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Benito Taibo

13/03/2016 - 12:01 am

El ciudadano y el lobo

Todos conocen la fábula del pastorcito que avisa con grandes gritos y aspavientos, que detrás de la colina está el lobo que viene hacia el pueblo.

Saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Foto: Tomada de Internet
Saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Foto: Especial

Todos conocen la fábula del pastorcito que avisa con grandes gritos y aspavientos, que detrás de la colina está el lobo que viene hacia el pueblo.

Y el pueblo aterrorizado iba a esconderse en sus casas tapiando puertas y ventanas.

Y el pastor moría de la risa y se burlaba de sus vecinos.

Repitió la broma, un montón de veces y los habitantes del pueblo siempre caían en su garlito.

Hasta que un día, vino el lobo y nadie corrió en su auxilio.

Esta historia que surge de algún lugar profundo y oscuro de mi cabeza, viene a cuento porque hace un par de días me sucedió algo que me puso a pensar.

Me tomaba un café con mi amiga Alma, en un lugar muy agradable a un costado del Parque México, lugar donde crecí y donde tuve los primeros tórridos amoríos de mi vida adolescente, cuando apareció (no hay otra forma de describirlo) frente a nosotros un hombre que llevaba un reloj barato de plástico entre las manos.

Cincuentón, alto, flaco, un poco desgarbado. De pelo entrecano y con bigote y largas patillas; parecía que se acababa de bañar. Llevaba camisa azul a cuadros, pantalón de mezclilla y un cinturón con una hebilla tal vez un poco grande.

Se plantó frente a nuestra mesa y con una voz muy baja comenzó a contar una historia como tantas hay en éste país. Era vecino de la colonia, fue despedido cuando la aerolínea Mexicana quebró fraudulentamente y tenía una hija con leucemia. Sin trabajo y sin recursos buscaba ayuda. Una y otra vez repetía que nunca había pedido dinero en la calle, que estaba desesperado y se disculpaba constantemente.

Yo saqué un billete de mi cartera y se lo dí. Dio las gracias y desapareció. Se desvaneció en la aire, se mimetizo con los árboles del parque que se bamboleaban con el viento.

Nunca supimos para qué era el reloj de plástico. Tal vez intentó vendérnoslo, pero no fue ni siquiera necesario.

Estuvimos, Alma y yo, callados unos cuantos segundos.

-¿Le creíste?- Me preguntó al fin mi amiga.

-No me importa.- Contesté tan rápido como pude.

Y entonces se lo aclaré, pues me miraba un poco sorprendida.

-No me importa si era verdad o mentira. Le di el dinero para conservar intacta mi vena solidaria, para seguir teniendo empatía con los demás, para curarme en salud por si algún día, también yo tengo que pedir dinero por las calles y un gordo miope me lo da sin dudarlo.

En un país en que la ausencia de justicia social ha obligado a muchos a sobrevivir en regímenes de semi esclavitud, o de plano mendigando, a mí se me calienta la cabeza y me arde la sangre cada vez que veo a los viejos (y jamás seré políticamente correcto para llamarlos con algún eufemismo idiota) que empacan bolsas en los supermercados, o acomodan coches, porque las pensiones ridículas que tienen, no les dan para vivir con un mínimo de decoro. Yo soy sin duda un privilegiado que tiene mucho más de lo que necesita.

Y mientras me lanzaba a mi perorata, subiendo la voz, Alma, que se dio cuenta que eso podía terminar en un mitin, me contó una historia alucinante.

Ella conoció a un sueco (de Suecia) que vivía de pedir dinero por las calles de esta ciudad. Un sueco joven, sano y aparentemente guapo, que todas las mañanas se ponía traje y corbata y se iba al aeropuerto a “trabajar”.

Frente a la salida internacional, en un español mordisqueado, contaba una triste historia de pérdida de pasaporta y maletas, y pedía ayuda a los viajeros que salían de la terminal.

Y a medio día regresaba a su casa con enormes ganancias. Siempre mucho más de lo que hubiera sacado en una oficina, como mesero o en cualquier otro trabajo.

El ser blanco, rubio, guapo y aparentemente desvalido, le granjeaba la simpatía y solidaridad inmediata de muchos.

No funciona igual con una indígena que pide limosna en la calle. Ella es invisible para el gobierno y para los ciudadanos que pasan a su lado sin mirarla.

Alma me preguntó sí yo lo habría ayudado.

Dije que no, ahora que conocía el truco, pero seguramente, sin saberlo, lo habría hecho.

El caso es que no me resigno a perder lo que de empatía con los otros, queda en mí. Y saldré de mi casa con un azadón en las manos cada vez que alguien grite que el lobo viene. Aunque no sea verdad.

Y seguiré, en la medida de mis posibilidades y mientras el mundo cambia, ayudando.

Excepto al pinche sueco, por supuesto.

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