LECTURAS | Cuando Karl Ove Knausgård tenía que ser escritor en “Tiene que llover”

19/08/2017 - 12:04 am

De los años que captura este libro, apenas quedan unos pocos recuerdos, nos dice el autor. Y, por encima de todos, uno: el de la ignorancia, la ingenuidad, el fracaso. Y, sin embargo, en Tiene que llover un Knausgård concentrado y frontal exprime su prodigiosa capacidad evocativa para, cerrando el círculo, describir el camino por el que llegó a convertirse en el autor que conocimos con La muerte del padre y dar vívido testimonio de los impedimentos, errores y tropiezos que contribuyeron a conformarlo.

Ciudad de México, 19 de agosto (SinEmbargo).- Un camino que empieza, en 1988, donde terminaría catorce años más tarde: en Bergen, con un veinteañero Karl Ove convertido en el alumno más joven de la Academia de Escritura de la ciudad y pletórico de un entusiasmo que no tarda en abandonarle. Y es que el precoz novelista se revela inepto en todos los frentes: el social, el amoroso, el literario. Sus textos son infantiles, están hechos de clichés y Karl Ove combate (bebiendo, saliendo de esta, enzarzándose en peleas o coqueteando con la delincuencia) la lacerante constatación de no ser un escritor en absoluto.

Pese a ello, persiste: va a la universidad, envía algunos cuentos, cosecha algunos rechazos; descubre un talento inesperado para la crítica literaria. Y tras sus primeros romances frustrados, el amor: Tonje, con la que se casará, y junto a la que verá cómo, cuando ya casi no lo esperaba, se convierte en algo parecido al autor que siempre había anhelado ser. Hasta que la insatisfacción que también lo había perseguido siempre se imponga, dando un sonoro carpetazo a la época que se dibuja en este libro: un tiempo del 
que emerge completa la silueta de un hombre atormentado, contradictorio e imperfecto, cada vez más próximo a emprender el autoanálisis inmisericorde que le llevará a descubrir el alcance de su vocación, tan trabajosamente conquistada. El mismo autoanálisis al que los lectores de todo el mundo han asistido, imantados, a lo largo de una saga de ambición infrecuente y escala titánica, que con Tiene que llover (veloz, libre, esencial, desnudo) entrega otro volumen inolvidable muy cerca de la culminación definitiva.

La quinta parte de las memorias de Karl Ove Knausgård. Foto: Especial

 

Fragmento del libro Tiene que llover, de Karl Ove Knausgård, publicado con autorización de Anagrama

Los catorce años que viví en Bergen, de 1988 a 2002, concluyeron ya hace mucho, no queda ni rastro de ellos, salvo episodios que tal vez recuerden algunas personas, un flash en una cabeza por aquí, un flash en otra cabeza por allá, y, claro está, todo lo que mi memoria conserva de aquella época. Pero es sorprendentemente poco. Lo único que ha permanecido de todos esos miles de días que pasé en esa pequeña ciudad del oeste de calles estrechas, relucientes de lluvia, son unos cuantos sucesos y un montón de estados de ánimo. Llevé un diario, lo he quemado. Hice fotos, las doce que quedan están en un pequeño montón al lado del escritorio, junto con todas las cartas que recibí en aquella época. Las he hojeado, he leído fragmentos de algunas de ellas, y luego siempre me he sentido deprimido; fue una época horrible. Yo sabía tan poco, deseaba tanto… y no lograba nada. ¡Pero qué animado estaba antes de ir allí! Ese verano hice autostop con Lars hasta Florencia, pasamos allí unos días y luego cogimos el tren hasta Bríndisi, hacía tanto calor que tenía la sensación de estar quemándome cuando asomaba la cabeza por la ventanilla. Noche en Bríndisi, cielo oscuro, casas blancas, un calor casi onírico, multitud de gente en los parques, por todas partes jóvenes con ciclomotores, gritos y ruido. Nos pusimos en la cola que se había formado delante de la escala del gran barco que nos llevaría a El Pireo, había mucha gente, casi todos jóvenes con mochila, como nosotros, cuarenta y nueve grados en Rodas. Pasamos un día en Atenas, la ciudad más caótica en la que había estado, un calor de locos, luego cogimos un barco hasta Paros y Antíparos, donde nos tumbábamos en la playa todos los días y nos emborrachábamos con aguardiente todas las noches. Un día nos encontramos con unas chicas noruegas y mientras yo estaba en el baño, Lars les contó que él era escritor y que empezaría a estudiar en la Academia de Escritura en el otoño. Estaban inmersos en una conversación sobre ese tema cuando volví. Lars se limitó a mirarme, sonriente. ¿Qué estaba haciendo? Yo sabía que solía decir alguna que otra mentira, ¿pero estando yo delante? No dije nada, pero decidí mantenerme alejado de él en el futuro. Volvimos a Atenas, yo ya no tenía dinero, a Lars le quedaba todavía un montón y decidió volver a Oslo en avión al día siguiente. Estábamos sentados en la terraza de un restaurante, él comía pollo con la barbilla brillante de grasa y yo bebía un vaso de agua. No quería pedirle dinero por nada del mundo, la única manera de poder aceptar dinero suyo era si él me ofrecía un préstamo. No lo hizo, y me quedé con hambre. Al día siguiente él se fue al aeropuerto, yo cogí un autobús hasta las afueras de la ciudad y me bajé cerca de una autovía, donde me puse a hacer autostop. Al cabo de unos minutos se paró un coche de policía, no sabían ni una palabra de inglés, pero entendí que en esa carretera estaba prohibido hacer autostop, de manera que cogí el autobús de vuelta a la ciudad y con el dinero que me quedaba saqué un billete de tren para Viena y me compré una barra de pan blanco, una Coca-Cola grande y un cartón de cigarrillos.

Pensaba que el viaje duraría unas horas, y me llevé un gran susto cuando vi que duraba cerca de dos días. En el compartimento iba un chico sueco de mi edad y dos chicas inglesas que resultaron ser algo mayores. Ya llevábamos un buen rato en Yugoslavia cuando se percataron de que no tenía ni dinero ni comida, y se ofrecieron a compartir conmigo la suya. El paisaje que se veía por las ventanillas era tan hermoso que hacía daño. Valles y ríos, granjas y pueblos, gente vestida de un modo que yo asociaba con el siglo xix y que aparentemente trabajaba la tierra como se hacía entonces, con caballos y carros de heno, guadañas y arados. Parte del convoy era soviético, durante la noche me paseé por esos vagones, hechizado por las letras desconocidas, los olores desconocidos, el interior desconocido, las caras desconocidas. Cuando llegamos a Viena, una de las chicas, Maria, quiso que intercambiáramos nuestras direcciones, era atractiva, y en una situación más normal habría pensado que algún día podría ir a verla a Norfolk, tal vez convertirme en su novio y vivir allí, pero aquel día, caminando por las calles de las afueras de Viena, ella no significaba nada, yo seguía rebosante del recuerdo de Ingvild, a la que no había visto más que una vez en Semana Santa esa primavera y con la que luego me había estado escribiendo, ella hacía que todo lo demás palideciera. Conseguí que una estirada mujer rubia de unos treinta años me llevara hasta una gasolinera de la autovía, allí pregunté a varios camioneros si tenían sitio para mí, uno de ellos asintió con la cabeza, tendría cuarenta y muchos años, era moreno, delgado y sus ojos pesados ardían, pero dijo que iba a comer algo antes de ponerse en ruta.

Esperé fuera en el caluroso crepúsculo fumando y mirando las luces a lo largo de la carretera, que se veían cada vez mejor conforme iba cayendo la noche, rodeado de un murmullo de tráfico a veces interrumpido por golpes secos de puertas de coches y repentinas voces de gente moviéndose en dirección al aparcamiento, yendo o viniendo de la gasolinera. Dentro había gente cenando en silencio, en solitario o familias con niños que llenaban a rebosar las mesas que ocupaban. Me sentía lleno de un silencioso júbilo, eso era justo lo que amaba más que nada, lo corriente y conocido, la autovía, la gasolinera, la cafetería, que sin embargo no me era nada familiar, por todas partes había detalles distintos a los que formaban parte de mi mundo. El camionero salió y me hizo una señal, lo seguí y subí al enorme vehículo, dejé la mochila en la parte de atrás y me acomodé en el asiento. El hombre arrancó el motor, todo zumbaba y temblaba, se encendieron los faros, salimos despacio, luego fue acelerando, hasta meternos por fin en el carril de la autovía, entonces me miró por primera vez. Schweden?, preguntó. Norwegen, respondí. Ah, Norwegen!, repitió.

Viajé en su camión toda la noche y parte del día siguiente. Intercambiamos nombres de jugadores de fútbol, se animó sobre todo con Rune Bratseth, pero como no sabía ni una palabra de inglés, eso fue todo lo que hablamos.

Estaba en Alemania y tenía mucha hambre, pero sin una corona en el bolsillo sólo podía fumar, hacer autostop y mantener viva la esperanza. Se paró un joven en un Golf rojo, dijo que se llamaba Björn, y que iba lejos, resultó fácil charlar con él, y cuando por la noche llegamos a su destino, me invitó a su casa y me sirvió muesli con leche, me comí tres raciones y me enseñó fotos de unas vacaciones que había pasado con su hermano en Noruega y Suecia cuando era pequeño, su padre era un enamorado de Escandinavia, dijo, por eso a él le había puesto el nombre de Björn. Su hermano se llamaba Tor, añadió, sacudiendo la cabeza. Me llevó hasta la autopista, yo le regalé mi casete triple de los Clash, me estrechó la mano, nos deseamos suerte, y volví a situarme en una entrada. Al cabo de tres horas un hombre despeinado y barbudo se paró en un Dos Caballos rojo. Iba a Dinamarca y dijo que podía ir con él todo el camino. Se preocupó por mí, mostró interés cuando dije que escribía, pensé que a lo mejor era profesor o algo por el estilo, me compró comida en una cafetería, dormí unas horas, entramos en Dinamarca, me compró más comida, y cuando al final me despedí de él, estábamos ya en el centro del país, a sólo unas horas de Hirtshals, es decir, casi en casa. Pero el último tramo se hizo más lento, conseguía transporte de veinte en veinte kilómetros, a las once de la noche había llegado sólo hasta Løkken y decidí quedarme a dormir en la playa. Anduve por un camino estrecho a través de un bosque bajo, en algunas partes el asfalto estaba cubierto de arena, y enseguida aparecieron ante mí las dunas, me subí a ellas y vi el mar gris y brillante bajo la luz de la noche escandinava de verano. Se oían voces y motores de coche procedentes de un camping que había a unos cientos de metros.

Me sentía bien junto al mar, notando el suave olor a sal y esa corriente de aire húmedo. Era mi mar, ya casi estaba en casa.

Encontré un hoyo y desenrollé el saco de dormir, me metí en él, subí la cremallera y cerré los ojos. Me sentía incómodo, tenía la sensación de que cualquiera podía verme, pero estaba tan agotado después de esos últimos días que me apagué como una vela.

Me desperté con la lluvia. Helado y entumecido conseguí salir del saco de dormir, me puse los pantalones, recogí las cosas y eché a andar. Eran las seis de la mañana. El cielo estaba gris, la llovizna caía silenciosa y casi imperceptiblemente, tenía frío y andaba deprisa para entrar en calor. Me atormentaban las emociones de un sueño que había tenido. Había soñado con el hermano de mi padre, Gunnar, con él y con su ira, porque yo había bebido mucho y hecho muchas cosas malas, entendí cuando me apresuraba por el mismo bosque bajo por el que había llegado la noche anterior. Los árboles estaban inmóviles, grisáceos bajo las pesadas nubes, más cerca de lo muerto que de lo vivo. Entre ellos había hinchados cúmulos de tierra, que formaban cambiantes e imprevisibles figuras, en algunas partes como un río de finos granos de arena sobre el asfalto más áspero.

Salí a una carretera más ancha, seguí por ella durante unos kilómetros, dejé la mochila en el suelo en un cruce y me puse a hacer autostop. Sólo quedaban unos veinte kilómetros hasta Hirtshals. Pero no sabía muy bien qué haría allí, porque como no tenía dinero, no sería fácil coger el ferry hasta Kristiansand. ¿Y si pedía que me enviaran la factura? ¿Y si encontraba alguna alma piadosa que entendía mi situación?

No, no, seguro que no. Y encima las gotas de lluvia eran cada vez más grandes.

Al menos no hacía frío.

Encendí un cigarrillo, me pasé la mano por el pelo, que se había quedado pringoso con la lluvia y la gomina, me limpié la mano en el pantalón, me agaché y saqué un walkman de la mochila, eché un vistazo a las pocas cintas que llevaba, elegí Skylarking, de XTC, la metí en el aparato y me enderecé.

¿Había también una pierna amputada en ese sueño? Sí. Cortada justo por debajo de la rodilla.

Sonreí, y en ese momento, cuando la música empezó a fluir por los pequeños altavoces, me invadieron las emociones de los tiempos en que salió el disco. Tuvo que ser en segundo de bachillerato. Pero lo que más recordaba era nuestra casa de Tveit, donde estaba sentado en el sillón de mimbre bebiendo té, fumando y escuchando Skylarking, enamorado de Hanne. Yngve estaba allí con Kristin. Todas las conversaciones con mi madre.

Por la carretera venía un coche.

When Miss Moon lays down

And Sir Sun stands up

Me I’m found floating round and round

Like a bug in brandy

In this big bronze cup

Era una furgoneta, con un nombre comercial pintado en rojo sobre el capó, sería un obrero camino del trabajo, ni siquiera me miró al pasar a toda velocidad, entonces fue como si la segunda canción surgiera directamente de la primera, me encantaba ese paso. Algo me subía por dentro al oírlo, di un par de puñetazos al aire, mientras andaba lentamente en círculo.

A lo lejos apareció otro coche. Levanté el pulgar. El conductor era otra vez un hombre con sueño matutino que ni se dignó mirarme. Aparentemente me encontraba en una carretera con mucho tráfico local. Pero podrían parar a pesar de eso, ¿no? Llevarme a una carretera más importante.

Por fin, al cabo de un par de horas, alguien se apiadó de mí. Un alemán de unos veinticinco años, con gafas redondas y rostro serio, condujo su pequeño Opel hacia el arcén, fui corriendo hacia él, tiré la mochila en el asiento de atrás, que iba lleno de equipaje, y me senté a su lado. Venía de Noruega, dijo, e iba hacia el sur, podía dejarme en la autopista, no estaba lejos, pero quizá me ayudara algo. Yes, yes, very good, dije. Las ventanillas se empañaron, él se inclinó hacia delante y limpió el parabrisas con un trapo. Maybe that’s my fault, dije. What?, dijo él. The mist on the window, dije. Of course it’s you, resopló. OK, pensé, si tú lo dices y me recliné en el asiento.

Veinte minutos después me bajé junto a una gasolinera grande y me puse a dar vueltas por delante del edificio preguntando a todo el mundo si iban a Hirtshals y podían llevarme. Estaba empapado y hambriento, tenía un aspecto lamentable tras varios días en la carretera, todos dijeron que no, hasta que un hombre con una furgoneta cargada de pan y bollos sonrió y dijo: vamos, sube, voy a Hirtshals. Durante todo el trayecto estuve pensando en pedirle una barra de pan, pero no me atreví, lo más cerca que llegué fue a decirle que tenía hambre, pero no pilló la indirecta y no reaccionó.

Cuando me despedí de él en Hirtshals, un ferry estaba justo a punto de salir. Corrí hasta el despacho de billetes con la mochila pesándome a la espalda, sin aliento expliqué mi situación a la mujer del mostrador, que no tenía dinero, pero que aun así quizá podía darme un billete y enviarme luego la factura. Llevaba pasaporte, podía identificarme, y era un pagador seguro. Ella sonrió amablemente y negó con la cabeza, no podía ser, tenía que pagar al contado. ¡Pero necesito cruzar!, exclamé. ¡Vivo allí! ¡Y no tengo dinero! Ella volvió a negar con la cabeza. Lo siento, dijo, y me dio la espalda.

Me senté en un bordillo en la zona del puerto, con la mochila entre las piernas, viendo el gran ferry zarpar, deslizarse hacia fuera y desaparecer en el mar.

¿Qué podía hacer?

Una posibilidad era hacer autostop y volver al sur, a Suecia, y luego subir por ese lado. Pero algún trayecto por mar tendría que hacer por allí también, ¿no?

Intenté imaginarme el mapa para averiguar si en algún sitio había una conexión entre Dinamarca y Suecia, pero no se me ocurrió ninguna. Para hacer eso habría que bajar hasta Polonia, luego subir por la Unión Soviética hasta Finlandia y desde allí entrar en Noruega. En otras palabras: un par de semanas más de autostop. Y para los países del Este necesitaría visado o algo así, ¿no? También podía ir a Copenhague, sólo estaba a unas horas de distancia, y allí intentar conseguir dinero para el ferry a Suecia. Pedir limosna si hacía falta.

Otra posibilidad era pedirle a mi madre que transfiriera dinero a un banco de donde me encontraba. Eso no sería un problema, pero tardaría un par de días en llegar. Y no tenía dinero para llamar por teléfono.

Abrí otro paquete de Camel y me puse a mirar los coches que se ponían tranquilamente en la nueva cola, mientras me fumaba tres cigarrillos seguidos. Había muchas familias noruegas que volvían de Legoland o de la playa de Løkken. Algunos alemanes camino del norte. Muchas caravanas, muchas motos y más allá, los grandes camiones con remolque.

Con la boca seca saqué de nuevo el walkman. Esta vez puse una cinta de Roxy Music. Pero, ya después del segundo tema, la música empezó a sonar desafinada y el indicador de las pilas a parpadear. Volví a guardarlo, me levanté, me puse la mochila a la espalda y eché a andar hacia la ciudad por las escasas y tristes calles de Hirtshals. De vez en cuando el hambre me golpeaba el estómago. Pensé en la posibilidad de entrar en una panadería y preguntar si podían desprenderse de una barra, pero no lo harían, claro que no. No podía soportar la idea de una negativa tan denigrante, y decidí ahorrármela hasta que fuera realmente necesario. Volví a bajar al puerto. Me paré delante de una especie de café o quiosco, allí sería posible pedir al menos un vaso de agua.

La dependienta asintió con la cabeza y me llenó un vaso en el grifo que tenía detrás. Me senté junto a la ventana. El local estaba casi lleno. Había empezado a llover de nuevo. Bebía agua y fumaba. Al cabo de un rato entraron dos chicos de mi edad equipados para la lluvia, se bajaron la capucha y miraron a su alrededor. Uno de ellos se me acercó y me preguntó si la mesa estaba libre. Of course, contesté. Empezamos a hablar y resultó que venían de Holanda en bicicleta e iban a Noruega. Se rieron incrédulos cuando les dije que había llegado hasta allí haciendo autostop desde Viena sin dinero, y que ahora intentaría meterme en el barco. ¿Por eso bebes agua?, preguntó uno de ellos, dije que sí, me preguntó si quería un café, contesté que that would be nice, se levantó y me pidió uno.

Salí del café con ellos, dijeron que esperaban verme a bordo, y se fueron con sus bicis, yo me acerqué a la zona de los camiones y me puse a preguntar a los conductores si podían llevarme, que no tenía dinero para el barco. No, ninguno quería, claro. Uno tras otro arrancaron el motor para subir al barco, yo volví al café y me quedé sentado viendo el ferry alejarse lentamente del muelle, haciéndose cada vez más pequeño, hasta que media hora después desapareció por completo.

Si no lograba meterme en el último ferry de la noche, tendría que bajar hasta Copenhague haciendo autostop. Ése era el plan. Mientras esperaba, saqué el manuscrito de la mochila y empecé a leer. Había escrito un capítulo entero en Grecia, dos mañanas había vadeado hasta una pequeña isla, y desde allí a otra, con los zapatos, la camiseta, el bloc, el bolígrafo, un ejemplar de Jack en edición de bolsillo y en sueco, además de los cigarrillos, en un montoncito sobre la cabeza. Allí, en una pequeña oquedad en el monte, estuve escribiendo en soledad total. Tenía la sensación de haber llegado al lugar en el que quería estar. Sentado en una isla griega, en medio del Mediterráneo, escribiendo mi primera no vela. Al mismo tiempo estaba inquieto, porque allí no había nada, sólo yo, y el vacío que eso significaba no lo sentí hasta que lo invadió todo. Mi propio vacío era todo, e incluso mientras leía Jack, absorto, o me inclinaba sobre el bloc para escribir sobre Gabriel, mi protagonista, era el vacío lo que sentía.

De vez en cuando me tiraba al agua, de color azul oscuro y espléndida, pero después de unas pocas brazadas empezaba a pensar en los tiburones que podía haber por allí. Sabía que no hay tiburones en el Mediterráneo, pero no obstante lo pensaba, y volvía empapado a la playa, maldiciéndome a mí mismo por ser tan idiota, por tener miedo de los tiburones allí, ¿qué me pasaba?, ¿acaso tenía siete años? Pero estaba solo bajo el sol, solo ante el mar, y completamente vacío. Era una sensación como si yo fuera el último ser humano. Eso convertía en algo sin sentido tanto la lectura como la escritura.

Pero cuando leí el capítulo sobre lo que concebía como la taberna de los marineros del barrio portuario de Hirtshals me pareció bien. El haber sido admitido en la Academia de Escritura probaba que tenía talento, ahora se trataba de expresarlo. Mi plan era escribir una novela en el transcurso del año siguiente, y luego conseguir que me la publicaran en otoño, bueno, según el tiempo que se tardara en imprimir y todas esas cosas.

Se titularía Agua encima / agua debajo.

Unas horas después, bajo el incipiente crepúsculo, volví a pasearme por entre las filas de camiones. Algunos conductores estaban dormitando en su asiento cuando llamaba al cristal, notaba que se asustaban antes de abrir la puerta o bajar la ventanilla para ver qué quería. No, no podía subir a su camión. No, no podía ser. No, claro que no, ¿acaso pretendía que me pagaran el billete?

El ferry brillaba allí anclado. Por todas partes a mi alrededor empezaron a arrancar los motores. Una de las filas de coches se movía lentamente, los primeros desaparecieron por la boca abierta y luego en las profundidades del barco. Estaba desesperado, pero me decía a mí mismo que al final todo saldría bien. Nunca se había oído decir que un joven noruego muriera de hambre en vacaciones, o que no lograra volver a su país y tuviera que quedarse en Dinamarca.

Delante de uno de los últimos camiones había tres hombres charlando. Me acerqué a ellos.

–Hola –dije–. ¿Alguno de vosotros podría subirme a bordo? No tengo dinero para el billete. Y necesito volver a casa. Llevo dos días sin comer.

–¿De dónde eres? –preguntó uno de ellos, en dialecto de Arendal.

–De Arendal –contesté, exagerando todo lo que pude el dialecto–. O mejor dicho, de Tromøya.

–¡No me digas! –dijo él–. ¡Yo también soy de allí!

–¿De qué parte? –le pregunté.

–De Færvik –contestó–. ¿Y tú?

–De Tybakken –respondí–. ¿Podrías llevarme? Hizo un gesto afirmativo.

–Móntate. Y cuando subamos a bordo te escondes. No es ningún problema. Y así fue. Cuando entramos en el barco, me encogí en el suelo, de espaldas al parabrisas. El hombre aparcó, apagó el motor, yo cogí la mochila y bajé a la cubierta de un salto. Le di las gracias con los ojos humedecidos. Cuando iba a alejarme, me gritó: ¡oye, espera un poco! Me alcanzó un billete de cincuenta coronas danesas, dijo que a él no le hacían falta pero a mí tal vez sí.

Me senté en la cafetería y me comí una ración grande de albóndigas. El barco empezó a moverse. El aire a mi alrededor rebosaba de animadas conversaciones, era de noche, estábamos de viaje. Pensé en mi conductor. Yo no sentía mucha simpatía por esa clase de gente que malgastaba su vida sentada detrás de un volante, sin educación ni formación, gordos y llenos de prejuicios, y ése no era distinto, ya lo sabía, ¡pero joder, había accedido a llevarme!

Cuando a la mañana siguiente los coches y las motos habían salido del ferry dando botes y rugidos en dirección a la carretera de Kristiansand, la ciudad quedó en silencio. Me senté en la escalera de la estación de autobuses. Brillaba el sol, el cielo estaba alto y el aire era ya cálido. Me quedaba dinero del que me había dado el camionero y pude llamar a mi padre y decirle que había llegado. Él odiaba las visitas no anunciadas. Habían comprado una casa a unos veinte o treinta kilómetros, que alquilaban durante el invierno, y en la que pasaban todo el verano hasta que volvían al trabajo en el norte. Mi plan era quedarme con ellos unos días y luego pedirles que me prestaran dinero para el billete a Bergen, quizá lo más barato sería ir en tren.

Pero era demasiado temprano para llamar.

Saqué el pequeño diario de viaje que llevaba el último mes, y anoté en él todo lo que había sucedido desde Austria hasta allí. Dediqué unas páginas al sueño que había tenido en Løkken, me había causado una honda impresión, seguía presente en mi cuerpo como una prohibición o límite, pensé que era un suceso importante.

La frecuencia de autobuses empezó a aumentar a mi alrededor, de repente no pasaba ni un minuto entre la llegada de un autobús y el siguiente, los cuales se vaciaban a toda prisa de gente. Iban al trabajo, podía verlo en sus ojos, tenían la mirada vacía de los asalariados.

Me levanté y eché a andar en dirección a la ciudad. Markens, la calle peatonal, estaba casi desierta, sólo se veía alguna que otra persona. Unas gaviotas picoteaban y arrancaban restos de la basura de debajo de un contenedor sin fondo. Acabé delante de la biblioteca, fue la costumbre lo que me llevó allí, porque algo de esa sensación de pánico que tenía cuando andaba por ese lugar en mis tiempos de bachillerato volvió a apoderarse de mí, el no tener adónde ir y que todo el mundo pudiera verlo, problema que siempre resolvía yendo allí, el lugar donde podías andar solo sin que nadie se cuestionara lo que hacías.

Delante de mí estaban la plaza y la iglesia de cemento gris, con el tejado de color cardenillo. Todo era pequeño y sombrío. Kristiansand era una ciudad pequeña, lo tenía muy claro después de haber estado en Europa y ver cómo eran allí las cosas.

Apoyado en la pared al otro lado de la calle dormía un indigente. Con la barba larga y el pelo y la ropa ajados parecía un salvaje.

Me senté en un banco y encendí un cigarrillo. ¿Y si era él el que tenía la vida más agradable? Hacía exactamente lo que le apetecía. Si quería entrar en algún sitio a la fuerza, lo hacía. Si quería beber hasta emborracharse, lo hacía. Sí quería molestar a la gente que pasaba por delante de él, lo hacía. Si tenía hambre, robaba comida. De acuerdo, en consecuencia, la gente lo trataba como si fuera una mierda o como si no existiera. Pero mientras a él no le importaran los demás, eso daba igual.

Así debían de vivir los primeros seres humanos, antes de agruparse y dedicarse a la agricultura, cuando no hacían sino vagar y comer lo que encontraban, dormir donde les placía y cada día era como el primero o el último. Ese de allí no tenía una casa a la que estuviera obligado a volver, nada que le atara, ningún trabajo al que ir, ninguna hora que respetar, si estaba cansado se tumbaba allí mismo. La ciudad era su bosque. Estaba siempre al aire libre, tenía la piel marrón y arrugada y el pelo y la ropa sucios.

Yo, aunque quisiera, sabía que nunca podría acabar donde estaba él. Nunca podría volverme loco y convertirme en indigente, eso era impensable.

Un viejo autocar Volkswagen se detuvo en la plaza. Por un lado bajó un hombre gordo, ligero de ropa, y por el otro, una mujer gorda, ligera de ropa. Abrieron la puerta trasera y empezaron a descargar cajas llenas de flores. Tiré el cigarrillo al asfalto seco, me coloqué la mochila a la espalda y volví a bajar a la estación de autobuses. Desde allí llamé a mi padre. Estaba malhumorado e irritado y dijo que no le venía bien que fuera a su casa, tenían un niño pequeño y no podían recibir visitas que avisaran con tan poco tiempo. Debería haber llamado antes, entonces no habría habido ningún problema. Iba a ir la abuela y también un colega. Dije que lo entendía, pedí perdón por no haber llamado antes y colgamos.

Me quedé un rato con el auricular en la mano reflexionando, luego marqué el número de Hilde. Ella dijo que podía quedarme en su casa y que vendría a recogerme.

Media hora después me encontraba sentado a su lado en el viejo Golf, saliendo de la ciudad, con la ventanilla abierta y el sol en los ojos. Ella se reía y dijo que olía mal, que tenía que darme un baño en cuanto llegáramos. Luego podíamos sentarnos en el jardín de detrás de la casa, allí daba la sombra, y me serviría el desayuno, pues tenía pinta de necesitarlo.

Me quedé tres días en casa de Hilde, lo suficiente para que mi madre pudiera ingresar un poco de dinero en mi cuenta, y luego cogí el tren para Bergen. Salí por la tarde, el sol inundaba el paisaje forestal de Indre Agder, que lo recibía de distintas formas: el agua de los lagos y los ríos resplandecía, las tupidas coní- feras brillaban, el sotobosque se ruborizaba y las hojas de los caducifolios reverberaban las pocas veces que un soplo de aire las ponía en movimiento. En medio de este juego de luces y colores las sombras aumentaban lentamente, haciéndose más grandes y densas. Me quedé un buen rato pegado a la ventanilla del último vagón, observando los detalles del paisaje, que desaparecían constantemente, era como si fueran lanzados hacia atrás, a expensas de los nuevos, que llegaban a chorros sin cesar, un río de tocones y raíces, rocas y árboles caídos, arroyos y vallas, de repente laderas cultivadas con granjas y tractores. Lo único que no cambiaba eran los raíles por los que nos desplazábamos, y los dos puntos en los que se reflejaba el sol, que brillaba sobre ellos constantemente. Era un fenómeno extraño. Como dos balones de luz que daban la sensación de estar quietos, pero el tren iba a más de cien kilómetros por hora, y los balones de luz se encontraban todo el tiempo a la misma distancia.

Varias veces en el transcurso del viaje volví al último vagón a contemplar los balones de luz. Me hacían sentirme animado, casi feliz, como si hubiese una esperanza en ellos.

El resto del tiempo me quedé en mi asiento fumando y tomando café, leí varios periódicos, pero ningún libro, pensé que eso podría influir en mi prosa, que podía perder lo que me había permitido ser admitido en la Academia de Escritura. Al cabo de un rato saqué las cartas de Ingvild. Las había llevado conmigo todo el verano, empezaban a estar desgastadas por las dobleces, me las sabía casi de memoria, pero emitían una luz, algo bueno y luminoso con lo que entraba en contacto cada vez que las leía. Era Ingvild, tanto lo que yo recordaba de ella de esa única vez que nos vimos como lo que irradiaba en lo que escribía, pero también era el futuro, lo desconocido que me esperaba. Ella era diferente, otra cosa, y lo curioso era que también yo me volvía diferente y otra cosa cuando pensaba en ella. Me gustaba más a mí mismo cuando pensaba en ella. Era como si pensar en Ingvild borrara algo dentro de mí, lo que me proporcionaba un nuevo comienzo, o me transportara a otro lugar.

Yo sabía que ella era la mujer de mi vida, me había dado cuenta enseguida, pero tal vez no lo había pensado, sólo había intuido que lo que ella tenía dentro y lo que era, y que a veces asomaba a sus ojos, era lo que quería tener cerca.

¿Qué era eso?

Ah, un conocimiento de sí misma y de la situación que la risa borraba por un momento, pero que volvía al instante. Algo analítico, incluso tal vez escéptico en su manera de ser que quería ser superado, pero que tenía miedo a ser engañado. Había en ello vulnerabilidad, pero no debilidad.

Me había gustado mucho hablar con ella, y me había gustado mucho escribirme con ella. El que ella fuera lo primero en lo que pensara al día siguiente de habernos conocido no significaba nada, era algo que me pasaba a menudo, pero no paró luego, pensaba en ella cada día desde entonces, y habían pasado ya cuatro meses.

No sabía si ella albergaba los mismos sentimientos. Probablemente no, pero algo en el tono de sus cartas me decía que también ella sentía emoción y atracción.

En Førde, mi madre se había mudado del adosado a un piso en un semisótano de una casa de Angedalen, a unos diez minutos del centro. Se encontraba en un sitio bonito, con un bosque a un lado y un campo cultivado que acababa en un río al otro, pero el piso en sí era pequeño, como de estudiante, una única estancia grande, cocina y baño, y nada más. Mi madre viviría allí hasta que encontrara algo mejor que alquilar, o incluso comprar. Yo pensaba quedarme dos semanas escribiendo en su casa, hasta que me mudara definitivamente a Bergen, y ella sugirió que pidiera prestada la cabaña a su tío Steinar, situada en el bosque, junto a la vieja granja de verano, más arriba de la granja de la que provenía mi abuela materna. Me llevó hasta allí en el coche, tomamos un café fuera, luego se marchó y yo me metí en la cabaña. Paredes de pino, suelo de pino, techo de pino, muebles de pino. Algún que otro tapiz, unos cuadros sencillos. Un montón de revistas en una cesta, una chimenea, una pequeña cocina.

Coloqué la mesa de comedor junto a la pared que no tenía ventana, puse el montón de hojas a un lado, el montón de cintas al otro, y me senté. Pero me resultaba imposible escribir. Esa sensación de vacío que había notado por primera vez en la isla de Antíparos volvió a aparecer, la reconocí, era exactamente así. El mundo estaba vacío, o nada, una imagen, y yo estaba vacío.

Me tumbé en la cama y dormí dos horas. Cuando me desperté estaba oscureciendo. La luz azul grisácea del atardecer se posaba como un velo sobre el bosque. La idea de escribir no me resultaba tentadora, de modo que opté por ponerme los zapatos y salir.

Se oía el murmullo de la cascada arriba en el bosque, por lo demás, reinaba el silencio.

No, en algún lugar sonaban cencerros.

Bajé hasta el sendero que había junto al arroyo y se internaba en el bosque. Los abetos eran grandes y oscuros, debajo de ellos la roca estaba cubierta de musgo, en algunas partes las raíces se veían desnudas. Unos pequeños y raquíticos árboles de hoja caduca intentaban abrirse camino hacia la luz, en otras partes habían surgido pequeños claros alrededor de árboles caídos. A lo largo del arroyo todo estaba despejado, naturalmente, ya que éste serpenteaba, empujaba y caía sobre montes y piedras. Por lo demás, todo estaba tupido y de color verde oscuro por las ramas de los abetos. Podía oírme el pulso, notaba en el pecho los latidos del corazón. El cuello, la sien, mientras subía por el sendero. El murmullo de la cascada se intensificó y enseguida me encontré en el peñasco que había sobre la gran poza, mirando hacia la empinada y desnuda montaña, por la que caía el agua.

Era hermoso, pero eso no me servía de nada, subí por el bosque a lo largo de la cascada y escalé la roca desnuda con el propósito de seguir hasta la cumbre, unos cientos de metros más arriba.

El cielo estaba gris, el agua que fluía a mi lado era brillante y clara como el vidrio. El musgo que pisaba estaba empapado, tanto que a veces se me hundían los pies en él y quedaba al descubierto la roca que había debajo.

De repente algo saltó delante de mis pies.

Me quedé quieto, paralizado por el miedo. Fue como si se me parara el corazón.

Una diminuta criatura gris salió disparada. Era un ratón o una rata pequeña de alguna clase.

Me reí, desconcertado, para mis adentros. Continué hacia arriba, pero ese leve temor se había apoderado de mí, ahora miraba con desazón hacia el interior del oscuro bosque, y el manto de sonido de la cascada, que hasta entonces me había resultado agradable, se convirtió en algo amenazante, no me dejaba oír nada más que mi propia respiración, de modo que al cabo de unos minutos di la vuelta y empecé a bajar.

Me senté junto al hogar construido delante de la cabaña y encendí un cigarrillo. Serían las once o tal vez las once y media. La granja de verano debía de tener el mismo aspecto que tenía cuando mi abuela trabajaba allí en los años veinte y treinta. Pues sí, todo tenía más o menos el mismo aspecto. Y sin embargo, todo era distinto. Era agosto de 1988, yo era un ser de la década de los ochenta, contemporáneo de Duran Duran y The Cure, no de esa música de violín y acordeón que escuchaba el abuelo aquella tarde en que subía la cuesta con un amigo para cortejar a la abuela y a su hermana. Yo no pertenecía a ese lugar, lo sentía con todo mi ser. De nada servía que supiera que el bosque en realidad era un bosque de los ochenta, y las montañas, en realidad, montañas de los ochenta.

¿Entonces qué estaba haciendo yo allí?

Iba a escribir. Pero no podía, me sentía solo y desamparado en lo más profundo de mi alma.

Una semana después, cuando mi madre llegó en su coche por el pequeño camino de gravilla, yo estaba sentado en la escalera con la mochila ya preparada entre las piernas, sin haber escrito una sola palabra.

–¿Te lo has pasado bien? –me preguntó.

–Sí, sí –contesté–. No he logrado hacer gran cosa, pero…

–Bueno, seguro que te ha venido bien descansar un poco.

–Sí, seguro que sí –dije, y me puse el cinturón de seguridad.

Cuando llegamos a Førde paramos a comer en el Hotel Sunnfjord. Elegimos una mesa junto a la ventana, mi madre colgó su bolso de la silla y fuimos al bufé a servirnos. El local estaba casi vacío. Cuando nos sentamos cada uno con nuestro plato se acercó un camarero, yo pedí una Coca-Cola, mi madre agua mineral, y cuando él se marchó, ella empezó a hablar de sus planes de organizar unos estudios de enfermería psiquiátrica en su escuela, al parecer sí podría llevarlos a cabo. Ella misma había encontrado un local, una preciosa escuela antigua, contó, situada bastante cerca de la escuela de enfermería. Tenía alma, dijo, un viejo edificio de madera, amplias estancias, techos altos, todo muy distinto a ese búnker de cemento en el que estaba enseñando.

–Suena muy bien –dije, mirando hacia el aparcamiento, donde los pocos coches que había brillaban con el sol. La ladera del otro lado del río estaba completamente verde, excepto una zona dinamitada en la que habían construido casas que parecían vibrar con sus distintos colores.

El camarero volvió, me bebí de un sorbo el vaso de CocaCola. Mi madre empezó a hablar de mi relación con Gunnar. Dijo que parecía que lo había interiorizado, convirtiéndolo en mi superego, el que me decía qué podía hacer y qué no, lo que estaba bien y lo que no.

Dejé el cuchillo y el tenedor y la miré.

–¿Has leído mi diario? –le pregunté.

–No, el diario no –dijo–. Pero te dejaste un libro que escribiste durante las vacaciones. Sueles ser muy abierto y contármelo todo.

–Pero es un diario, mamá –objeté–. No se leen los diarios de otras personas.

–Claro que no –contestó–. Ya lo sé. Pero como lo dejaste sobre la mesa del comedor no parecía que fuera algo que quisieras mantener en secreto.

–¿Pero no viste que era un diario?

–No –contestó–. Era un cuaderno de viaje.

–Vale, vale –dije–. La culpa fue mía. No debería haberlo dejado allí. ¿Pero qué has dicho que piensas de Gunnar? ¿Que lo he interiorizado? ¿Qué quieres decir con eso?

–Es la impresión que da por el sueño que describes, y las reflexiones que haces luego sobre él.

–¿Sí?

–Tu padre fue muy severo contigo cuando eras niño. Pero luego desapareció de repente, y a lo mejor tuviste la sensación de que podías hacer lo que te diera la gana. De manera que tienes dos grupos de normas, pero los dos te han venido de fuera. De lo que se trata es de poner tus propios límites. De alguna manera tienen que venir de dentro, de uno mismo. Tu padre no los tenía, y quizá por eso estaba tan desequilibrado.

–Lo está –dije–. Que yo sepa sigue vivo. Al menos hablé con él por teléfono hace una semana.

–Pero ahora parece que has colocado a Gunnar en el lugar de tu padre –prosiguió ella, mirándome un instante–. No tiene nada que ver con Gunnar, se trata de tus propios límites. Pero ya eres adulto, tendrás que buscar las soluciones tú mismo.

–Para eso estoy escribiendo un diario –dije–. Pero luego todo el mundo lo lee, y resulta imposible buscar soluciones uno mismo.

–Lo siento –dijo mi madre–. Pero de verdad que no creía que lo consideraras un diario. De ser así, nunca lo habría leído.

–Vale, no pasa nada. ¿Vamos a tomar postre o no?

Nos quedamos charlando en su casa hasta muy tarde. Al final fui a por el colchón hinchable que estaba apoyado contra la pared del pequeño cuarto de baño, lo coloqué en el suelo de la entrada, puse encima una sábana, me desnudé, apagué la luz y me acosté. Oía a mi madre moverse en el otro extremo del cuarto de estar, y de vez en cuando algún coche que pasaba. El olor a plástico del colchón me recordaba a mi infancia, las excursiones con tienda de campaña, paisajes abiertos. Ahora eran otros tiempos, pero la sensación de expectación era la misma. Al día siguiente me iría a Bergen, la gran ciudad estudiantil, a vivir en mi propia casa y a estudiar en la Academia de Escritura. Por las noches me sentaría en el Café Opera o iría a Hulen a conciertos de buenas bandas.

Karl Ove Knausgård (1968) emprendió en 2009 un proyecto literario sin igual: su obra autobiográfica Mi lucha es una gran proeza; está compuesta por seis novelas, la última de las cuales fue publicada en otoño de 2011. Ha obtenido numerosos galardones en su país y una cantidad insólita de lectores, además de un gran número de traducciones. Anagrama ha publicado los cuatro primeros tomos, con extraordinaria acogida crítica

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