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Benito Taibo

28/02/2016 - 12:00 am

Rebelde…

Había muy cerca de nuestra casa un pequeñísimo zoológico con animales del desierto; coyotes, serpientes, armadillos, venados y un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio, de agotamiento, de falta de libertad.

un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio, de agotamiento, de falta de libertad. Foto: Shutterstock
Había un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio. Foto: Shutterstock

A los 16 yo era un poco rebelde.

Un “poco” partiendo de los parámetros de rebeldía que forjaron mi educación sentimental. Muy poco comparado con Espartaco. Poquísimo frente a Bakunin. Nada si me miraba en el espejo del Che.

Y sin embrago, era.

Discutidor, reventado, pésimo estudiante, transgresor de normas y leyes, desmadroso como pocos, enamoradizo y pendenciero con cualquier tipo de autoridad.

Así que mis padres decidieron exiliarme un tiempo para que me buscara a mí mismo y a mi destino; viniendo de una familia liberal era impensable la posibilidad de una escuela militarizada. Fue un exilio de común acuerdo y yo fui muy feliz cuando supe el destino: Albuquerque, Nuevo México.

A vivir un tiempo con Ángel González, el grandioso poeta español que daba clases en la universidad. La idea es que estudiara inglés y sobre todo, que tomara distancia de mí alrededor, que por lo visto era el foco de subversión en el que me encontraba. A ver si sientas cabeza, coño…

Fui inscrito a un High School cercano a la casa, al que yo iba y venía en bicicleta. Y tomaba todas las clases que se impartían en inglés.

No quiero parecer arrogante, pero la educación mexicana le da tres y las malas a cualquier colegio gringo, por lo menos en ese nivel.

En un pizarrón frente a un mapamundi, los alumnos iban pasando y señalando el país que el maestro inquiría. Así supe que Vietnam hace frontera con Canadá; que México está en alguna parte de Asia Menor y que España y la India son amistosas vecinas.

Duré tres días en el lugar.

Y me fui a las clases sobre los poetas del Siglo de Oro y sus sucesores, que Ángel daba a los alumnos de posgrado en el Ortega Hall (un edificio maravilloso, ejemplo bueno de la arquitectura del desierto, y lleno de estupendos personajes que hablaban todos, español).

Los estudiantes de Ángel debían rondar los veinticinco años. Había un montón de guapas y un montón de pachecos, en ese orden. Y fui rápidamente adoptado como la mascota de la maestría. Con la ventaja, que yo me sabía muchos poemas de Quevedo, Góngora, Santa Teresa, Lope De Vega, Manrique, por haberlos aprendido en casa y desde niño. Gracias a lo cual rápidamente me convertí en una suerte de mini-juglar que tenía consigo, todas las de ganar.

Ángel no hablaba inglés, así que yo tampoco. Excepto cuando era absolutamente indispensable.

Fueron meses extraordinarios en que aprendí un montón de cosas en clase y fuera de ella, fui de fiesta en fiesta y pasé enloquecidos fines de semana con los alumnos que me trataban como a un igual y que sabían exactamente dónde poner el dedo frente al mapa sí les preguntaban por Guatemala.

El cineclub de la Universidad era soberbio. Pasaban entre cuatro y cinco películas diarias y sólo costaba un dólar por función continua. Allí vi “El último tango en Paris”, “Fritz the cat”, “Los cuatrocientos golpes”. “La batalla de Argel”… Mi estancia en Nuevo México fue mucho más educativa de lo que cualquiera pensaría…

Y el pequeño rebelde sin causa que era, comenzó a aprender que hay muchas causas por las cuales valdría ser rebelde.

Todo esto viene a cuento porque quería contar, rápidamente, la historia de un lobo.

Había muy cerca de nuestra casa un pequeñísimo zoológico con animales del desierto; coyotes, serpientes, armadillos, venados y un lobo, enorme y gris que daba vueltas a la jaula, interminable, mecánicamente, con una desesperación tal que parecería que en cualquier momento podría caer fulminado en el sitio, de agotamiento, de falta de libertad.

Una madera pirograbada decía que se llamaba “Tom”.

Yo me sentaba en una banca frente a él y lo veía caminar durante horas. Sin acusar mí presencia.

Hasta que un día se detuvo.

Se sentó y se me quedó mirando fijamente. Largo rato.

Hoy, todavía puedo ver esos ojos cuando hablo de ser libre y que significa.

Nadie sabe cómo fue, pero “Tom” escapó. Tal vez con un poco de ayuda.

Y fue a refugiarse a las Montañas Sandía, donde según me dicen, vivió muchos años junto a una manada.

Yo volví a México sin haber practicado inglés, habiendo visto decenas de películas y amando al Siglo de Oro y al enorme Ángel González. Decidí que quería ser y cómo quería serlo.

Y sabiendo que no hay jaulas suficientemente fuertes en el mundo…

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