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Benito Taibo

06/03/2016 - 12:00 am

Cocinar

No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto.

No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto. Foto: Shutterstock
No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto. Foto: Shutterstock

Me impresiona la cantidad de programas que sobre cocina y comida hay en nuestros días en oferta en la televisión.

Hay algunos francamente atroces y aburridos.

¿Quién querría ver cocinar a una monja durante una hora?

Y sin embargo, el programa existe y la gente lo ve. Yo no pasé de los diez minutos porque no dudo que la susodicha monja cocinara bien, pero tenía pocas cosas que contarme (la fórmula sólo funcionaría teniendo en el estudio a Sor Juana, y eso, lamentablemente es imposible). Y miren que considero a la cocina conventual de nuestro país, como una verdadera joya.

Sólo me aburrí tanto en otro momento de mi vida, cuando en un ataque de insomnio vi pescar a un tipo en una laguna durante media hora (y no sacó nada).

Hay otros que son exageradamente asépticos. Los cocineros, en un estudio blanco e inmaculado cocinan como si estuvieran en una suerte de laboratorio, o peor aún, de hospital. Se lavan las manos cinco o seis veces durante el programa y sólo les faltan los guantes de látex y los cubrebocas. Esgrimen con igual destreza el cuchillo que el trapo y todo parece tan esterilizado y limpio, que por fuerza me tiene que dar desconfianza. Morirían estos personajes si los llevara a cualquiera de los puestos de carnitas o barbacoa que frecuento.

A esos programas que pregonan la felicidad a base de productos “saludables”, de plano los paso de largo.

Pero el colmo llegó cuando apareció en mi pantalla un programa de cocina donde un rubio y muy airado “chef” les pegaba de gritos a todos.

Insultaba a diestra y siniestra, tiraba platos al suelo, humillaba a los que se le ponían enfrente. Mentaba madres y se ponía rojo como un camarón con cada uno de sus berrinches.

Me parece que la lógica del programa es que estaba “educando” a posibles nuevos cocineros.

A su muy inglesa manera.

De entrada y con la pena, yo desconfío de un cocinero inglés.

Pero sobre todo no entiendo esa cocina.

Y ahora, después de verla, la detesto completamente (primera y última vez que veré el programa de marras).

La cocina es un acto de amor, de paciencia, de solidaridad, de emociones encontradas, de búsqueda y experimentación con una sonrisa a flor de labios.

Mi madre cocina desde tiempos inmemoriales. Tiene hoy 87 años y les aseguro que le da tres y las malas al güerito gritón. Y jamás de los jamases la he visto gritar o aventar un plato, o enrojecer a menos que el vapor de la sopa le cubra las mejillas con un delicado y fragante rubor.

Ella me enseño a cocinar, y cocino por gusto y para quienes quiero. Cocino convencido que estoy ejerciendo un acto civilizatorio sobre el cual se fundan nuestras mejores y más bellas tradiciones.

Y como con la misma pasión con la que cocino, desde el más humilde plato de frijoles, hasta la más abigarrada y complicada cena.

No le grito a nadie en mi cocina y por supuesto no permito que nadie grite, punto.

Bienvenidos los pacientes (de paciencia, y los otros también, porque la comida sana, cura, obra milagros laicos), los que están dispuestos a compartir y a reírse, y a calentar el corazón y el alma y la nostalgia alrededor del fuego y de los efluvios mágicos que salen del perol.

Nunca comeré la comida de ese pinche amargado chef.

Aprender es estropear. Prueba-error. Gusto por lo que se hace. No sirven ni la velocidad ni los gritos.

Quién quiera competir, que entre a las olimpiadas.

Yo seguiré comiendo y cocinando entre amigos.

Len- ta-mente.

Y sí algo no sale como pensamos, abrazaremos al culpable, y mentiremos todo lo que sea necesario para conservar su amistad.

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