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Benito Taibo

21/06/2015 - 12:00 am

Querido Umberto…

A finales de los años setenta fue la primera vez que supe de Umberto Eco gracias a “Apocalípticos e integrados”, su monumental ensayo sobre la cultura popular y los medios de comunicación, que muy pronto se convirtió en un modelo transgresor de pensamiento entre muchos miembros de mi generación. Y que incluso nos dividió durante […]

A finales de los años setenta fue la primera vez que supe de Umberto Eco gracias a “Apocalípticos e integrados”, su monumental ensayo sobre la cultura popular y los medios de comunicación, que muy pronto se convirtió en un modelo transgresor de pensamiento entre muchos miembros de mi generación. Y que incluso nos dividió durante largo tiempo.

En él, Eco, plantea dos posturas distintas frente al fenómeno y las bautiza. Serán desde entonces “integrados” aquellos que tienen una posición esperanzadora hacia los medios, como reivindicadores populares. Son esos que creen en la democratización de la cultura y que puede lograrse a través de esos medios. Éste, por ejemplo.

Déjenme poner un ejemplo un poco burdo: Todos tenemos diferentes ideas, posiciones políticas, incluso maneras de ver a la religión, pero en tanto seres humanos podremos apreciar la belleza a partir de las expresiones culturales, y algunos creemos que todos tenemos el derecho a disfrutarlas
.
En cambio, los “apocalípticos”, creen en la cultura como expresión elitista, exclusiva, que sólo debería ser accesible para algunos.

El libro puede tener muchas y mejores interpretaciones que el reduccionismo que hoy elaboro, pero quiero hacer el intento a partir de lo que recuerdo de aquella lectura, y que me hizo admirar enormemente a Eco por su sagacidad y brillantez para intentar explicar a un mundo que crecía velozmente ante sus ojos (y que hoy, ha tomado dimensiones insospechadas).

Lo que nunca deja claro en el ensayo, es si el mismo se considera un apocalíptico o un integrado.

Luego vendría El nombre de la rosa. Y fue cuando caí definitivamente deslumbrado a sus pies.

Es tal vez una de las novelas más perfectas (y divertidas) que yo haya leído en mi vida. Con un andamiaje narrativo de una solidez pocas veces visto.

Un libro de libros. Lleno de guiños, de cientos de otras lecturas, de velados homenajes, de interpretaciones, metáforas y misterios. Aunque algunos tan sólo lo consideran una novela policiaca.

Yo me enamoré de Eco y de Guillermo de Baskerville, su protagonista (una nítida deferencia a Sherlock Holmes), ese monje franciscano dotado con el don de la observación, la deducción lógica y el sentido común.

Así, me volví un asiduo lector de Umberto Eco. Otras novelas suyas que también me encantaron son El péndulo de Foucault y Baudolino. Parte de esta última tiene un capítulo entero escrito en clave, que ha sacado canas verdes a más de un lector. Acaba de aparecer en México su última novela, Número cero, que está esperándome para las próximas vacaciones y que sé, a ciencia cierta que no me defraudará.

Es pues, desde mi punto de vista, tanto por sus novelas como por sus muchísimos y lucidos ensayos, un personaje imprescindible de nuestro tiempo. Él mismo se ha declarado como fanático de los cómics, la cultura popular, las novelas policiacas y el cine. Y yo, comparto todas esas aficiones.

Cabalgando siempre entre la izquierda y el liberalismo, sus múltiples mensajes son imprescindibles para comprender el mundo en el que hoy vivimos y en gran medida a nosotros mismos.

Asediado por periodistas y admiradores en todo el mundo, Eco sigue, a sus 83 años dictando conferencias y escribiendo sin parar. Y a veces haciendo declaraciones escandalosas.

La última, hace unos días, fue brutal: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios”.

Sigo queriendo y admirando a Eco a pesar del desplante. Creo que las redes sociales contienen una mezcla extraña e imperfecta, por supuesto, de Caja de Pandora y Biblioteca de Alejandría, y es el libre albedrio de sus usuarios el que determinará a quien escuchar o silenciar en la medida que aporte o dañe a esa comunidad. La democratización de los medios, vislumbrada por el propio Eco en los sesenta, es hoy una dura realidad. Y estoy convencido que todos tenemos el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Serán los que escuchan los que determinen el valor de las palabras de uno y del otro. Ni los intelectuales, ni los inquisidores de oficio, ni los líderes de opinión. Tan sólo la gente.

Pero Eco fue incluso más allá: “El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.

La verdad es esa cosa inasible y volátil que ha demostrado tener más aristas afiladas que un cactus. Yo creo que Eco tuvo un mal momento, y lo digo de la manera más respetuosa posible. Estoy convencido que es un provocador. Un muy brillante provocador.

Él sabe que sí el tonto del pueblo es el nuevo portador de la verdad, su mensaje será silenciado ahora, como lo fue en su momento, en el bar del que hablaba.

De otra manera. Más escandalosa.

Cincuenta años después, parecería que Eco ha por fin tomado partido, incomprensiblemente, del lado de los apocalípticos.

No voy a esperar a las vacaciones para leer su nueva novela, me urge reconciliarme con él, ahora mismo.

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