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Jorge Javier Romero Vadillo

11/04/2024 - 12:02 am

Memorial de debates

“Ya entonces se notó la influencia de los estrategas de comunicación política, convencidos de que para ganar ese tipo de encuentros hay que convertir a los candidatos en unos simplones provocadores”.

“Por lo que he visto y leído después, el tono predominante fue nuevamente  el de la infantilización de la discusión y la vacuidad programática”. Fotos: Cuartoscuro

Hasta el 1 de enero de 1994, la sucesión presidencial de Carlos Salinas de Gortarí parecía transcurrir plácidamente, sin un cataclismo electoral como el de 1988 a la vista. Sin embargo, en aquella madrugada de hace tres décadas la transformación de la política mexicana tuvo un tirón tan intenso como el de la ruptura del PRI seis años antes, aunque de un cariz bien distinto. El desgarro provocado por el levantamiento del EZLN abrió el proceso de negociación de un nuevo pacto político, el cual llevaría, ese sí, al cambio de régimen que dejaría atrás al autoritarismo priista y daría paso a un arreglo pluralista y democrático.

El asesinato del candidato presidencial del PRI, menos de tres meses después del estallido guerrillero en Chiapas, ya con el país de cabeza, aceleró el acuerdo entre el PRI, el PAN y el PRD para reformar al IFE y darle mayor certidumbre a la elección, en medio de una crisis política de una envergadura que México no conocía desde, al menos, 1928.  El acuerdo implicó cambios en las reglas formales, pero también en los modales de la política, hasta entonces dominados por una alevosa superioridad del PRI.

Uno de los acuerdos, que significó una gran novedad en el escenario político, fue el de celebrar dos debates entre los candidatos presidenciales, en una modalidad claramente abusiva por parte de los tres principales partidos, pues el primero fue entre los candidatos de lo que se podría llamar la segunda división, los de los partidos pequeños a los que nadie les daba posibilidad alguna de triunfo, mientras que el segundo fue entre Ernesto Zedillo, del PRI, Diego Fernández de Ceballos, del PAN, y Cuauhtémoc Cárdenas, que repetía como candidato, ahora del PRD, partido formado en torno al arrastre de su candidatura en 1988.

Entonces, como ahora, yo vivía en Madrid, pero, a diferencia de lo que ocurre hoy, cuando la Internet permite acceso inmediato a información de todo el mundo, las noticias de México llegaban con dificultad, aunque a partir de la irrupción del zapatismo los medios españoles, sobre todo El País, cubrían los acontecimientos mexicanos de manera vicio de inusualmente atenta.

En aquel entonces yo era un estudiante de doctorado con aspiraciones políticas en mi país. Ansiaba volver para participar en la transformación en curso. No iba a votar, porque entonces los residentes en el extranjero no teníamos derecho al sufragio, pero me interesaba mucho ver el debate. La tecnología de entonces solo permitía a quienes contaran con antena parabólica y algún servicio de televisión satelital el acceso a canales internacionales. Televisa tenía por entonces un servicio satelital de noticias, Eco, pero solo una chica mexicana muy pija, como le dicen aquí a lo que nosotros llamábamos fresa, vivía, entre nuestro círculo, en una casa con parabólica.

Como había hecho amistad con ella, fui uno de sus cuatro invitados a juntarnos en la madrugada del 12 de mayo de hace treinta años. Apiñados en el sofá de aquel piso nada modesto del barrio de Justicia, vimos con emoción lo que parecía el nacimiento de la pluralidad democrática en México, aun cuando la derrota del PRI se antojaba remota. Mi recuerdo, que no he querido refrescar con los vídeos de entonces, es el de un Zedillo bobalicón, que parecía no hallarse en el papel, frente a Cuauhtémoc Cárdenas haciendo el símil infantil de la cerveza por sidral, mientras que  Diego Fernández de Ceballos los opacaba cual Júpiter tonante, con una crítica bien articulada de la situación del país.

Así, ya entonces se notó la influencia de los estrategas de comunicación política, convencidos de que para ganar ese tipo de encuentros hay que convertir a los candidatos en unos simplones provocadores, como si el público mayoritario solo entendiera el debate como pelea de barriada.

Seis años después, me tocó vivir el primer debate presidencial desde dentro. Fue el momento más interesante de mi fallida carrera política. Junto con un equipo extraordinariamente talentoso de jóvenes, que habíamos creado el partido Democracia Social, trabajé en la preparación de nuestro candidato presidencial, Gilberto Rincón Gallardo, y en la elaboración de los mensajes que buscábamos transmitir. El 25 de abril se confrontaron Vicente Fox, Francisco Labastida, Cuauhtémoc Cárdenas, Gilberto Rincón Gallardo, Porfirio Muñoz Ledo y Manuel Camacho Solís.

Aquella noche me sorprendió lo inane de los discursos de Camacho y Muñoz Ledo, que quedaron completamente borrados. Cárdenas, cansino, tampoco tuvo relevancia alguna. Fox era un bobalicón, pero había logrado construir una imagen de ranchero decidido y valiente, mientras que Labastida, mucho más capaz y preparado, entró al juego infantil que predomina en los debates. Rincón fue con propuestas, planteó temas con seriedad y ganó, pero Cárdenas, Fox. Y Labastida le cerraron el paso al segundo encuentro, ya solo entre ellos tres. Entre el 25 de abril y el día de la elección pasaron muchas semana y el efecto de sorpresa que había generado nuestro candidato se perdió, al grado de que nos faltaron 20 mil votos para conseguir representación parlamentaria y mantener el registro.

Seis años después, López Obrador, sobrado como siempre, decidió no asistir al primer debate. Entonces empezó a fraguarse su derrota. Patricia Mercado fue el soplo fresco de aquel encuentro, pero para el segundo debate ya el clima de polarización hizo irrelevante cualquier propuesta seria.

Ya para 2012 los debates formaban parte del escenario habitual de la política mexicana. Quedaba muy lejos ya aquel primer debate de mayo de 1994 y el tono predominante era el pueril enfrentamiento de dimes y diretes, sin que las propuestas fueran lo relevante. En. 2018, con una elección decidida casi desde el principio y muchos payasos en la pista, el peso de los de ates en la decisión del voto fue irrelevante.

Ahora, como hace 30 años, la elección la sigo desde España. Mi voto está ya decidido, por razones que tiene poco que ver con las propuestas concretas de las candidatas y el candidato. A diferencia de hace tres décadas, mi visión de la política mexicana es de desencanto y no tuve ninguna intención de despertarme a las cuatro de la mañana para seguir en vivo el acontecimiento. Por lo que he visto y leído después, el tono predominante fue nuevamente  el de la infantilización de la discusión y la vacuidad programática. Lástima que las mejores propuestas, producto de un sólido trabajo de elaboración de la plataforma de Movimiento Ciudadano, tengan aun vocero tan incapaz e irrelevante para defenderlas, mientras que las dos candidatas con posibilidad de triunfo parecen ajenas a la emergencia social en la que se encuentra el país y no hacen otra cosa que jugar al tú las traes.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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