiroz, Pancho Villaseñor, y la señora Carlota Loza, que se encargaron del arrendamiento de la mayoría de las buenas tierras que rodeaban aquella pequeña ciudad. “Todos los ricos tenían al pobre muy sumergido, por eso el pobre nunca levantaba cosecha, nomás sacudía el sarape”, diría don Teodocio Cervantes Granados, otro memorioso del campo jiquilpense de aquellos años.

El despojo a las comunidades, sobre todo a las que tenían población mayoritariamente indígena, seguía viento en popa, al grado de que muchos se mudaron a las goteras de Jiquilpan a trabajar en lo que fuese necesario, puesto que no se podía susbisitir del campo. Aun así, esta población se mantuvo relativamente independiente con una vida sencilla y acudiendo a la buena voluntad y a una incipiente organización de beneficio mutuo, que pretendía velar por la supervivencia de los menesterosos. Para el cierre del siglo xix los dirigentes de la comunidad indígena de Jiquilpan eran un cartero, un sombrerero y dos albañiles.

Sin embargo, con todo y la polarización creada por la política liberal porfiriana, algunos espacios sociales no tan ligados a las grandes propiedades y al gran comercio lograron beneficiarse. En el ámbito de los servicios, de la compraventa en menor escala y de la muy pequeña industria, aparecieron ciertos recursos que permitieron a los sectores clasemedieros jiquilpenses salir adelante sin tantas premuras económicas. Esto resultaba cierto sobre todo para quienes se acogían a la administración y el aprovechamiento de los beneficios urbanos que trajo consigo la “modernidad” porfiriana.

Como centro de aplicación de justicia local y referencia obligada a la hora de la administración de rentas regionales, y punto de enlace entre las tierras fértiles de la zona suroriental de la ciénega del Lago de Chapala y la ciudad de Guadalajara, pero sobre todo como “bastión del liberalismo” en el mojigato noroccidente michoacano, Jiquilpan vivió en el último lustro del siglo xix un sencillo auge que logró colarse hasta el seno de algunas familias que conformaban los sectores medios ascendentes locales.

En 1895 uno de esos clanes de clase media pobre jiquilpense fue la familia Cárdenas-Del Río. Los fundadores de este linaje, entre artesanal y comercial, fueron Dámaso Cárdenas Pinedo y Felícitas del Río Amezcua. Para 1893, consolidado su matrimonio un par de años antes, nació Margarita, su primogénita.Don Dámaso venía de una parentela de tejedores y para el tiempo en que contrajo nupcias con la joven Felícitas se había asociado con un miembro de la familia de su madre con el fin de instalar una fábrica de jabón después de haber probado la vida de comerciante.Dicha sociedad duró poco, pues con las ganancias del negocio y cierto aporte de la familia de su mujer, don Dámaso instaló un pequeño establecimiento comercial de abarrotes y semillas, al que añadió una mesa de billar.Ubicado en la calle Nacional, aquel local en el que no eran escasos los licores, los cigarros, y algunos juegos de dados y naipes, “pronto se convirtió en el mejor y más frecuentado lugar donde los hombres hallaban un momento de esparcimiento” y distracción.

A pesar de que Jiquilpan era todavía un pueblo aislado, con algunos patrones culturales muy propios arraigados en giros lingüísticos y costumbres cívico-religiosas, las influencias externas ocasionalmente se recibían gracias a los periodicos y libros que se comentaban en aquel comercio de don Dámaso. El periódico porfiriano El Imparcial llegaba una o dos veces por semana, con seis días de retraso. 56 Y aunque la mayoría de la población era analfabeta, no por eso se mantenía ajena al comentario de las noticias, a las que era frecuente añadirles algún cuentecillo o comentario sazonados por la cosecha local.

Si bien el primer negocio de don Dámaso se encontraba cerca del centro del pueblo, cierta tradición orientaba a la familia a los barrios de San Cayetano y La Tijera. Ahí se asentaban los tejedores de sarapes y rebozos, oficio que había ejercido don Francisco Cárdenas, el padre de Dámaso, quien también apoyaba la economía doméstica como vendedor ambulante, con cultivos y alguno que otro producto de la res que mantenía en un terreno no lejos de las goteras del pueblo.Don Francisco era de Zapotlán, hoy Ciudad Guzmán, ubicada no muy lejos de Jiquilpan en el vecino estado de Jalisco, y se había casado con Rafaela Pinedo que sí era jiquilpense, por lo que decidió establecerse ahí. En sus Apuntes, el general Cárdenas recordaría a su abuelo de la siguiente manera:

En el periodo que estuve en la escuela, durante la temporada de lluvias, los sábados y los domingos acompañaba a mi abuelo Francisco Cárdenas Pacheco a su “ecuaro” de dos hectáreas de terreno inclinado, situado en las faldas del cerro de San Francisco, terreno que rentaba sembrándolo de maíz, frijol y calabaza; trabajaba la tierra empleando el azadón, el arado no se utilizaba por lo pedregoso del terreno. En la siembra y la escarda yo tomaba parte con el azadón hasta donde lo permitían mis fuerzas. Le ayudaba también con sus trabajos de rebocería enrollando canillas con hilo en la redira de la mano. 

Otro tío de aquel joven, pero por el lado materno, también fue rebocero de aquellos barrios jiquilpenses en cuyas orillas las casas de “chiname y caña” indicaban que se trataba de gente pobre, como contó doña Petra Méndez Abad, vecina de esos rumbos. La actividad de aquellos barrios combinaba la rebocería con el curtido de pieles y la manufactura de indumentaria diversa. En la calle de San Francisco se dejaban sentir “todos los aromas y trasudores de establos, cueros húmedos y cuerno quemado”.Después de curtir las pieles, los artesanos hacían huaraches empapados en petróleo “para que rechinaran mejor” y los pudieran vender a buen precio en el mercado, según contaba don Ignacio Núñez Contreras, antaño huarachero de oficio.

Don Dámaso, con la ayuda de algunos libros de medicina que había leído en sus ratos de ocio, recetaba remedios sencillos para la gente pobre que lo iba a consultar de tarde en tarde tras la barra de su establecimiento. Sin embargo, las limitaciones económicas apretaban a tal grado que después de 1908 el negocio se tuvo que cambiar a la casa en donde vivía la familia entera, ya que la renta del local para la tienda cantina era insufragable. Después de adaptar un par de habitaciones conjuntas que daban a la calle, abrió nuevamente su establecimiento al que llamó “La Reunión de Amigos”.

Doña Felicitas también ayudaba con algunos centavos que ganaba a cuenta de la costura de ropa ajena. La mujeres usaban entonces largas faldas con pliegues que llamaban “pastelones o embutidos y mucha blonda”, es decir: con una amplia franja de encaje tejido, mismo que doña Felicitas se encargaba de manufacturar y pegar con paciencia.

La familia vivió en aquella casa que una tía de doña Felícitas, Ignacia Mora de la Torre, les había legado no lejos del centro de Jiquilpan. En la parte posterior tenía un patio con un pozo al cual acudían los vecinos para recoger el agua con cántaros, jarritos o “apastes”.De esa manera la familia Cárdenas-Del Río vivía en constante contacto con los estratos más populares de Jiquilpan: en la cantina-tienda con don Dámaso y en el pozo con doña Felícitas. Así aquella prole no sólo tuvo la experiencia inicial de la pobreza incisiva sino también el trato con sectores sociales que ponían en evidencia la miseria local y que se vinculaba directamente con el mundo indígena. Sin embargo, habría que reconocer que los Cárdenas del Río se identificaban más con los mestizos rancheros que transitaban hacia una relativa modernidad urbana en aquel fin de siglo que con los desposeídos y los marginales.

Don Dámaso se ganó un prestigio particular en Jiquilpan, ya que aun siendo de estirpe liberal, su conocimiento sobre farmacopea y medicina le dio un lugar sólo inferior al del cura de la localidad.  Doña Felícitas en cambio provenía de una familia muy católica, que sin duda se alegró cada una de las veces que recibió la noticia del arribo de un nuevo vástago. En total fueron ocho hermanos Cárdenas: Margarita, Angelina, Lázaro, Dámaso, Josefina, Alberto, Francisco y José Raymundo. Aunque vivieron estrecheces a ninguno le faltó comida y todos alcanzaron por lo menos una instrucción primaria.

Lázaro nació el 21 de mayo de 1895 y sus padres, muy acorde con la tradición católica, lo bautizaron como José Lázaro Cárdenas del Río en la parroquia de san Francisco en Jiquilpan. A los pocos días también lo llevaron a un estudio fotográfico para que le hicieran una placa que lo presentaba como un bebé rechoncho, con bastante cabello oscuro y una mirada perspicaz. Llamaba la atención la corpulencia de aquel infante que sin duda contrastaba con la constitución raquítica de otros recién nacidos en la región, víctimas de la mala alimentación y la miseria.

Ser el primer hijo varón de aquella familia jiquilpense determinó que Lázaro tuviese un destino particular. Llegado el tiempo asumiría las responsabilidades de ser cabeza de familia, por lo que desde muy pequeño pareció ser el centro de las preocupaciones de su padre como de su madre y sus hermanas. Sus biógrafos se han encargado de recrearle una infancia llena de justicia y responsabilidad, poco probable en un joven que se crió entre los amigos y parroquianos del establecimiento de don Dámaso y las correrías por los barrios y las afueras de Jiquilpan, en los potreros y ranchos de los terratenientes locales y sin duda en las vastas propiedades de la hacienda de Guaracha. Con seguridad fue también en esas correrías cuando aquel joven estableció su contacto con indígenas locales que tenían más antecedentes de nahuas que de purépechas. Su tía y madrina Ángela, la hermana menor de su padre, una señora muda y amorosa, particularmente sensible a los reclamos indígenas de la región, también tuvo una especial influencia en la impresión que Lázaro tuvo durante estos primeros años con relación a la pobreza del lugar. A pesar de eso, el joven vivió su infancia arropado por los beneficios que los sectores medios jiquilpenses recibieron en pleno auge porfiriano.

Aun cuando la figura paterna de don Dámaso aparecía un tanto distante del niño Lázaro, una autoridad relativamente respetuosa, muy al estilo de las jerarquías familiares provincianas, emergía de su evocación. Si se parte de la imagen que se puede entrever en los recuerdos del General, esa distancia se debía a un carácter recio y firme, que se combinaba con cierta racionalidad y justeza, pero que tambien podría rayar en el arrebato o la confrontación violenta.

En 1900, cuando Lázaro apenas había cumplido los cinco años, se produjo un incidente en las afueras de Jiquilpan en el que don Dámaso se vio involucrado y que ejemplifica los extremos a los que podía llegar su volátil carácter. Entre el 16 y 18 de mayo se inició la averiguación previa por una queja que el señor Román Grimaldo de 50 años de edad presentó en el juzgado de Jiquilpan. Según Grimaldo, Dámaso se había presentado el día 10 en su rancho en el cerro de San Francisco para reclamarle “pistola en mano” por una cerca de 60 brasadas que el quejoso debía haberle construido puesto que ya se la habían pagado. Por medio de insultos que consistieron en decirle a Grimaldo que era “un cabrón, hijo de la chingada ladrón, y que ojalá tuviera una hija para burlarme de ella”, Dámaso estuvo a punto de soltarle un plomazo, si no es que un vecino, Dionisio Arredondo, no aparece presto para ir por su fusil y enfrentar al enfurecido reclamante. La versión de Dámaso en aquel incidente fue otra. Cierto que había ido a reclamarle su deuda a Grimaldo, pero éste le había dicho:

—No le pago una chingada. A lo que Dámaso le dijo:

—Bueno, entonces, regáleme tantita agua.

—Que se la regale su chingada madre —contestó Grimaldo.

Aquello hizo rabiar a Dámaso, por lo que continuó la trifulca, que según otro testigo compadre de Dámaso, Adrián Miranda, no llegó a mayores. El 19 de mayo el juez de Jiquilpan declaró auto de formal prisión a Dámaso Cárdenas por el delito de injuria y agresión armada. El 25 de mayo el prisonero se inconformó apelando contra dicha sentencia y para el 29 ya había salido de la cárcel.

Desde luego que este asunto no aparece en los Apuntes de Lázaro Cárdenas, pero sin duda muestran el temperamento arrebatado y geniudo de su padre, mismo que contrasta con la parsimonia y control que acompañaron la imagen de su primer vástago a lo largo de toda su vida.

Como ya se ha mencionado, a la vuelta del siglo Jiquilpan contaba con dos escuelas oficiales: una de niños y otra de niñas. Sin embargo, el joven Lázaro Cardenas del Río asistió a sus primeros estudios en la escuela privada de Mercedita Vargas. Pero a los ocho años, tal vez por las carencias económicas, sus padres lo inscribieron en la escuela oficial y ahí, junto con otros 150 niños, fue alumno del profesor Hilario de Jesús Fajardo. Según el propio Cárdenas y varios de sus biógrafos, este profesor influyó de manera determinante en su ánimo por ser “trabajador, serio y de gran talento”. Con él los jóvenes solían llevar a cabo constantes paseos por las afueras de Jiquilpan reconociendo algunos procesos naturales in situ.Tal vez ese fue el origen de la gran afición de Cárdenas por la reforestación y particularmente por la protección a los árboles y los bosques. Igualmente su respeto profundo por la naturaleza quizás le viniera de esas enseñanzas primerizas del profesor Fajardo. Sin duda, desde muy joven fueron también sus propias deambulaciones por los alrededores de Jiquilpan y su mundo campirano y abierto que despertaron esa afición. En algún momento en sus Apuntes recordó que “teníamos una vaca de color bermejo y blanco que yo llevaba por las mañanas, después de ordeñarse, al potrero de La Cruz y por la tarde la recogía alojándola en el pequeño corral pesebre de la propia casa”.

Según las mismas memorias del General, aquel profesor Fajardo era “cariñoso y enérgico cuando así lo merecíamos. Los sábados por la tarde nos llevaba a la alameda donde jugábamos pelota o jinetéabamos becerros. Al reunirnos al pie del centenario salate que existió en la propia alameda hacía citas de la gran admiración que guardaba por el señor Morelos y el señor Juárez”. 63Tal vez influido por la pátina del patriotismo posrevolucionario, el recuerdo de dicha enseñanza liberal decidió colocar a ese joven, que rápidamente se aficionaba a las excursiones, entre próceres y héroes, a la merced de un disfrute particular de los recorridos por los alrededores de su pueblo natal. En esas grandes extensiones pertenecientes a la hacienda de Guaracha y a los ranchos circundantes quedaba claro que el modelo económico liberal y su propuesta de igualdad de oportunidades para todos, poco se había aplicado durante aquellos años de fin de siglo. La abundancia que aparecía en la naturaleza, tanto en cultivos como en potreros y pastizales, contrastaba con la miseria de sus chozas y jacales que salpicaban el paisaje con sus manchas de indigencia y penuria.

Muchos testimonios coinciden en que el joven Lázaro fue un niño relativamente aislado y silencioso. Su distracción favorita parecía ser platicar con algunos viejos del pueblo que hasta el día de hoy conservan una enorme riqueza de relatos orales. Entre esos relatos destacan los que cuentan acontecimientos sobrenaturales, de brujas y muertos, o historias locales, cotidianidades y chismes populares. En los registros de los acontecimientos que rompían la pesada y monótona vida diaria, se podrían encontrar los antecedentes de la voluntad del propio Cárdenas por llevar un diario desde su adolescencia.Desde luego el espíritu reflexivo y el afán por escribir lo vivido y pensado contribuyeron a ello. Pero en todo caso, con registro o sin él, las amistades de aquel joven parecían orientarse hacia los hombres y las mujeres mayores dispuestas a compartir sus historias y experiencias.

Uno de sus narradores favoritos era el viejo sastre del pueblo, Esteban Arteaga, que le contaba sobre las obstinadas campañas contra los franceses, originándose así, según uno de sus primeros biógrafos, el estadounidense William C.Townsend, “el futuro militar con una tenacidad infalible que algunos han llamado testarudez”. Quizá también en tales relatos de claro raigambre liberal, con su fuerte carga pedagógica positivista y ejemplarizante, se encontró el germen de su particular inclinación hacia la solemnidad y el cultivo de la “historia de bronce”. Años después el General debió justificar esa seriedad recordando: “Conocí obras de Victor Hugo, de Juan A. Mateos y poesías de Antonio Plaza, que eran las preferidas de mi padre. No faltó la colección de Salgari que compré a un comerciante ambulante. Escasos libros había a nuestro alcance”. Y en efecto, difícilmente se podrían endilgarle los adjetivos de erudito y letrado. Sin embargo, la combinación de serenidad y perspicacia, es decir, la complementaridad de una inteligencia natural y un pragmatismo sencillo las empezó a cultivar desde muy joven.

A los 10 años Lázaro comenzó a practicar de manera solitaria ciertos ejercicios marciales, justo cuando por instancias del general Bernardo Reyes, director de la Escuela Militar Nacional en 1905, se organizaron las milicias de jóvenes en compañías de reserva. Al parecer aquel muchacho precoz se aprendió de memoria el manual de tácticas militares, mismo que apuntaló sus primeros conocimientos de patriotismo liberal y sirvió de base a la hora de emprender su adolescencia rebelde.

De vez en cuando solía irse de pinta con algunos amigos a la alameda o a las afueras de Jiquilpan a jinetear becerros o a merodear por el campo, tal vez con una intención oculta de mostrar cierta firmeza de carácter o, si se quiere, no tanta docilidad frente a la rigidez escolar. Su padre solía reprenderlo cuando se enteraba de esas ausencias, con la costumbre correctiva provinciana de soltar varazos a diestra y siniestra con una rama de membrillo. El famoso “Pancho Membrillo” le marcó la espalda y los brazos en más de una ocasión, y también tuvo su protagonismo con su amigo Francisco Hernández, quien corrió cierta vez de la amenaza gritándole al enfurecido progenitor de Lázaro: “Estése, don Dámaso, yo no ero su hijo”.

Esta rebeldía se manifestó con cierta orientación anticlerical en algún momento cuando contaba con 11 años de edad. La anécdota que dio pie a tal conciencia sucedió después de un desaguisado con un compañero de juego. El joven Lázaro fue castigado y recluido bajo la supervisión de un cura. 67 Al parecer, el evento afectó su disponibilidad con los fanáticos devotos de la Iglesia católica, muy a pesar de que su madre, doña Felícitas, fuera una “devota sincera”, como él mismo reconocería en sus memorias.

Esta experiencia fue narrada por el propio Cárdenas mucho tiempo después:

Por el año de 1906 se avecindó en Jiquilpan, procedente de Tingüindín, don Refugio Pardo. Atendía un comercio y sastrería. Mi padre le bautizó a uno de sus hijos. Con el mayor de sus hijos, llamado Alberto, tuve amistad. Él un tanto bromista, se las daba de valiente.Una mañana que salimos de la escuela encontramos a un grupo de alumnos en el atrio, jugaban aventándose agua de una de las pilas. Al pasar con Alberto uno del grupo le dirigió una ligera broma y Alberto le pegó fuerte haciéndolo caer en el suelo. Le llamé la atención a Alberto por no merecer su agresión el muchacho que le dirigió la broma.

Se violentó Alberto y cogió una piedra y me la tiró. Yo tomé un ladrillo y con él le dí un golpe en la cabeza, sangrándolo.De ahí corrió a aquejarse con don Refugio, quien avisó a mi padre en momentos en que yo llegaba a la casa. Me castigó con energía; intervino mi madre y me llevó ese mismo día a internarme a “la casa de los ejercicios”, ejercicios que anualmente verificaba el señor cura del lugar en la casa que le proporcionaban los vecinos.

Al día siguiente de haber ingresado a la “casa de los ejercicios”, el señor cura de nombre Luis G. García, me llamó al confesionario. Al acercarme a él me hizo una serie de preguntas con frases que yo tenía el concepto de que los sacerdotes no usaban y que llamaban “malas palabras”. Al escuchar lo que sólo había oído entre gente que peleaba o en estado de ebriedad, me retiré sin hacer caso de su llamado. Me dirigí violentamente a la puerta y salí encaminándome a mi casa.

El asunto resulta bastante revelador si se toma en cuenta que en aquellos tiempos por cada liberal había por lo menos cuatro conservadores clericales en el occidente mexicano. Esa rebeldía interna parecía gestarse en el ánimo del joven que no congeniaba con la mojigatería y el clericalismo impositivo, mucho menos con la hipocresía y el desacato en el lenguaje de quienes debían predicar con el ejemplo. De ahí también podría entenderse cierta condición reservada del joven Cárdenas, indispuesto como estaba hacia las tendencias religiosas y las prédicas moralistas de la mayoría de la gente que lo rodeaba.

Tal parecía que el ánimo liberal de su padre con todo y sus arranques y los relatos cívicos de sus amigos mayores fueron mucho más atractivos que los olores a santidad. Más que el mundo de los beatos y de las enseñanzas católicas, la memoria del joven Cárdenas solía remitirse a momentos de otra índole, un tanto más cercanos a las andanzas libres, a los festejos y a las novedades que marcarían su primera infancia. En sus memorias iniciales contó de una manera puntual la fiesta que significó el regreso de su padre a Jiquilpan después de una operación de un ojo que le practicaran en la Ciudad de México:

Volvió a Jiquilpan y nos trajo como regalo un pequeño fonógrafo de bocina. La tarde de ese mismo día se tocaron los discos, escuchando el primero “El cuarto poder”. Fue una fiesta toda la tarde y parte de la noche con la reunión de amistades y familiares que tomaron parte en el festejo, por el regreso de mi padre.

Resulta interesante que en la memoria del General ese festejo fuera acompañado por una marcha militar grabada en un disco.Una marcha que además fue compuesta por Velino M. Preza dedicada a la prensa mexicana hacia 1907, y que desde luego remitía a los desfiles y a los eventos cívicos que los políticos liberales tanto valoraban durante el Porfiriato tardío.

Aun así, Lázaro no dejó de ser ajeno a cierta tendencia piadosa y tolerante inculcada desde muy joven a través del catolicismo conservador de doña Felícitas y de sus congéneres asiduas a misas y rosarios. Ese catolicismo también se lo intentó infundir la cuñada del cacique jiquilpense, doña María Betancourt de Villaseñor, quien todos los sá- bados, durante una temporada de cuatro meses, le hizo copiar sentencias de un libro de oraciones que, más que un encargo de caligrafía, era “por ver si con ello me inculcaba apego a la Iglesia”.

Habiendo concluido el cuarto año de instrucción primaria, las cada vez mayores estrecheces económicas de la familia obligaron al joven Lázaro a encontrar un empleo para contribuir a la manutención doméstica.Después de su operación ocular, don Dámaso jamás se recuperó del todo y con el tiempo tuvo que dejar de atender su comercio. La situación de los Cárdenas empeoraba día con día.

Donaciano Carreón, amigo de su padre y recaudador de rentas, empleó desde 1908 a Lázaro como tenedor de libros en la Oficina de la Receptoría y en la Municipalidad.Después fue archivista y tal vez el más joven alcaide de la cárcel de toda la región jiquilpense. Su letra limpia y atildada, así como su carácter serio y responsable fueron sus mejores cartas de presentación. No se trataba de un trabajo holgado y tranquilo.Todo parece indicar que más bien se le habían dado aquellos empleos para cubrir una pesada carga burocrática que Jiquilpan debía administrar con pocos recursos. En la receptoría se recaudaban los impuestos de los municipios de Sahuayo, Cojumatlán, Briseñas, San Pedro Caro, La Palma, Guarachita, San Ángel, Tingüindín, Tocumbo, Cotija, San José de Gracia, Pajacuarán, Chavinda y del propio Jiquilpan, por lo que sus empleados y agentes rara vez tenían tiempo para hacer otra cosa más que estar reclinados sobre los libros anotando los registros administrativos.

Buena parte del trabajo que empezó a realizar Lázaro desde los 13 años consistía en pasar en limpio cuentas y recibos. Sin mucha experiencia, pero eso sí con muy buena letra, extendía copias y oficios, levantaba actas, anotaba ingresos y egresos, archivaba expedientes y, de paso, se mantenía al tanto de las acciones dañinas que algunos malhechores habían perpetrado y que ameritaban que ingresaran a la cárcel municipal. Según su propio recuerdo, el exceso de responsabilidades y tal vez cierto descuido lo involucraron en un incidente de cobros indebidos a los pocos meses de haber ingresado a la Oficina de la Receptoría. Esto ameritó que lo detuvieran y le notificaran a su familia.Don Dámaso y doña Felícitas recibieron la noticia con justificada preocupación, aunque su amistad con el recaudador de rentas no les permitió hacer demasiado hincapié en la presunta inocencia o en la mal probada culpabilidad de su hijo. La injusta detención de Lázaro quedó evidenciada tras las averiguaciones pertinentes. El daño estaba hecho, sin embargo, y en el ánimo del joven quedó plasmada la sensación de impotencia frente a la arbitrariedad y la injusticia de las instancias oficiales. Esto sin duda atizó la todavía tenue llama de rebeldía que ya se había manifestado en su carácter serio y ensimismado hacia las autoridades eclesiásticas.

La exoneración fue seguida de algunas disculpas, pero la duda que había quedado en sus padres dejó una honda huella en la memoria del joven. Varios lustros después, Cárdenas recordaría el final del incidente de la siguiente manera:

Crucé el pasillo y vi salir de la sala a mi padre y, cuando esperaba me hiciera alguna pregunta, se abrazó a mi cuello y permaneció así largo rato; no logré oír lo que expresaba quedamente, haciendo pausa por la emoción […] Llegó mi madre, lloró; me llevó a la recámara, me dio ropa limpia y de allí a la mesa de la cocina. Mis hermanas Margarita y Angelina se nos reunieron haciéndome preguntas que les contesté bromeando, tratando de alejar la tristeza del momento.

Al día siguiente don Dámaso le ordenó a su hijo mayor que no volviera a la Oficina de Rentas. Ya le encontraría otro trabajo. Su tía Ángela incluso le mencionó que le pedirían ayuda al maestro de Tingüindín, Francisco Múgica Pérez, para que lo recomendaran y aceptaran su ingreso a un colegio de Zamora o de Morelia. Múgica Pérez era el padre de quien sería uno de los mentores y compañeros más cercanos del propio Cárdenas muchos años después, el general Francisco J. Múgica. Sin embargo en ese entonces aquel nombre sólo era una referencia lejana para los Cárdenas de Jiquilpan quienes, de cualquier manera, se lograban enterar de quién era quién en el nororiente del estado michoacano.

Poco tiempo después don Dámaso contrajo una severa pulmonía que le impidió reabrir su comercio. Lázaro volvió a la prefectura y amplió sus horarios en el trabajo de la Municipalidad.También decidió buscarse otras actividades que le ayudaran a paliar la falta de dinero que afectaba severamente a su familia. Gracias a la suma de tantas responsabilidades en la administración pública, Lázaro empezó a ganar 33 pesos mensuales, lo que para el momento era un motivo de orgullo. Aun así era muy poco para mantener a una familia de casi 10 integrantes.  A pesar de que doña Felícitas lavaba y cosía ajeno, y sus hermanas le ayudaban con frecuencia, los demás miembros del clan eran muy pequeños e iban a la escuela, o de plano no podían generar ingresos.

Por esa razón Lázaro buscó más trabajo remunerado. Esto lo llevó a la imprenta “La Económica” que el señor Donaciano Carreón instaló en Jiquilpan para surtir a la municipalidad y a la población local de papelería, tarjetería y alguna que otra hoja de noticias impresas con caracteres elegantes y sencillos.  A la imprenta llegaban una buena cantidad de libros que sirvieron para apuntalar las influencias liberales que el mismo don Donaciano promovió en el joven pensamiento de Cárdenas. Con un estilo protector y un tanto patriarcal, el viejo impresor y sus colaboradores arroparon al adolescente enseñándole el uso de los tipos y las fuentes, la formación de cajas y el movimiento mismo de la imprenta, en medio del olor a grasa, plomo fundido y tinta.

Para ese momento ya corrían los últimos años de la primera década del siglo XX. A pesar de que el régimen de Porfirio Díaz parecía estar consolidado, ciertos vientos de cambio empezaron a soplar en el ánimo nacional. En los primeros meses de 1908 el rumor de que el general Díaz no se reeligiría en 1910 llegó a Jiquilpan. Por lo menos eso es lo que el viejo dictador dijo al periodista James Creelman de la Pearson’s Magazine y que se publicó en una entrevista que en marzo circuló El Imparcial por todo el territorio mexicano. Como en otras partes del país, esa hablilla generó suspicacias y polémicas que para algunos resultaban un tanto ociosas, ya que pronto se vio que don Porfirio tenía pocas intenciones de dejar el poder. Para otros, sin embargo, aquella fue una señal para iniciar un movimiento que permitiera la llegada de hombres de otra generación y otras ideas al poder. En el norte y en el centro del país cierto revuelo político y una incipiente organización empezó a generar suspicacias en la gerontocracia porfiriana, que tenía a sus principales representantes en quienes se identificaban como “los científicos”. Pero, al parecer, el desasosiego se quedó entre las élites intelectuales y entre los políticos.

Lo que realmente agitaría las “buenas conciencias” de la sociedad jiquilpense fue la organización de las fiestas del centenario de la Independencia que se celebrarían en 1910. Como en muchos otros lugares de México, las autoridades municipales de Jiquilpan recibieron apoyos extraordinarios para reacondicionar el equipo urbano y embellecer calles, parques y edificios públicos. Pero en la medida en que llegaba el año de celebraciones, el movimiento de oposición al gobierno de don Porfirio se fortaleció en en el norte y el centro del país, bajo la figura de un partido antirreeleccionista que pronto señalaría al empresario y terrateniente coahuilense Francisco I. Madero como su representante más destacado.

Las desaveniencias entre el naciente antirreleccionismo y el régimen porfiriano se manifestaron con algo de discreción y por debajo del agua en el Jiquilpan de entonces. Cierta decepción en las lides políticas se hizo visible dado el fracaso de la posible alternancia en el poder nacional propuesta por los partidarios del general Bernardo Reyes en 1908.Don Bernardo había declinado su candidatura a la presidencia de la República que, por cierto, se fortaleció mucho en Guadalajara y en buena parte del occidente mexicano, y no quiso ir en contra de la voluntad del sempiterno presidente Díaz. Reyes sólo había caldeado los ánimos de muchos de sus partidarios para después dejarlos colgados de la brocha, dada su actitud pusilánime y acomodaticia.

Sin embargo, a finales de 1909 y a lo largo de 1910, muy a pesar del optimismo que parecía rondar la organización de las fiestas del centenario, la escasez de maíz, los estragos de una crisis económica que había iniciado en 1906 y no parecía ceder, pero sobre todo la falta de movilidad dentro del aparato político, hicieron crecer las adhesiones al emergente movimiento de Madero, tanto a nivel nacional como por los rumbos jiquilpenses. Los antiguos reyistas decepcionados se incorporaron al movimiento maderista y la oposición empezó a propagarse por buena parte del país y con particular denuedo en esa región occidental, donde la mayoría de las ciudades contaba con sus clubes de apoyo al maderismo. Los partidarios de Porfirio Díaz no tardaron en impulsar una reacción reeleccionista, con lo cual las tensiones se incrementaron a encenderse. Por buena parte del territorio mexicano marchó el proselitismo antirreelecionista dejando una sensible huella a su paso, por lo que la propia figura de Madero ganó una enorme popularidad. En las grandes ciudades, los puertos y las capitales de los estados, pero también en las pequeñas localidades, los pueblos y en no pocos villorrios, se supo de la movilización maderista y sus simpatizantes se organizaron en clubes y asociaciones. Jiquilpan no fue una excepción.

El Club Antirreeleccionista Jiquilpense se fundó en el año de 1910 con el médico Gustavo Maciel a la cabeza del movimiento, seguido por otros miembros de los sectores medios locales como Francisco ­Tinajero, Ignacio Romero, Estanislao Betancourt y algunos más. El reeleccionismo porfiriano por su parte fue enarbolado por el Club Melchor Ocampo, capitaneado por el poderoso agricultor y terrateniente Rafael Quiroz y el prefecto Jesús Gutiérrez.

El pequeño club antirreelecionista fue ignorado por las autoridades locales desde sus inicios. Los mandamases oficiales y locales se preocuparon más por blanquear la portada de todas las casas y decorar las plazas públicas. En Jiquilpan se colocaron cuatro esculturas en los ángulos del jardín central que representaban las cuatro estaciones del año, con el propósito de rendir digno homenaje a las fiestas del centenario. No evitaron, sin embargo, que en noviembre de 1910, en fecha coincidente con la insurrección proclamada por el maderista Plan de San Luis, aparecieran en aquellas blancas paredes jiquilpenses las consignas pintarrajeadas de “¡Viva Madero! ¡Muera la tiranía!”

No parece haber indicios claros de que el joven Cárdenas se vinculara directamente con estos primeros brotes antirreeleccionistas. Lo más probable es que la enfermedad de su padre y la responsabilidad familiar que pesaba sobre sus horas de trabajo no le dejaran demasiado tiempo para asistir a las reuniones clandestinas o servir de agitador de una causa que todavía no parecía bien formada. Sin embargo, para finales de noviembre de ese año el dueño de la imprenta “La Económica”, don Donaciano Carreón, decidió incorporarse a las luchas maderistas, traspasando a manos de Lázaro y algunos jóvenes ayudantes el equipo y la prensa de su propiedad. Con sus colaboradores Salvador Romero, Martín Nava, José Refugio Argueta, Jesús Castañeda y Agustín Carreón, el joven de 15 años Lázaro Cárdenas del Río formó una cooperativa que mantendría funcionando aquel taller de imprenta. Reubicados en la calle San Francisco, los nuevos dueños se reunían para hacer algunos trabajos encargados por la administración pública y pasar el rato divirtiéndose sin dejar de comentar y discutir los acontecimientos que, como impetuosa cascada, se precipitarían sobre la región.

El mismo Cárdenas rememoraba que el trabajo en la imprenta lo acercó más a la bohemia que a la política. Años después recordaría que durante esos días “después de las seis de la tarde me acompañaban amigos. En tanto yo imprimía trabajos en la prensa, ellos cantaban canciones, pulsando la guitarra”.

El aislamiento parecía proteger a los jiquilpenses de lo que sucedía en el resto de la República, pero con el tiempo el conflicto nacional inundó los caminos que unían la cabecera municipal con las vecinas Sahuayo y Zamora y las capitales Guadalajara y Morelia. La insurrección maderista proclamada en el Plan de San Luis con fecha del 20 de noviembre de 1910, abanderando su desconocimiento al régimen porfiriano y sus propuestas de sufragio efectivo y no reelección, creció lentamente agitando pueblos, campos y ciudades hasta llegar a las regiones más aisladas y desprotegidas del país.

El apoyo que recibía aquella incitación a la rebelión no sólo se debía a sus planteamientos políticos sino a que el mismo Madero atraía a la gente gracias a propuestas como la restitución de tierras. Hacia los primeros aguaceros de mayo de 1911, las consignas agraristas del Plan de San Luis sirvieron de bandera para un levantamiento local michoacano encabezado por un ranchero “venido a menos” de nombre Salvador Escalante en la lejana Santa Clara del Cobre. Secundado por otros líderes campesinos el movimiento reclamó la devolución de tierras a las comunidades despojadas por el crecimiento desbocado de las haciendas. En dicho reclamo se incluyeron las tierras vecinas de Jiquilpan que también habían sido despojadas por la hacienda de Guaracha.  Esa efervescencia popular produjo un severo estado de ingobernabilidad en toda la región.

El régimen de Díaz se tambaleaba y profundas grietas abrieron sus cimientos. La incipiente guerra en el norte culminó con los tratados de Ciudad Juárez, en los que se acordó la renuncia del general Porfirio y el establecimiento de un régimen interino. La inestabilidad se extendió en buena parte del país al no existir acuerdos claros sobre cómo pacificar a la nación por parte del gobierno provisional que encabezó Francisco León de la Barra. Más que encontrar soluciones, dicho interinato generó toda clase de complicaciones y desencuentros después de la lucha armada maderista.

Los tratados de Ciudad Juárez parecieron darle el triunfo a Francisco I. Madero, pero el gobierno delabarrista se convirtió en una gran piedra en el camino revolucionario al no responder con presteza a las espectativas generadas durante la movilización. Al igual que en muchas otras partes de la República, los seguidores de Madero en el noroccidente michoacano esperaban una pronta solución a sus demandas y lo que recibieron fue un freno en seco que no estuvo exento de prisioneros y fusilamientos.

El joven comisionado para la paz maderista en Michoacán era nada menos que Francisco J. Múgica, originario de Tingüindín y exseminarista apasionado de las premisas democratizantes que enarbolaba el movimiento que logró terminar con el dictador. Para entonces, Mú- gica era figura relevante en las lides revolucionarias locales, aunque es justo decir que tampoco logró tranquilizar los ánimos por los rumbos de Zamora y Jiquilpan. Él mismo vio cómo rebeldes y fuerzas regulares se enfrascaban en un constante batallar.

Como ya se mencionó, el apellido Múgica y su prestigio no eran desconocidos por los Cárdenas y bien se sabía que Francisco y su hermano Carlos formaron parte del movimiento que conspiró contra el dictador Porfirio Díaz desde 1909. Al iniciarse el movimiento maderista, Francisco se había trasladado a San Antonio, Texas, a recibir instrucciones de la junta revolucionaria y Carlos se encontraba preso en la Ciudad de México debido a sus actividades proselitistas.Una vez triunfante, el maderismo sacó a Carlos de la cárcel y puso a Francisco al frente de los trabajos de pacificación en el estado michoacano. Sin embargo, los ánimos estaban fuera de cauce y múltiples conflictos locales enturbiaron la posibilidad de cerrar acuerdos tanto locales como nacionales.

La situación en el terruño jiquilpense y en general en el oriente michoacano durante mayo de 1911 no era muy distinta a la del resto del país y las confrontaciones se econtraban a la orden del día.Terratenientes, representantes del clero y autoridades porfirianas afectadas se escudaban tras las fuerzas de seguridad pública, y la policía rural se empeñaba en batir a los rancheros y campesinos que con el tiempo se armaron como zapatistas. En gran medida lo eran porque se identificaban con los rebeldes encabezados por Emiliano Zapata, quienes enarbolaban cambios en las representaciones políticas pero, sobre todo, demandaban la restitución de sus tierras arrebatadas por las haciendas.

Algunos aspectos de esta agitación debieron impactar a Lázaro Cardenas puesto que el 12 de mayo de 1910 el joven inició la escritura de un diario que sería el punto de partida de sus famosos Apuntes. Relevantes algunas, inocuas otras y unas más redactadas en una especie de clave comprensible sólo para él, estas notas se convertirían en referencias invaluables sobre su quehacer político y personal. En ese cuaderno inical se encuentran las multicitadas líneas que a los 16 años Lázaro Cárdenas dejaría a un probable lector, pensando en la posteridad con relativa falsa modestia, pero con clara visión de que sus trabajos como escribiente no le depararían un futuro promisorio:

Creo que para algo nací. Algo he de ser. Vivo siempre con la idea fija de que he de conquistar fama […] Pienso [que] en el puesto que ocupo jamás lo lograré, pues en este no se presentan hechos de administración.De escribiente, no, pues […] con la pluma no se consigue, no se conquista fama para hacerse temer.

Independientemente de sus premoniciones y de sus afanes por conquistar fama para generar asombro, no es desdeñable que en ese escrito inicial existiera una preocupación particular por los sucesos locales que se empezaban a desatar a partir de los primeros indicios de la caída del régimen porfiriano. En sus primeros apuntes se refirió a personajes como el prefecto Luis G. Córdova o los maderistas Irineo y Luis Contreras, así como a Sabás Valladares, quienes protagonizaron un ir y venir entre Jiquilpan, Zamora y Sahuayo, previo a la firma de la paz en Ciudad Juárez. Al darse la noticia del triunfo maderista el 28 de mayo, el joven Lázaro, no sin cierta solemnidad un tanto acartonada, anotó en su diario: “Al saber esto se echaron las campanas al vuelo, oyéndose por toda la población vivas a nuestro ilustre libertador Francisco I. Madero. La banda recorrió las calles en medio de entusiastas habitantes proclamando vivas a nuestros demócratas libertadores”.

Sin embargo, era un hecho que la inseguridad y la agitación afectaron a los pobladores comúnes y corrientes, pues sus primeros estragos se percibieron al nivel de las calles y en la intimidad de las casas jiquilpenses. Incluso entre la mismísma familia Cárdenas-del Río se dió un primer incidente que tuvo ciertos tintes de persecusión.Dá- maso, el segundo hijo varón, por alguna razón desconocida que tal vez implicó la iracundia del padre, abandonó la casa paterna y tras deambular durante dos meses por los rumbos de Guadalajara, terminó sus correrías en Zamora, en casa de un amigo familiar, también rebocero, llamado Felipe Arteaga. Las autoridades de Jiquilpan mandaron por él y como se trataba de un menor lo restituyeron al seno familiar, no sin antes darle un buen susto. La independencia de Dámaso, no obstante, logró finalmente imponerse, porque al poco tiempo se empleó como recadero en una farmacia en Zamora, propiedad del doctor José María Silva, gracias a lo cual logró mantenerse alejado del solar paterno y paliar sus penurias económicas.

La inseguridad y la tensión de aquellos momentos trajo como consecuencia una clara muestra de la animadversión popular hacia el administrador de rentas, Donaciano Carreón, quien tuvo que cerrar temporalmente la oficina recaudadora donde trabajaba el joven Lázaro Cárdenas. El compromiso del administrador oficial con el maderismo lo había confrontado con los viejos representantes del antiguo régimen, aunque también con algunos de los ahora encumbrados maderistas de nuevo cuño, en particular con el teniente Trinidad Mayés. Al abandonar su oficina don Donaciano musitó: “Ojalá llegue pronto el día en que pueda hacerle ver a este hombre su insolencia”.

El 7 octubre de 1911 la pulmonía contraída un par de años antes se llevó a don Dámaso Cárdenas Pinedo. Su muerte dejó a Lázaro, el hijo mayor, la responsabilidad definitiva de sostener a su familia. Sin embargo, su situación en la oficina recaudadora de rentas se complicó dada la inestabilidad reinante, por lo que el trabajo en la imprenta se volvió imprescindible para la economía de los huérfanos, la viuda y su hermana. Aquél negocio apenas sobrevivía imprimiendo bandos municipales, anuncios de bodas, primeras comuniones, bautizos, y uno que otro aviso comercial. Como era de esperarse, dicho negocio también sufrió una notable merma ya que poca gente pensaba en casarse o en anunciarse en tales circunstancias de inestabilidad y violencia.

Aun así, el joven Lázaro y doña Felícitas, con el apoyo de Dámaso, Margarita y Angelina se las arreglaron para irla pasando a lo largo del agitado año de 1912, en el que Jiquilpan y sus alrededores vivieron entre rumores de levantamientos y amenazas de rebeldes y rurales.

Lo que percibía en la imprenta —recordó Lázaro años después— se lo llevaba a mi madre que ya empezaba a tener el auxilio de mi hermano Dámaso, que trabajaba en la farmacia del doctor José María Silva, en Zamora. Mi madre seguía atendiendo, en ratos, la costura; el trabajo y sus penas morales la fueron agotando, ocasionándole dolencias que resistió, ocultándonos sus padecimientos.Diariamente, después de la comida, al regresarme por la tarde a la imprenta me decía: “Vente temprano, hijo, dicen que hay alarma en los pueblos cercanos, que ya viene la revolución; me tienes siempre con pendiente”, y no se acostaba hasta verme llegar.

Desde finales de 1911 comenzaron las campañas para elegir gobernador y poderes constitucionales en Michoacán. En dichas campañas contendieron dos candidatos morelianos de partidos opuestos: el doctor Miguel Silva, de raigambre liberal, y el licenciado Primitivo Ortiz Rodríguez, con fuertes alianzas entre los católicos morelianos y zamoranos.También participó en la contienda un joven jiquilpense, quien había pertenecido al Ateneo de la Juventud en la Ciudad de México, el también licenciado Ignacio Bravo Betancourt. Este último no logró mayor respaldo, pero no por ello dejó de concurrir entusiasmado al proceso que vivían tanto el país como la entidad michoacana.

Aquella campaña electoral consistió en una verdadera confrontación de desautorizaciones y agravios que contribuyó a ahondar las divisiones en la sociedad michoacana del momento. Finalmente, después de ganar la contienda, el doctor Miguel Silva ocupó la gubernatura en septiembre de 1912. Pero de la misma manera que el gobierno federal de Francisco I. Madero recién inaugurado en el penúltimo mes de 1911, la administración del doctor Silva no pareció dejar atrás el desasosiego sembrado durante su campaña.Tuvo que enfrentar igualmente las difíciles circunstancias que vivió el régimen federal electo después de la caída de Porfirio Díaz. Sólo que en Michoacán las situación parecía agravarse todos los días.

Poco después de la toma de posesión en noviembre de 1911, Francisco I. Madero se enfrentó con la oposición de dos líderes locales que lo habían apoyado en su comienzo pero que al poco tiempo se desilusionaron del liderazgo: el chihuahuense Pascual Orozco y el morelense Emiliano Zapata. Este último se levantó con su emblemá- tico Plan de Ayala, firmado unos días después de la inauguración del gobierno maderista.Orozco en cambio esperó hasta marzo de 1912 para iniciar su rebelión firmando el Plan de la Empacadora. Ambos fueron combatidos con particular violencia, misma que fue reportada en las primeras planas de los principales periódicos tanto de la Ciudad de México como de Morelia.Una aguda inestabilidad política y económica no cesó de rondar al régimen maderista.

El mismo Francisco J. Múgica, desencantado del maderismo hecho gobierno, publicó en Zamora un periódico llamado El Despertador del Pueblo en el que no sólo arremetía contra el nuevo régimen, sino que convertía al clero y a los conservadores en el centro de sus críticas. El recién fundado Partido Católico Nacional había dado cobijo a las demandas de la Iglesia y los terratenientes, y Múgica lo atacó de frente, con la vehemencia y la pasión que lo definirían a partir de entonces.

En los alrededores de Jiquilpan los rumores se repartieron por las plazas, los corredores y los portales, y cualquier enfrentamiento entre bandoleros, rebeldes y federales se podía convertir en la versión oral de una sublevación generalizada. En esos mismos corrillos la insurrección no tardó en ser conjurada por la fuerza pública “siempre presta al servicio de los jiquilpeños”. Los desmentidos noticiosos se regodearon en dicha situación, al aparecer publicados en los pasquines regionales. El año de 1912 terminó en medio de la incertidumbre y los augurios de una paz que, por más que se presumía, no lograba convencer a nadie.

Para colmo, a principios de 1913 una aparatosa erupción del volcán de Colima afectó las regiones del noroeste michoacano y el suroccidente de Jalisco, bañándolas de ceniza y agitándolas con movimientos telúricos. Se cuenta que “la tembladera hizo arrodillar a los vecinos e implorar misericordia divina, menos un borrachito que vociferó: ‘No me hinco, muy su mundo de Dios, para que lo baile hasta que le dé su rechingada gana’”.

Sin embargo, ya en el mundo de lo terrenal y lo político, otro acontecimiento de los útimos días de febrero de 1913 cimbró la situación nacional convirtiéndose rápidamente en un enorme terremoto social. El asesinato del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez el 22 de febrero, después de la violenta Decena Trágica, conmovería a tirios y troyanos a lo largo de toda la República. Si bien en un principio los intentos por generar cierto consenso de parte del gobierno golpista del general Victoriano Huerta lograron convencer al gobernador Miguel Silva de que la situación estaba controlada, en la región de ­Tierra Caliente de Michoacán no tardó en surgir la insubordinación.Dos militares de singular importancia se mantuvierona la expectativa y a las pocas semanas se sublevaron contra el gobierno usurpador, siguiendo los lineamientos del Plan de Guadalupe lanzado por el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza. Se trataba de los generales Gertrudis Sánchez y José Rentería Luviano. El primero, de origen coahuilense y encargado del orden en la frontera terracalentana entre Michoacán y Guerrero, se unió al segundo en Huetamo, población de la cual Rentería Luviano era originario. Los acompañaron otros militares que eventualmente serían figuras relevantes durante los procesos revolucionarios y posrevolucionarios, entre los que destacaba el entonces también norteño coronel Joaquín Amaro.

A finales de marzo los generales Gertrudis Sánchez y Rentería Luviano comunicaron al gobierno estatal y nacional que no seguirían bajo sus órdenes y se declararon en franca rebeldía. A lo largo de los meses de abril y mayo avanzaron desde Tierra Caliente hasta la altiplanicie lacustre identificándose como un brazo del naciente Ejército Constitucionalista en Michoacán. Como tal, hicieron frente a las fuerzas federales que los combatieron en el oriente del estado. Las noticias de las batallas y enfrentamientos en algunas poblaciones importantes como Tacámbaro, Pátzcuaro y Zitácuaro llegaron hasta Jiquilpan en un santiamén, aumentando el desasosiego de la población. Entre la cuesta del Toro y La Meza, camino a Pátzcuaro, el general Sánchez fue herido y al poco tiempo trasladado a Huetamo para su recuperación. El general Rentería Luviano asumió la jefatura de operaciones, avanzando sobre Pátzuaro.

Después de salir triunfantes las fuerzas de Rentería se presentaron en los alrededores de Morelia con el fin de mostrar su fuerza y presionar al gobierno silvista para que reconociera el Plan de Guadalupe. Pero el gobernador se negó y tuvo que salir de Morelia.Después de varios intentos de recomponer el fracturado poder estatal, el presidente y general Victoriano Huerta impuso a Jesús González Garza como gobernador interino. Este último se encontró con un Michoacán cuyo campo estaba desolado y sus ciudades subsistían aterradas, dada la inestabilidad política y económica con la que vivieron más de un año. Entre aquellas desgracias, lo que al parecer más temían los michoacanos eran las constantes levas que promovía el régimen huertista y por lo que se ganó la animadversión generalizada.

A mediados de mayo la columna rebelde de Rentería Luviano se dirigió hacia la ciénega de Zacapu y, tras avanzar sobre la cañada de los 11 pueblos, llegó a Zamora el día 30.  Con un cuerpo de 600 hombres a caballo tomó la ciudad sin resistencia y amplió su contingente hasta los 800 efectivos para seguir al día siguiente rumbo a la hacienda de Guaracha, en los linderos de la cabecera municipal de Jiquilpan. Ahí estableció su cuartel general. El hacendado Diego Moreno, quien como buen hacendado se ausentó ante la posible ocupación de sus dominios por parte de los rebeldes, dejó instrucciones de proporcionar dinero, caballos y armas a los ocupantes “con el objeto de evitar depredaciones”. Los revolucionarios se abastecieron y el general Rentería con su estado mayor ocupó la enorme casa-hacienda.Desde sus portales observó el horizonte casi interminable de las posesiones de la heredad y reconoció el lujo y el dispendio que sus dueños recabaron en las habitaciones de esa mansión campirana.

Ese mismo día el general Rentería visitó Jiquilpan y se paseó por Sahuayo sin mayor resistencia. Al atardecer regresó al cuartel general de Guaracha en donde estuvo mucho más cómodo que en cualquier otro campamento militar.Digno de cualquier relato inscrito en la novela de la Revolución mexicana o de las imágenes prodigadas durante los años treinta por el cine nacional de temática revolucionaria de Fernando de Fuentes, el historiador, pedadgogo, legislador y cronista michoacano Jesús Romero Flores proporcionó una narración muy rescatable del arribo de Rentería Luviano a la casa-hacienda de Guaracha. Contó que el administrador de la hacienda:

Recibió a Rentería Luviano y a toda su gente con extraordinarios honores, prodigándoles no solamente atenciones sino lujos y placeres: buena y abundante mesa, vinos y licores de la mejor clase; baños deliciosos, billares y otras diversiones para entretener las horas; amén de buena música y excelentes cantadores y cantadoras. Era un hombre, el administrador, jovial y lleno de regocijo: desempeñaba su papel a las mil maravillas, instando a sus huéspedes a que no se retiraran, pues bien sabía que no tardarían los federales en ir a batirlos. 

Después de agasajarse como lo harían aquellos revolucionarios de las películas El compadre Mendoza o ¡Vámonos con Pancho Villa!, al día siguiente Rentería Luviano le encomendó al capitán Pedro Lemus que buscara una imprenta en Jiquilpan para encargarle la impresión de 5 000 hojas con un manifiesto que explicara las razones de su rebeldía frente al gobierno usurpador de Victoriano Huerta. El capitán llegó a “La Económica” y le pidió al encargado, el joven Lázaro Cárdenas, que tuviera dichos volantes impresos al día siguiente. Sin contar con los materiales suficientes para elaborar el encargo, Lázaro tuvo que correr a Sahuayo a conseguir el papel y la tinta necesarios, y pasar la noche impulsando la manivela de la impresora para terminar el tiraje.

Al amanecer de ese día hizo su aparición la tropa federal que llegó de tierras zamoranas y, cuando se dirigió a Guaracha, atacó a las fuerzas de Rentería Luviano, obligándolas a retirarse hacia el sur del estado. La derrota fue grande y Rentería no tuvo más opción que buscar camino hacia Tierra Caliente para reunirse con el general Gertrudis Sánchez.

A pesar de que los ayudantes de Lázaro en La Económica, Bruno Galeazzi y Enrique Canela, salieron temprano para entregar los manifiestos a las fuerzas de Rentería Luviano, llegaron a los alrededores de Guaracha justo cuando arreciaban los ataques.Debido a eso no fue posible entregar a Rentería ni a Lemus los volantes. Al parecer los dejaron en ese sitio porque no tuvieron la oportunidad de repartirlos. Es muy probable que todos fueran destruidos porque ni un ejemplar de aquellos manifiestos apareció por ningún lado. Los jóvenes regresaron a Jiquilpan e hicieron una relación pormenorizada de los hechos a quienes se reunieron en la imprenta. Cárdenas contó en sus memorias lo que sucedería en seguida:

La plática se prolongó hasta ya noche. Nos despedimos y me fui a mi casa; al llegar, mi madre, como de costumbre, me esperaba en la sala. Toqué la ventana y, al abrir la puerta, me dijo: “¿Sabes lo de Guaracha?” “Sí, hoy tarde nos dieron la noticia.” “¿Vendrán aquí los federales?”, preguntó. “Creo que no; acuéstate sin pendiente, entretanto yo hago unas cartas que enviaré mañana a unos amigos”.

Pocos días después las fuerzas huertistas persiguieron a quienes colaboraron con los revolucionarios y al poco tiempo dieron con la imprenta. No tardaron en destruir su equipo incluyendo impresos, papelería y archivo.Tampoco ahí quedó ejemplar alguno de aquel manifiesto. Sin embargo, la delación insistió que “La Económica” sirvió a los revolucionarios y la persecusión de sus jóvenes dueños no se dejó esperar. La administración de justicia local, adherida al régimen huertista, decidió emprender un juicio contra los jóvenes. Hacia mediados de junio doña Felícitas recibió la noticia de que su hijo era buscado por la prefectura.

Para entonces, la situación en Jiquilpan se había agravado tanto que en un informe del prefecto en turno, Luis Villaseñor, al secretario de gobierno del estado, se comunicaba que en esos días el poblado carecía de servicios de telegrafía, telefonía y correos, los comercios y la administración pública se encontraban cerrados, y las pequeñas industrias y los talleres de artesanías estaban paralizados.Todo se hallaba “en general en la mayor miseria”.

El joven Cárdenas ya había planeando salir de la población con algunos amigos para ir en busca de los revolucionarios, en caso de que su permanencia en Jiquilpan se volviera demasiado riesgosa. “Varios prometieron prepararse y avisarme”, anotó en sus memorias. Al poco tiempo se supo que alguien había delatado al joven Cárdenas como colaborador de los revolucionarios y enemigo de los huertistas.Después de mantenerse escondido durante unos días y tras consultarlo con su madre, el 18 de junio de 1913 escapó de Jiquilpan rumbo a Apatzingán, para incorporarse a las fuerzas rebeldes antihuertistas. Recién había cumplido los 18 años de edad.

Ricardo Pérez Montfort. Foto: YouTube

Ricardo Pérez Montfort es historiador y trabaja en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en México D.F. Ha estudiado procesos políticos, sociales y culturales de América Latina y México durante los siglos XIX y XX. En 2008 publicó Cotidianidades, Imaginarios y Contextos. Ensayos de historia y cultura en México 1850-1950.

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