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Jorge Javier Romero Vadillo

24/01/2019 - 12:00 am

Democracia de voluntad general y ausencia de oposición

La manera en la que se aprobó la iniciativa de reformas a la Constitución para crear la Guardia Nacional, con el apoyo de la diputación del PRI además de los de la coalición que de entrada le garantiza al presidente de la República un amplio margen de maniobra legislativa, es reflejo de la profunda crisis en la que se encuentran los partidos que dominaron el ciclo político previo, el que resultó del pacto político de 1996, periclitado con el resultado electoral del año pasado.

En la actuación del presidente López Obrador parece imperar la idea de una democracia de la voluntad general. Foto: Cuartoscuro.

La manera en la que se aprobó la iniciativa de reformas a la Constitución para crear la Guardia Nacional, con el apoyo de la diputación del PRI además de los de la coalición que de entrada le garantiza al presidente de la República un amplio margen de maniobra legislativa, es reflejo de la profunda crisis en la que se encuentran los partidos que dominaron el ciclo político previo, el que resultó del pacto político de 1996, periclitado con el resultado electoral del año pasado.

El acuerdo de 1996, con el cual terminó el régimen de partido único, tuvo muchos defectos –su extremado proteccionismo a la oligarquía de tres partidos que lo propició, su incapacidad para frenar la corrupción y el mantenimiento del sistema de botín en el reparto de las parcelas de poder– pero también tuvo virtudes muy importantes, como la creación de contrapesos y autonomías que deberían institucionalizarse en tanto que mecanismos para evitar la concentración de poder en el ejecutivo.

A pesar de que el propio presidente aseguró durante la transición que no pretendía reformar la Constitución durante los primeros tres años de su gestión, durante estos primeros días de gobierno ha comido ansias por dejar su sello en el texto constitucional, pero no en el sentido de ampliación de la distribución democrática del poder y de los derechos y libertades, sino en el contrario, el del fortalecimiento presidencial y la centralización. Hay además signos ominosos en su maltrato declarativo a los órganos autónomos, en su decisión de impulsar una reforma para desaparecer al INEE para crear un órgano dependiente del ejecutivo, y en su empecinamiento para poner a un incondicional al frente de la Fiscalía General recién nacida.

En la actuación del presidente López Obrador parece imperar la idea de una democracia de la voluntad general, aquella que Rousseau imaginó y que ha sido criticada por confundirse fácilmente con la tiranía de la mayoría. La propensión presidencial a centralizar las decisiones y a fortalecerse en el poder sin necesidad de involucrarse en tediosos procesos de negociación propios de las democracias representativas se agrava enormemente por la ausencia de una oposición con convicción del papel que le debe tocar en una democracia representativa y federal con división de poderes y equilibrios regionales.

Lo de la Guardia Nacional en la Cámara de Diputados mostró lo enclenques que quedaron los partidos, pero también hizo evidentes los resabios presidencialistas del PRI, reflejos de una institucionalidad informal que obligaba a darle al presidente lo que pedía, sin tomar en cuenta las evidencias ni las convicciones personales. Con la crisis de la gasolina, por otro lado, ha quedado clara la debilidad de los gobernadores y su propensión a someterse a los designios federales, con alguna excepción notable.

Es verdad que en la mayoría social predomina todavía la percepción de que el presidente es y debe ser el gran componedor de lo público –de ahí que no tengan mucho apoyo los contrapesos propios de una democracia constitucional moderna–, pero no por ello resulta comprensible que los partidos que quedaron en minoría claudiquen en su tarea de diferenciarse en proyecto y propuestas respecto a la mayoría presidencial. Pareciera que en lugar de hacer una autocrítica de su actuación previa, su manera de congraciarse con el electorado fuera la de sumarse a la abstracta voluntad general. De seguir por esa ruta no les quedará más que la irrelevancia y le harán un flaco favor a la supervivencia de la incipiente democracia plural y representativa que habían ido construyendo.

En el caso del PRI, pareciera como si la nostalgia de la antigua presidencia omnímoda, de la cual aquel partido era brazo articulador, se reflejara en la condescendencia respecto al nuevo hombre fuerte en ciernes. Tal vez esos son sus reflejos históricos; pero sorprende que el PAN no vea en su ejercicio opositor la manera de reagruparse. El PRD parece un cadáver insepulto, un decapitado que deambula en busca de su cabeza, mientras algunos de sus miembros buscan acomodo en la nueva mayoría, sin identidad alguna. Mejor lo ha hecho hasta ahora Movimiento Ciudadano, aunque todavía de manera tentaleante.

Los partidos de oposición tienen aún una oportunidad para diferenciarse –y para presentar un muro de contención frente a la vuelta a los tiempos en los que cada presidente deformaba la Constitución a su antojo– en el debate sobre la Guardia Nacional que viene en el Senado. Si en esa discusión no se construye una coalición sólida contra la pretensión de concederle al ejército el control de la seguridad en su conjunto, el camino para una reconcentración hegemónica del poder se habrá allanado.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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