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Óscar de la Borbolla

06/06/2016 - 12:02 am

Demostración de obviedades 2

Desde que me acuerdo fui raro. Era un niño retraído que se pasaba las mañanas del segundo año de primaria escondido en el canal del acueducto prehispánico que todavía está, aunque remozado, en la Avenida Chapultepec.

Desde que me acuerdo fui raro. Foto: Especial
Desde que me acuerdo fui raro. Foto: Especial

Desde que me acuerdo fui raro. Era un niño retraído que se pasaba las mañanas del segundo año de primaria escondido en el canal del acueducto prehispánico que todavía está, aunque remozado, en la Avenida Chapultepec. Ahí con mi amigo Manolo planeábamos lo que haríamos si después de la muerte de alguno de los dos nos fuera posible comunicarnos: quien muriera primero iba a regresar a contarle al otro lo que había allá. Elucubrábamos toda clase de posibilidades: desde el simple jalón de cobijas una noche, hasta un informe pormenorizado del más allá que incluiría, por supuesto, la respuesta a la existencia o no existencia de Dios. Tema, este último, que discutíamos sin parar y que tras horas de argumentos ingenuos arribábamos a respuestas también ingenuas con las que, al medio día, cada uno regresaba a su casa procurando disimular que nos habíamos ido de pinta.

De entonces a la fecha mi excentricidad se fue acentuando y, aunque en un principio me creía único y en eso fincaba mi orgullo, con el tiempo me vine a dar cuenta de que las demás personas también son raras, únicas y sólo en apariencia forman montones más o menos uniformes. Fue extraño que en la pubertad me hiciera de un reducto privado en la parte superior del armario que había en mi recámara y donde me metía a leer durante horas; ese sitio, al que llamaba con gran cariño “mi tumba”; pero también era raro que mi vecino, un puberto como yo, pasara sus tardes obligando a un montón de peces betta, azules y rojos, a convivir y que, pese a sus esfuerzos, terminaban ensangrentando el agua. Y era raro también aquel otro que perdía las tardes empeñándose en encestar una pelota de basquet… Todos éramos raros y desde algún punto de vista, “normales.”

Sé que cada quien tiene lo suyo, pero ¿lo sé realmente o solo lo supongo? Reitero lo que esgrimía la semana pasada: damos muchas obviedades por válidas, pero que nos lo parezcan no las comprueba y, gracias al matemático John Allen Paulos, he dado con una comprobación muy sencilla para demostrar la rareza de todos, el hecho simplísimo de que todos estamos locos y de que la normalidad es un mito.

Es muy conocida la Curva de Gauss, esa campana en la que se distribuyen todas las cosas susceptibles de medición: la estatura promedio, el peso promedio, el ancho de la nariz… Lo interesante de esa curva es que la inmensa mayoría de los casos se concentra en su parte central y solo hay muy pocos en los extremos: los casos muy pequeños o los casos muy grandes. De acuerdo con esa curva los normales son muchos y los excéntricos muy pocos. Por ejemplo, antes de que se hablara de inteligencias múltiples se medía la inteligencia abstracta con el test de Stanford-Binet y lo normal estaba establecido alrededor del 100, o sea 90-110 de puntaje era considerado lo normal. La mayoría siempre ha sido considerada lo normal, lo normal es el promedio.

Sin embargo esto es cierto cuando se mide solo un aspecto: la inteligencia abstracta, la orientación sexual, la estatura, los ingresos, la preferencia política… Pero ¿qué pasa cuando se miden varios aspectos o dimensiones? Y es aquí donde la explicación geométrica de Paulos me ha ofrecido la demostración absoluta de la obviedad: todos somos raros o, como prefiero llamarla yo: todos estamos locos.

En una sola dimensión, en una línea, supongámosla de 10 centímetros, la parte ancha de la curva gaussiana ocupa los 9 centímetros centrales y en los extremos quedan 0.5 centímetros a cada lado, o sea, que la mayoría es del orden de 90% y los excéntricos son solo el 10 %. Si tenemos dos características, dos dimensiones, entonces se forma un cuadrado y todo el contorno, como la María Luisa de una pintura, sería lo excéntrico, nada menos (todos los cálculos son de Paulos): el 19% y los “normales” o céntricos son solamente el 81%. Si añadimos una dimensión más, 3, tenemos, entonces, un cubo, y toda su cáscara, o sea, la parte externa del cubo equivale al 27.1% y lo que queda en el centro es tan solo el 72.9%. Si añadimos una dimensión más, o sea 4 dimensiones, obtenemos un hipercubo (si el cubo es lado x lado x lado, 3 veces; el hipercubo es lado x lado x lado x lado, 4 veces) y la parte normal, la sección central de este hipercubo es tan solo el 65.6% y lo que está en contacto con el exterior, los excéntricos, son el 34.6%. Como puede notarse, mientras más características o dimensiones se añaden son más escasos los que las comparten. Si se considerarán 100 dimensiones – son pocas para juzgar a un ser humano- el interior de ese formidable hipercubo, los que están en el centro sería tan solo el 0.0027% y los raros, los excéntricos, los locos, seríamos el 99.9973%. Los seres humanos no sólo tenemos 100 características, sino innumerables, luego entonces, no existe “la normalidad”; somos una colección de seres únicos, de seres raros, de locos…

Twitter: @oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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