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Fabrizio Mejía Madrid

31/01/2024 - 12:05 am

Colosio 2.0

El cadáver de Colosio llegó a la capital el 24 de marzo de 1994 abordo del TP-03 de la Fuerza Aérea Mexicana. Lo recibió Carlos Salinas en compañía de su esposa, Cecilia Occelli. Él mismo lo trasladó al Auditorio Plutarco Elías Calles de la sede nacional donde tuvo que aguantar que algunos priistas lo increparan como si fuera el culpable.

La Fiscalía de Gerz Manero ha vuelto sobre el asesinato de Colosio ocurrido hace 30 años. Lo hace a unos días de que Ernesto Zedillo, uno de los principales beneficiarios del crimen, estuvo en México invitado por la casa de bolsa Actinver, cuyo cabildero es el exministro prófugo Eduardo Medina Mora. Lo hace el mismo día en que el hijo de Colosio, Presidente Municipal de Monterrey, le pidió al Presidente López Obrador que indultara al único convicto, Mario Aburto, y así cerrar la herida. Lo hace unos días después del regreso de Manlio Fabio Beltrones, ahora como candidato al Senado por el PRIAN. Se los confieso: no entiendo el propósito de esto, aunque sí nos lleva, de entrada, a un reconocimiento al fin saludable para la memoria histórica de ese momento: admitir que ese 23 de marzo de 1994, en Lomas Taurinas, Tijuana, se detonaron dos disparos, de distintos calibres, sobre el cuerpo del candidato del PRI. La .38 en la cabeza y la .22 en el estómago, según el testimonio de una de primeras forenses. Luego, esta aseveración fue desmentida argumentando que el candidato había “dado un giro” y Aburto le había vuelto a disparar, del otro lado, en el costado. Y que las dos eran del mismo calibre, pero una más deformada por el contacto con el cráneo. Lo cierto es que tenemos una grabación donde sólo se ve una pistola disparar en la cabeza de Colosio; que fue en un lugar público; que lo que sucedió después fue más contundente: la rebatiña por el sustituto dentro del propio PRI. 

Antes de ir hacia allá en el camino de la memoria histórica, déjenme hacer un alto en lo que dice ahora la Fiscalía: Jorge Antonio Sánchez Ortega, miembro del Cisen de Tello Peón y Jorge Carpizo como Secretario de Gobernación, estaba lleno de sangre y fue positivo a la prueba de haber disparado. Pero Sánchez Ortega, en el interrogatorio que le hicieron esa misma noche, aseguró que no iba armado. Dice más la Fiscalía: que el subdirector operativo del propio Cisen, un tal Genaro García Luna, fue por él a Tijuana y lo escondió de las averiguaciones. Sánchez Ortega ya había sido detenido por el jefe de la policía de Tijuana, Federico Benítez, que fue asesinado un mes después. El pasado 9 de enero, el Juez Quinto de Distrito de Procesos Penales Federales, Jesús Alberto Chávez Hernández, rechazó que se emitiera una de aprehensión contra Antonio Sánchez Ortega por estas nuevas acusaciones de la Fiscalía. Por lo tanto, se vuelve a la hipótesis del complot para asesinar a Luis Donaldo Colosio. Una hipótesis ya abordada por el Fiscal Pablo Chapa Bezanilla, el mismo que desenterró una calavera en una propiedad de Raúl Salinas y dijo que era del Diputado implicado en el crimen de José Francisco Ruiz Massieu, Manuel Muñoz Rocha. El Procurador Lozano Gracia de Acción Nacional y su Fiscal hicieron una cosa insólita: para tratar de demostrar el complot analizaron el video de cómo se comportaba la gente en torno a Colosio ese día. Es decir, creyeron que el complot era en la escena del crimen y no fuera de ella. En octubre del año 2000, Luis González cerró la investigación: había sido un asesino solitario. 

Ahora quisiera ir a la disputa interna en el PRI para decidir al candidato sustituto. Vuelvo sobre mi propia novela, Un hombre de confianza publicada en 2015.     

Desde la Secretaría de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios percibiría la contundente invisibilidad del “Jefe de la Oficina del Presidente”, José Córdova Montoya. Apenas el 4 de enero de 1989, desde esa oficina inexistente se le ordenó al entonces Secretario de Gobernación, eliminar al Gobernador de Baja California, Xicoténcatl Leyva Mortera, que estaba por cumplir con su mandato. La instrucción telefónica de Córdoba fue muy breve:

—El Gobernador dijo que no pudo hacer nada para evitar el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas. 

—No veo problema —replicó Gutiérrez Barrios—. Su mandato termina ya, en cinco meses.

—El Presidente está molesto. 

—¿Con qué?

—La palabra “triunfo” —y colgó.

La salida de un político corrupto, del que se decía que había llegado a la gubernatura de Baja California mediante un fraude, no tendría mayor consecuencia, si se piensa que la jugada llegaba sólo hasta ahí. En realidad, a cambio del apoyo del Partido Acción Nacional a Salinas, éste le había prometido la gubernatura de Baja California para diciembre de ese año. Ese estado se convertiría en el primer estado no gobernado por el PRI, en una muestra de agradecimiento del Presidente a una oposición “leal”, a diferencia de la de Cuauhtémoc Cárdenas que era “desleal, violenta y anti-democrática”. Las solicitudes para cambiar gobernadores sin elecciones de por medio se harían durante todo el sexenio de Salinas. Hubo un momento en que la mitad de los electores tenían gobernantes a los que jamás habían elegido. A los estados de la federación los gobernaban sustitutos puestos por el Presidente Salinas de Gortari. 

Cada vez que existía un conflicto con un político de un estado de la República, Córdoba hacía la llamada al Secretario Gutiérrez Barrios. Éste lo despedía, armado de sus artilugios del tiempo de la paz social, pero sabiendo que estaba alentando a una nueva clase política, venida de Estados Unidos, y una nueva burguesía incitada por los juegos bursátiles y las privatizaciones. 

—El Presidente te quiere fuera —comenzaba Gutiérrez Barrios.

—Apelaré al Partido, al Congreso. No soy un pelele, Don Fernando. No dejaré que me traten así.

—No hagas esto más difícil. 

En el sistema político mexicano el eslabón más débil es el militante priista.

Tras cuatro años al servicio de Salinas y los desplantes de su “jefe de oficina”, Córdoba Montoya, el 4 de enero de 1993, en el aniversario del “Quinazo”, Gutiérrez Barrios recibió un telefonazo al Grand Marquis negro que usaba los lunes. Gutiérrez Barrios jamás recibía llamadas de trabajo en sus casas de Veracruz, Cuernavaca o la Ciudad de México. Sólo en los autos. Contestó su chofer y le pasó al jefe de la oficina de la Presidencia, José Córdoba Montoya:

—El Presidente te ha pedido la renuncia —le dijo y colgó.

Las cuentas con Salinas se habían extinguido. Habían sido pagadas por Gutiérrez Barrios. Usando al Partido para llegar a la Presidencia, Salinas era como un extraterrestre para los políticos de antiguo cuño. Todos eran marrulleros, traidores, corruptos y, por ello, amenazables y obedientes. Pero estos nuevos juniors eran, además, despóticos. No cuidaban las formas, tenían exabruptos en público —algo impensable para Don Fernando—, decían las cosas sin atender al interlocutor. Ellos, los dinosaurios, jamás habían dicho algo con claridad, enredados siempre en el barroquismo de la retórica que nunca dejaba ver nada. Los nuevos decían pedazos de sus propios planes “de desarrollo”, aprendidos en la escuelita de altos estudios, sólo para impresionar: 

—La deuda histórica de México ha sido renegociada para tus hijos y los hijos de tus hijos —como aseguró Salinas en 1989.  

Pero eran lo mismo, en el fondo. Marrulleros, traidores, corruptos, pero con doctorados en Harvard. Salinas y Córdoba, al final, resultaron una pareja de políticos texanos. Y, como en Texas, les mataron al candidato. 

El asesinato de Luis Donaldo Colosio el 23 de marzo de 1994 en Tijuana trajo, de vuelta, la disputa entre “tecnócratas” y “dinosaurios”. Se sospechaba de estos últimos. Fernando Gutiérrez Barrios tenía en el terreno del homicidio a su secretario particular, Manlio Fabio Beltrones, el último en hablar a solas con el asesino, Mario Aburto, en algún lugar de playas de Tijuana. Don Fernando, retirado en su casa con vista a la bahía de Boca del Río, en la que también se construyó un teatro con su nombre, sabía de los pleitos entre priistas en Baja California, a raíz de que se la entregaron a Acción Nacional antes de que los electores fueran a votar. Sabía de los problemas entre el comisionado para la paz con el Ejército Zapatista en Chiapas, Manuel Camacho Solís, y el Presidente Salinas. Sabía muchas cosas sobre la guerrilla que, desde 1974 habían cocido a balazos en Nepantla y lo que eso tenía que ver con la nueva guerrilla en Chiapas. Él se había llevado sus expedientes a las casas de Veracruz y San Jerónimo, en la Ciudad de México. Si Salinas necesitaba información de la que él guardaba —de a pie y oreja— sólo necesitaba disculparse. Esas cosas costaban, no dinero, sino poder, humillaciones.

El cadáver de Colosio llegó a la capital el 24 de marzo de 1994 abordo del TP-03 de la Fuerza Aérea Mexicana. Lo recibió Carlos Salinas en compañía de su esposa, Cecilia Occelli. Él mismo lo trasladó al Auditorio Plutarco Elías Calles de la sede nacional donde tuvo que aguantar que algunos priistas lo increparan como si fuera el culpable. Un detalle no pasó desapercibido: la primera guardia de honor la encabezó el expresidente Luis Echeverría que, con el puño izquierdo en alto, gritó:

—Lo dije en mi Gobierno y hoy lo repito: Arriba y Adelante. Siempre con la Revolución Mexicana. Siempre con el PRI.

El asesinato de Colosio no fue el resultado de la guerra interna del PRI, sino su disparo de salida. El Presidente Salinas encerrado en Los Pinos tratando de explicar la violencia en su sexenio: un cardenal, José de Jesús Posadas Ocampo, asesinado; el Ejército Zapatista en armas contra su Tratado de Libre Comercio de Norteamérica; el candidato abatido por dos disparos. Por la violencia estaban afectados la Iglesia Católica, los indígenas, y Colosio. Era el derrumbe de un sexenio prepotente y fantoche.  

Los bandos dentro del PRI estaban claros: Córdoba Montoya impulsaba un cambio en la Constitución para que Pedro Aspe, el Secretario de Hacienda, pudiera ser elegible como candidato. Por el otro, los viejos lobos del Partido impulsando a sus cercanos, mediante una carta anónima entregada a los medios entre las siete y las nueve de la noche del mismo día del homicidio: “ANTE LA TRAGEDIA, OPCIONES JURÍDICAS DEL PRI”. En el texto se lee: “Fernando Gutiérrez Barrios es un hombre que, hasta su renuncia en enero de 1993, se le consideraba como posible candidato a la Presidencia”. Ambos bandos llegaron a un compromiso el 29 de marzo, casi una semana después: por una propuesta de Emilio Gamboa Patrón, el coordinador omiso de la campaña de Colosio, Ernesto Zedillo, será el nuevo candidato. Nadie lo conocía en el país, ni siquiera por su desempeño gris a cargo de la Secretaría de Educación. 

Pero, en efecto, el miedo ganó esas elecciones, las de 1994.

Luego vendría la ruptura entre Salinas y Zedillo por el encarcelamiento de Raúl y la disputa por la responsabilidad de la crisis financiera que terminaría en el Fobaproa. La bruja de Chapa Bezanilla, La Paca, enterrando la calavera de su yerno en un patio del hermano del Presidente, la huelga de hambre de Salinas de Gortari en Nuevo León, y su exilio a Irlanda. Pero, ¿qué había quedado del crimen de Colosio? Una vaga sensación de que había sido el narco, aunque se investigaron las llamadas que el candidato había recibido desde Sinaloa, y el avión que usaba, propiedad en algún tiempo, de Amado Carrillo, “El Señor de los Cielos”. Otra indefinida percepción de que se había tomado la decisión de asesinarlo, así, en público y con una cámara filmando, para que el PRI pudiera ganar una elección más. Pero también declararon los camarógrafos y el director del Cepropie. Y una resignación a que nunca se sabría realmente qué había ocurrido hace 30 años en Lomas Taurinas. 

Lo de ahora no deja de tener, como siempre en el caso Colosio, un sabor a sospecha. ¿Por qué justo cuando coinciden tanto la declaración del hijo de Colosio, el amparo que Mario Aburto tramita en los juzgados, la candidatura de Beltrones, y la visita de Zedillo. Yo no hago inferencias ni siquiera de cuándo va a llover, menos de una cosa así de grave. Lo único que puedo decirles es que, de esos lodos, los dos PRI nunca se recuperaron. El grupo de Gutiérrez Barrios se fue diluyendo, murió su principal figura, y hasta Echeverría. Quedó Atlacomulco que perdió su bastión, el Estado de México, contra Delfina Gómez. El de los tecnócratas, vuelve al PRI de Alito ya muy disminuido, con personajes como José Ángel Gurría o el negociador del TLC, Ildefonso Guajardo, ahora apoyando el plan “ganador” del fenómeno electoral, Xóchitl Gálvez. Ante el desplome del modelo neoliberal en México, vienen, como Zedillo, a repetir fórmulas que ya demostraron que no funcionan: el poder inflacionario de los salarios mínimos, la teoría de la derrama desde la concentración de los monopolios, la desregulación como dogma. 

Sin duda, sería interesante saber quién conspiró para el asesinato del candidato del PRI a la Presidencia en 1994, el motivo o la jugada. Pero si los jueces no quieren, nunca pasaremos del segundo disparo, aquel que detonó la lenta muerte del PRI.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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