RESEÑA | El día que se acabe el mundo “quiero estar metido en una tina llena de tonaya y haciendo bucitos”

27/07/2019 - 12:00 am

Edson Lechuga sortea, con maestría, los impulsos de lo políticamente correcto: describe la vida y obra del escuadrón de la muerte sin melodrama, sin ánimo pedagógico. Para eso, para la denuncia, para la reflexión sobre los derechos, existen otros formatos, como el periodismo, por ejemplo. Y es cierto: las personas en situación de calle son una población invisible, discriminada, pero la literatura no tiene la función de adiestrar con discursos moralizantes, sino de retratar la condición humana.

Ciudad de México, 27 de julio (Langosta Literaria).– Edson Lechuga, además de ser un narrador solvente, tiene un buen oído, que conjuga con una ambición estilística. En su más reciente libro, a caballo entre la novela y la crónica, El tonaya no perdona, cuenta la historia del escuadrón de la muerte (el Salva, Lauro, El Ojitos, La Güera y El Chaparro, entre otros): un grupo de pordioseros que sobreviven en las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México.

“Pieza de violentísima textura y lenguaje crudo que pone la mirada en la herida supurante de aquellos grupos que viven en el margen de todo: lo social, lo familiar, lo sentimental, lo humano”, escriben los editores. Por sus páginas se pasean personajes que, en cualquier día, a cualquier hora, nos podemos encontrar en las esquinas.

En su acercamiento narrativo —también antropológico— a ese submundo urbano, Lechuga supedita la trama a una ambición mayor: la estilística. Suprime las mayúsculas y el texto corre como el flujo de conciencia de un Dios intoxicado: “algo tiene la tiniebla que te sujeta desde adentro, mucho más adentro, en el mero centro de tus órganos y del cosmos de tu sistema nervioso”, escribe Lechuga.

Con una voz personalísima, experimental —sin excesos que atenten contra la claridad, la belleza—, Lechuga se enfunda en la piel de estos personajes de carne y hueso, que habitan los rincones oscuros del “de·efe”, para contar lo que ocurre en la mente de un vagabundo que flota en una nata de irrealidad, con cantidades industriales de alcohol fluyendo por sus venas, con el solvente escurriendo por su laringe, intoxicado hasta el alma.

Y Lechuga narra esto:

“el día que al mundo se lo lleve la verga quiero estar encuerado metido en una tina llena de tonaya y haciendo bucitos, piensa y esa risa de su pensamiento se le escapa a la realidad y quien lo mira supone que el chaparro ríe a lo pendejo sin saber lo que se cuece adentro, muy adentro.

en el espacio sideral de su cabeza,

en el cosmos de su sistema nervioso central”.

Lechuga sortea, con maestría, los impulsos de lo políticamente correcto: describe la vida y obra del escuadrón de la muerte sin melodrama, sin ánimo pedagógico. Para eso, para la denuncia, para la reflexión sobre los derechos, existen otros formatos, como el periodismo, por ejemplo. Y es cierto: las personas en situación de calle son una población invisible, discriminada, pero la literatura no tiene la función de adiestrar con discursos moralizantes, sino de retratar la condición humana.

El lector de novelas busca eso: interrogantes, verdades relativas, frases que hieren, que calan hondo. Preguntas más que respuestas.

El tonaya no perdona es una historia violentísima, cruenta, descarnada, pero al mismo tiempo poéticamente rabiosa.

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