LECTURAS | “Sábado”, de Ian McEwan

22/04/2017 - 12:04 am

La salida en literatura de bolsillo de Sábado amenaza con todo deseo de predecibilidad. Ese 15 de febrero de 2003, el día de las grandes manifestaciones contra la Guerra de Irak, todo parece irse como en un huracán, en un estado de las cosas tan actual.

Ciudad de México, 22 de abril (SinEmbargo).- Henry Perowne es un hombre feliz. Es un reconocido neurocirujano y está casado con Rosalind, una abogada de un importante periódico. Ambos disfrutan su trabajo, se quieren y quieren a sus hijos, un prometedor músico y una joven poeta. Es sábado, 15 de febrero de 2003, el día de las grandes manifestaciones contra la guerra de Irak. Henry se despierta, va hacia la ventana de su dormitorio y ve un avión en llamas que sobrevuela Londres muy bajo.

Henry teme un accidente terrible, un ataque terrorista. Más tarde, escuchando la radio, sabrá que se trata de un aterrizaje forzoso. Y Henry volverá a dormir, y hará el amor con su mujer, y se irá luego a su partida de squash semanal. Pero la visión nocturna no ha sido sino el presagio de la realidad azarosa que irrumpirá en la plácida burbuja de su vida tan armoniosa…

Extracto del libro “Sábado”, de Ian McEwan, publicado en el sello Anagrama

La edición en literatura de bolsillo de Sábado, una novela vigente. Foto: Especial

¿Por ejemplo? Pues, por ejemplo, lo que significa ser un hombre. En una ciudad. En un siglo. En transición. En una masa. Transformado por la ciencia. Bajo un poder organizado. Sometido a controles tremendos. En el estado resultante de la mecanización. Después del último fracaso de las esperanzas radicales. En una sociedad que no era una comunidad y devaluaba a la persona. Debido al poder multiplicado de números que volvían desdeñable al individuo. Que destinaba miles de millones a gastos militares contra un enemigo extranjero pero no pagaba por mantener el orden nacional. Que permitía el salvajismo y la barbarie en sus grandes ciudades. Al mismo tiempo, la presión de millones de seres humanos que han descubierto lo que pueden hacer los esfuerzos y los pensamientos coordinados. De igual manera que megatones de agua moldean organismos en el lecho oceánico. Que las mareas pulen las piedras. Que los vientos horadan acantilados. La hermosa supermaquinaria que abre una nueva vida a la innumerable humanidad. ¿Les negarás el derecho a existir? ¿Les pedirás que trabajen y sufran hambre cuando tú disfrutaste de valores anticuados? Tú…, tú mismo eres hijo de esta masa y hermano de todo lo demás. De lo contrario eres un ingrato, un diletante, un idiota. Ahí, Herzog, pensó Herzog, puesto que has pedido un ejemplo, ahí lo tienes.

–Saul Bellow, Herzog, 1964

Uno

Al despertar, horas antes del alba, Henry Perowne, neurocirujano, descubre que ya está en danza, aparta las mantas de su postura sedente y se levanta. No sabe con certeza el momento exacto en que ha despertado, pero tampoco le importa. Nunca ha hecho algo así, pero no se alarma y ni siquiera se sorprende un poco, porque el movimiento de sus miembros es ágil y placentero y nota una fuerza insólita en la espalda y las piernas. De pie y desnudo junto a la cama –siempre duerme desnudo–, siente su plena estatura, la respiración paciente de su mujer y el aire invernal del dormitorio en la piel. Lo cual también es una sensación placentera. El reloj de la mesilla marca las tres cuarenta. No sabe qué está haciendo levantado: no necesita aliviar la vejiga, no le perturba un sue- ño, tampoco un elemento del día anterior ni el estado del mundo. Es como si, ahí en la oscuridad, saliendo de la nada se hubiese materializado entero, completo, sin impedimentos. No está cansado, a pesar de la hora o de los trabajos de la víspera, ni le turba la conciencia ningún caso reciente. De hecho, está despabilado, tiene la mente en blanco y le embarga un júbilo inexplicable. Sin una decisión tomada, sin que le mueva un propósito, se dirige hacia la más cercana de las tres ventanas del dormitorio y siente su paso tan fácil y liviano que sospecha al instante que está soñando o sonámbulo. Si es así, sufrirá una decepción. Los sueños no le interesan; que esto sea real es una posibilidad más enjundiosa. Y sabe seguro que es totalmente él mismo y sabe que está despierto: conocer la diferencia entre esto y despertar, conocer las fronteras, es la esencia de la cordura.

El dormitorio es espacioso y despejado. Al atravesarlo, como quien se desliza, con una soltura casi cómica, le entristece unos segundos la perspectiva de que esta experiencia acabe, pero enseguida lo olvida. Al lado de la ventana del centro abre con tiento, para no despertar a Rosalind, los altos postigos plegables de madera. En esto es a la vez egoísta y solícito. No quiere que le pregunten qué está haciendo: ¿qué podría responder, y por qué, al intentarlo, perderse este momento? Abre el segundo postigo, deja que se encastre contra el marco y levanta sin ruido la ventana de guillotina. Es muchos centímetros más alta que él, pero sube sin dificultad, izada por el oculto contrapeso de plomo. Se le tensa la piel cuando el aire de febrero irrumpe en la habitación y lo envuelve, pero el frío no le molesta. Observa la noche desde el segundo piso, la ciudad y su gélida luz blanca, los árboles esqueléticos de la plaza y, nueve metros más abajo, las verjas con sus puntas de flecha negras, como una hilera de lanzas. La temperatura es de uno o dos grados bajo cero y el aire es limpio. El fulgor de la farola no ha borrado por completo todas las estrellas; más arriba de la fachada Regencia, al otro lado de la plaza, se ciernen vestigios de constelaciones en el cielo meridional. Esa fachada en particular es una reconstrucción, un pastiche –Fitzrovia recibió algunas andanadas de la Luftwaffe durante la guerra–, y justo detrás está la torre de Correos, municipal y sórdida de día, pero de noche semiescondida y decentemente iluminada, un recordatorio valiente de tiempos más optimistas.

Y ahora, ¿cómo son los tiempos? Son días de desconcierto y de miedo, suele pensar cuando roba un rato de su ronda semanal para pensarlo. Pero en este momento no los siente así. Se inclina hacia delante, descansa todo su peso en las palmas contra el alféizar y exulta ante el vacío y la claridad de la escena. Su vista –siempre buena– parece haberse aguzado. Ve relucir la mica del enlosado en la plaza peatonizada, donde el frío y la distancia han convertido los excrementos de palomas en algo casi hermoso, como nieve dispersa. Le gusta la simetría de los postes negros de hierro fundido y sus sombras aún más oscuras, y la celosía de las alcantarillas de adoquines. Los cubos desbordantes de basura sugieren abundancia más que escasez; los bancos vacíos alrededor de los jardines circulares parecen esperar con benevolencia el trasiego cotidiano: oficinistas en la alegre hora del almuerzo, los chicos solemnes y aplicados de la residencia india de estudiantes, amantes en crisis o en callados raptos, el trapicheo vespertino de camellos, la anciana decrépita y sus gritos feroces, inquietantes. ¡Marchaos!, grita durante horas seguidas y su graznido ronco suena como un ave de las marismas o un animal del zoo.

Desde donde está, tan inmune al frío como una estatua de mármol, Henry mira hacia Charlotte Street, hacia una mezcolanza de fachadas, andamios y tejados, y piensa que la ciudad es un éxito, una invención brillante, una obra maestra biológica: alrededor de los logros seculares acumulados en capas como en torno a un arrecife de coral, una población ingente duerme, trabaja, se distrae, armoniosa en su mayor parte, y casi toda desea que la ciudad funcione. Y el rincón de los Perowne es una victoria de las proporciones convenientes; el cuadrado perfecto trazado por Robert Adam circunda un círculo de jardín perfecto: un sueño del siglo XVIII bañado y abrazado por la modernidad, por la luz de las farolas desde arriba y desde abajo por cables de fibra óptica, y agua dulce, fresca, que circula por tuberías, y cloacas que transportan la residual en un instante de olvido.

Observador habitual de sus estados de ánimo, se interroga sobre esta euforia sostenida y deformante. Quizás en el nivel molecular, durante el sueño, se haya producido un accidente químico: algo como una bandeja de bebidas derramadas activa receptores similares a la dopamina que desatan una benéfica cascada de sucesos intracelulares; o bien es la perspectiva de un sábado, o la consecuencia paradójica del cansancio extremo. La verdad es que ha terminado la semana en un estado de agotamiento insólito. Al volver a una casa vacía se tendió en la bañera con un libro, contento de no hablar con nadie. Fue su hija Daisy, la instruida, la excesivamente instruida, la que le mandó la biografía de Darwin, que a su vez tenía algo que ver con una novela de Conrad que ella quiere que lea y que todavía no ha empezado: la vida en el mar, por muy cargada de moralidad que esté, no le interesa mucho. Ella lleva años remediando la que considera asombrosa ignorancia de su padre, dirige su instrucción literaria, le regaña por su mal gusto y su poca sensibilidad. No le falta razón: al pasar directamente del instituto a la facultad de medicina y de allí a los horarios de esclavo de un médico en prácticas y luego a la absorción total de la especialidad de neurocirugía, compaginada con una paternidad ejemplar, en quince años apenas ha tocado un libro que no sea de medicina. Por otra parte, Henry cree que ha visto suficiente muerte, miedo, valor y sufrimiento para abastecer a media docena de literaturas. Aun así, se somete a la lista de lecturas de Daisy; son su modo de mantenerse en contacto mientras ella se aleja de la familia hacia una feminidad incognoscible en un barrio de París; esta noche será la primera que pasa en casa desde hace seis meses: otro motivo de euforia.

Estaba retrasado en los deberes que le ponía Daisy. Controlando a intervalos con un dedo del pie la entrada de un nuevo chorro de agua caliente, leyó adormilado una crónica del ímpetu con que Darwin terminó El origen de las especies y un resumen de las páginas finales, modificadas en ediciones posteriores. Al mismo tiempo escuchaba las noticias de la radio. El imperturbable Blix ha vuelto a hablar ante la ONU; reina la impresión general de que ha socavado algo las causas a favor de la guerra. Luego, convencido de que no había asimilado nada, Perowne apagó la radio, volvió a pasar las páginas y leyó de nuevo. Había momentos en que la biografía le inspiraba una confortable nostalgia de una Inglaterra verdeante, afectuosa y poblada de caballos de tiro; había otros en que le deprimía un poco que toda una vida pudiera condensarse en unos cuantos centenares de páginas: embotellada como un chutney casero. Y la facilidad con que podía desvanecerse del todo una existencia, sus ambiciones, sus redes familiares y de amigos, la sólida posesión de toda su amada sustancia. Después se tumbó en la cama para pensar en la cena y no recordaba nada más. Rosalind debió de taparle con mantas cuando volvió del trabajo. Le habría besado. Cuarenta y ocho años, dormido como un leño a las nueve y media de una noche de viernes: es la vida profesional moderna. Trabaja de firme, todo el mundo a su alrededor lo hace, y esta semana ha sido aún más dura por culpa de un brote de gripe entre el personal hospitalario; la lista de operaciones ha sido el doble de larga de lo normal.

Haciendo malabarismos, multiplicándose, llevó a cabo cirugía mayor en un quirófano, supervisó en otro a un adjunto y efectuó en un tercero intervenciones menores. Ahora tiene en su unidad dos adjuntos de neurocirugía: Sally Madden, casi cualificada y totalmente fiable, y otro en su segundo año, Rodney Browne, de Guayana, talentoso y trabajador, pero todavía inseguro de sí mismo. El anestesista de Perowne, Jay Strauss, tiene su propio adjunto, Gita Syal. Durante tres días, con Rodney a su lado, Perowne estuvo yendo y viniendo de las tres salas; el sonido de sus zuecos en los suelos encerados del pasillo y los diversos chirridos y gemidos de las  puertas de vaivén del quirófano resonaban como acompañamientos orquestales. La lista del viernes era una lista típica. Mientras Sally suturaba a un paciente, Perowne cruzaba la puerta contigua para aliviar a una anciana de su neuralgia trigémina, su tic doloroso. Estas operaciones menores todavía le producen placer: le gusta ser rápido y preciso. Deslizó un índice enguantado hasta el fondo de la boca de la anciana para palpar la vía y luego, sin apenas echar una ojeada al monitor, introdujo una larga aguja a través de la cara exterior de la mejilla, directamente hasta el ganglio trigémino. Jay acudió desde la sala de al lado para observar cómo Gita llevaba a la paciente a una breve conciencia. La estimulación eléctrica de la punta de la aguja le produjo un cosquilleo en la cara, y en cuanto ella confirmó, amodorrada, que la posición era la correcta –era la primera vez que Perowne la conseguía–, la sedó de nuevo mientras la termocoagulación por radiofrecuencia “cocinaba” el nervio. La delicada argucia consistía en eliminar el dolor conservando al mismo tiempo cierto sentido del tacto; todo ello en quince minutos y tres años de desdicha, de dolor agudo, lancinante, concluían.

Cortó el cuello de un aneurisma arterial en el cerebro medio –es casi un maestro en este arte– y realizó una biopsia de un tumor en el tálamo, una región donde no es posible operar. El paciente era un tenista profesional de veintiocho años, que ya sufría de una aguda pérdida de memoria. Cuando Perowne extrajo la aguja de las profundidades del cerebro vio con sólo echar un vistazo que el tejido era anormal. No esperaba gran cosa de la quimio ni de la radioterapia. La confirmación llegó en un informe verbal del laboratorio, y esa tarde comunicó la noticia a los ancianos padres del joven.

El siguiente caso fue una craneotomía para un meningioma en una mujer de cincuenta y tres años, directora de una escuela primaria. El tumor, situado encima del área motora y claramente definido, se replegó nítidamente ante el 18 sondeo del disector Rhoton: un proceso enteramente curativo. Sally lo cosió mientras Perowne iba a la puerta contigua a practicar una laminectomía lumbar a varios niveles a un hombre obeso de cuarenta y cuatro años, un jardinero que trabajaba en Hyde Park. Perforó unos diez centímetros de grasa subcutánea hasta que quedaron expuestas las vértebras y no ayudó mucho que el hombre se balancease cada vez que Perowne ejercía presión hacia abajo para recortar el hueso.

Para un viejo amigo, un otorrino, Perowne practicó una abertura en un neurinoma del acústico a un chico de diecisiete años; qué raro que estos especialistas en nariz, garganta y oído sean tan reacios a abrir sus propias vías difíciles. Perowne cortó un gran colgajo rectangular detrás de la oreja, lo que le llevó una hora larga e irritó a Jay Strauss, que quería continuar con la lista de la unidad. Por fin, el tumor fue visible al microscopio quirúrgico: un pequeño swannoma vestibular a tres milímetros escasos de la cóclea. Perowne dejó que su amigo especialista realizase la escisión y se apresuró a llevar a cabo un segundo procedimiento menor que a su vez le produjo cierta irritación: una vociferante mujer joven, de actitud normalmente ofendida, quería que le desplazaran de atrás adelante el estimulador vertebral. Sólo un mes antes, Perowne se lo había cambiado de sitio porque ella se quejaba de que le resultaba incómodo sentarse. Ahora decía que con el estimulador le era imposible tumbarse en la cama. Hizo una larga incisión a lo largo del abdomen y perdió un tiempo valioso, hundido hasta los codos en el interior de la paciente, buscando el cable de la batería. Estaba seguro de que esta paciente no tardaría mucho en volver.

Almorzó un bocadillo de atún y pepino envuelto en plástico y una botella de agua mineral. En la cafetería atestada, cuyas tostadas y pasta calentada en el microondas siempre le recordaban los olores de la cirugía mayor, se sentó junto a Heather, la muy querida trabajadora que ayuda a limpiar los quirófanos después de las intervenciones. Ella le contó que habían detenido a su yerno por atraco a mano armada tras ser identificado por error en una rueda de sospechosos en la comisaría. Pero su coartada era perfecta: en el momento del delito, un dentista le estaba extrayendo una muela del juicio. En otras partes de la cantina hablaban de la epidemia de gripe: aquella mañana habían mandado a casa a una enfermera y a un médico en prácticas que trabajaban para Jay Strauss. Al cabo de quince minutos, Perowne ordenó a su equipo que volviera al trabajo. Mientras Sally, en la sala de al lado, taladraba un agujero en el cráneo de un anciano, un guardia de tráfico jubilado, para aliviar la presión de una hemorragia interna –un hematoma subdural crónico–, Perowne utilizaba el más reciente instrumento del quirófano, un sistema de navegación informatizado, para ayudarle en una craneotomía encaminada a la resección de un glioma frontal derecho. Después dejó que Rodney perforase con la fresa una subdural crónica.

La culminación de la lista del día era la extirpación de un astrocitoma pilocítico a una niña nigeriana de catorce años que vive en Brixton con su tía y su tío, pastor anglicano. El mejor modo de llegar al tumor era por la parte posterior de la cabeza, por una vía supracerebelar infratentorial, con la paciente anestesiada en posición sedente. Esto, a su vez, creaba un problema especial a Jay Strauss, porque había una posibilidad de que entrase aire en la vena y produjera una embolia. Andrea Chapman era una paciente y una sobrina problemática. Cuando llegó a Inglaterra, a los doce años –el pastor y su mujer, consternados, mostraron a Perowne la foto–, era una chica achaparrada que llevaba un vestido, trenzas prietas y una sonrisa tímida. Algo que la vida campesina en el norte rural de Nigeria mantenía encorsetado en ella se liberó en su interior en cuanto ingresó en el instituto local de Brixton. Se aficionó a la música, la ropa, las charlas, los precios: la calle. Era una chica díscola, confesó el pastor mientras su mujer trataba de tranquilizar a Andrea en el pabellón. Su sobrina se drogaba, se emborrachaba, robaba en comercios, hacía novillos, detestaba a la autoridad y “soltaba tacos como una verdulera”. ¿Sería por el tumor que le presionaba alguna parte del cerebro?

Perowne no pudo ofrecer ese consuelo. El tumor estaba muy alejado de los lóbulos frontales. Era profundo, estaba situado en el vermis superior del cerebelo. Andrea ya había sufrido jaquecas a primeras horas de la mañana, puntos ciegos y ataxia: desasosiego. Estos síntomas no disiparon la sospecha que tenía la paciente de que su estado formaba parte de un complot –el hospital, conchabado con sus tutores, el instituto, la policía– para poner freno a sus noches en los clubs. Horas después de ser ingresada ya se había peleado con las enfermeras, la monja del pabellón y una paciente anciana que dijo que no toleraría su lenguaje obsceno. Perowne tuvo sus propias dificultades para convencerla de que se sometiera a las penalidades que la esperaban. Aunque no se exaltó, Andrea fingió que hablaba como un rapero en la MTV, balanceando el torso mientras estaba sentada en la cama, e hizo movimientos circulares con las palmas hacia abajo, aplacando al aire que tenía delante, aprestándose para uno de sus ataques de cólera. Pero él admiraba su temple y los feroces ojos oscuros, los dientes perfectos y la lengua limpia y rosa que se enredaba alrededor de las palabras que articulaba. Tenía una sonrisa jubilosa, incluso cuando gritaba con una furia aparente, como si le cosquilleara la idea de saber hasta qué punto podía salirse con la suya. Para meterla en vereda tuvo que intervenir Jay Strauss, un norteamericano con la calidez y la franqueza que nadie más poseía en aquel hospital inglés.

La operación de Andrea duró cinco horas y salió bien. La colocaron en una postura sedente, con la abrazadera quirúrgica atornillada a un marco frente a ella. Tuvieron que extremar el cuidado al abrirle la nuca, debido a los vasos sanguíneos que corren muy cerca debajo del hueso. Rodney se inclinó junto a Perowne para irrigar la perforación y cauterizar la hemorragia con la bipolar. Por último quedó expuesto el tentorio –la tienda de campaña–, una bella estructura, pálida y delicada, como el pequeño torbellino de una bailarina con velo, donde la dura se junta y se separa de nuevo. Debajo está el cerebelo. Con un minucioso corte transversal, Perowne dejó que la propia gravedad lo empujase hacia abajo –no hacían falta retractores– y fue posible ver en lo profundo de la glándula pineal el tumor que se extendía justo delante, como una vasta masa roja. El astrocitoma estaba bien definido y sólo parcialmente se había infiltrado en el tejido circundante. Perowne pudo extirparlo casi todo sin lesionar ninguna región vital.

Concedió a Rodney varios minutos con el microscopio quirúrgico y la ventosa y le dejó cerrar. El propio Perowne vendó la cabeza y cuando por fin salió del quirófano no se sentía nada fatigado. Operar no le cansa nunca; en cuanto se enfrasca en el mundo cerrado de la unidad, el quirófano y sus procedimientos prescritos, y se abstrae en el vívido escorzo del microscopio, que recorre un pasillo hasta un lugar deseado, experimenta una capacidad de trabajo (que parece más un ansia) sobrehumana.

En cuanto al resto de la semana, las dos rondas de visitas de la mañana no le exigieron más de lo habitual. Tiene demasiada experiencia para que le conmuevan la diversidad de aflicciones que encuentra: su obligación es ser útil. Tampoco le fatigaron las rondas de pabellón ni los diferentes comités semanales. Lo que le deprimió fue el papeleo de la tarde del viernes, el atraso en el traslado de especialistas, las reacciones al respecto, los extractos de dos conferencias, las cartas a colegas y redactores, una revisión de par sin terminar, aportaciones a iniciativas de gestión, cambios de gobierno en la estructura de la Fundación y aún más revisiones de las prácticas docentes. Había que volver a examinar –siempre hay que echarle otro vistazo– el plan de emergencia del hospital. Ya no sólo se contemplan simples choques de trenes, y palabras como “catástrofe” y “numerosos muertos”, “guerra química y biológica” y “ataque grave” han perdido sentido a fuerza de repetirse. El año pasado se percató de que estaban proliferando nuevos comités y subcomités, y líneas de mando que llegaban más arriba y más allá del hospital, trascendiendo las jerarquías médicas, hasta los lejanos rincones de los ministerios y el despacho del ministro del Interior.

Perowne dictó con voz monótona, y mucho después de que su secretaria se hubiese marchado a casa él tecleaba en el cubículo recalentado de su despacho en el tercer piso del hospital. Le retrasaba una inusitada falta de fluidez. Tiene a gala su velocidad y un estilo elegante e irónico. Nunca necesita cavilar mucho: teclear y componer es todo uno. Pero avanzaba a tumbos. Y aunque no le había abandonado la jerga profesional –una segunda naturaleza–, su prosa renqueaba torpemente. Palabras sueltas le traían a la mente objetos engorrosos –bicicletas, hamacas, percheros– desperdigados en medio del camino. Componía en la cabeza una frase que luego perdía en la página o se metía en un callejón sin salida gramatical y le costaba sudores volver al punto de partida. No se paró a considerar si esta deficiencia era la causa o la consecuencia de la fatiga. Era testarudo y se empeñó en acabar. A las ocho de la noche terminó el último de una serie de e-mails y se levantó del escritorio donde llevaba encorvado desde las cuatro. En el camino hacia la salida visitó a sus pacientes en la UCI. No había problemas y Andrea estaba bien: dormía y todas sus constantes eran buenas. Menos de media hora más tarde estaba en casa, en la bañera, y poco después se quedó dormido.

Dos figuras con abrigos oscuros cruzan la plaza en diagonal y se alejan de él hacia Cleveland Street; sus tacones altos producen un desafinado contrapunto: enfermeras, sin duda, aunque es una hora extraña para salir de un turno. No hablan, y aunque sus pasos son disparejos, caminan juntas y sus hombros casi se tocan de una forma íntima, fraternal. Pasan directamente por debajo de él y trazan un cuarto de circunferencia orillando los jardines antes de alejarse. Hay algo conmovedor en la manera en que su respiración conjunta se eleva por detrás de ellas como nubes singulares de vapor según caminan, como si estuvieran practicando un juego de ni- ños, imitar locomotoras. Cruzan hacia la esquina más alejada de la plaza, y él no sólo las observa, aprovechando la ventaja de la altura y su curioso estado de ánimo, sino que vela por ellas, supervisa su avance con la actitud posesiva de un dios remoto. En el frío inánime, atraviesan la noche, calientes como pequeños mecanismos biológicos con habilidades bípedas, aptas para cualquier terreno, dotadas de innumerables redes neurales que se ramifican, hundidas profundamente en el nudo de revestimientos óseos, fibras sepultadas, filamentos cálidos con su invisible fulgor de consciencia: esos mecanismos inventan sus propias sendas.

Lleva varios minutos en la ventana, la euforia se le está pasando y empieza a tiritar. En los jardines, cerrados por un círculo de verjas altas, una escarcha leve se extiende sobre los huecos y las elevaciones del césped ajardinado, más allá del lindero de los plátanos. Observa una ambulancia que, con la sirena apagada y el centelleo de luces azules, enfila Charlotte Street y acelera fuerte hacia el sur, quizás en dirección al Soho. Se aparta de la ventana para alcanzar a su espalda una gruesa bata de lana que reposa doblada en una silla. Al volverse se percata de que fuera hay un elemento nuevo, en la plaza o en los árboles, brillante pero incoloro, empañada su visión periférica por el movimiento de la cabeza. Pero no vuelve a mirar de inmediato. Tiene frío y quiere la bata. La coge, introduce un brazo en una manga y sólo se vuelve hacia la ventana cuando busca la segunda manga y se ciñe el cinturón.

No comprende al instante lo que ve, aunque cree entenderlo. En ese primer momento, en su avidez y curiosidad, conjetura proporciones a una escala planetaria: es un meteorito que arde en el cielo de Londres, lo atraviesa de izquierda a derecha, bajo en el horizonte, aunque muy por encima de los edificios más altos. Pero sin duda los meteoritos poseen algo de flecha, son como una aguja. Los ves como un fogonazo antes de que el calor los consuma. Éste se mueve despacio, con una majestad constante. Al cabo de un segundo, Perowne compara su perspectiva exterior con la escala del sistema solar: el objeto no está a cientos, sino a miles de kiló- metros de distancia en el espacio, girando en una órbita eterna alrededor del sol. Es un cometa teñido de amarillo, con el familiar núcleo brillante que arrastra su ardiente envoltura. Contempló el Hale-Bopp con Rosalind y los niños desde una colina cubierta de hierba en el Distrito de los Lagos, y vuelve a sentir aquel impulso de gratitud por haber vislumbrado, allende el entorno terrestre, lo auténticamente impersonal. Y esto es mejor, más fulgurante, más veloz, tanto más impresionante por cuanto es inesperado. Deben de haberse perdido las noticias. Trabajan demasiado. Está a punto de despertar a Rosalind –sabe que la emocionará el espectáculo–, pero se pregunta si ella llegará a la ventana antes de que el cometa desaparezca. Y entonces se lo perderá él también. Pero es algo tan extraordinario que debe compartirlo.

Se dirige hacia la cama cuando oye un retumbo bajo, un suave estruendo que aumenta de volumen, y se para a escucharlo. Se lo revela todo. Mira a la ventana por encima del hombro para confirmarlo. Por supuesto, es un cometa tan lejano que tiene que parecer estático. Horrorizado, regresa a su puesto en la ventana. El sonido conserva un volumen estable mientras él repasa de nuevo la escala, esta vez haciendo un zoom hacia dentro, desde el polvo y el hielo solar hasta el lugar donde está. Sólo han transcurrido tres o cuatro segundos desde que ha visto ese fuego en el cielo y ya ha cambiado de opinión dos veces al respecto. Viaja por una ruta que él ha recorrido muchas veces en la vida, y en la cual ha cumplido los requisitos de rutina, ha enderezado el respaldo del asiento, puesto en hora su reloj y apartado los papeles, siempre con la curiosidad de ver si puede localizar su casa en la inmensa extensión casi hermosa, gris anaranjada; de este a oeste, a lo largo de la ribera meridional del Támesis, a seiscientos metros de altitud, en el descenso final hacia Heathrow.

Ahora está justo al sur de él, a un par de kilómetros, y luego está detrás de la torre de Correos, al nivel de las antenas de microondas más bajas. A pesar de las luces de la ciudad, los contornos del avión no son visibles en la oscuridad de la madrugada. El fuego debe de estar donde el ala izquierda se junta con el fuselaje, o quizás en uno de los motores de debajo. El borde anterior del fuego es una esfera blanca aplastada que arrastra un cono amarillo y rojo, menos similar a un meteorito o un cometa que a la chillona impresión que un artista tiene de ellos. Como aparentando normalidad, las luces de aterrizaje destellan. Pero el ruido del motor lo delata todo. Sobre el rugido profundo y etéreo prevalece un sonido de tensión, de asfixia, un rumor de alma en pena que sube de volumen: es tanto un alarido como un grito sostenido, un ruido impuro y sucio que sugiere un esfuerzo mecánico insostenible, que supera la capacidad del acero endurecido y asciende en espiral hacia un punto final, que sube sin cesar, irresponsable, como el acompañamiento de un viaje terrible en una atracción de feria. Algo está a punto de ceder.

Ya no piensa en despertar a Rosalind. ¿Para qué despertarla por esta pesadilla? De hecho, el espectáculo posee el aura familiar de un sueño recurrente. Como la mayoría de los pasajeros, exteriormente sojuzgados por la monotonía del transporte aéreo, a menudo deja que sus pensamientos repasen las posibilidades mientras está sentado, atado y dócil, delante de un comida envasada. Al otro lado de una pared de acero fino y alegre plástico chirriante la temperatura es de sesenta grados bajo cero y la altitud de cuarenta mil pies sobre el suelo. Lanzado a través del Atlántico a una velocidad de ciento cincuenta metros por segundo, te sometes a esta locura porque todo el mundo lo hace. Los demás pasajeros están tranquilos porque tú y los que te rodean parecéis serenos. Si se mira de una determinada manera –muertes por milla de pasajero–, las estadísticas confortan. ¿Y cómo, si no, asistir a una conferencia en el sur de California? El viaje aéreo es un mercado bursátil, un truco de percepciones reflejadas, una frágil alianza de fe colectiva; siempre que los nervios no se desquicien y no haya bombas ni piratas aéreos a bordo, todo el mundo prospera. Cuando falle algo, no habrá medias tintas. Visto de otra forma –muertes por trayecto–, las cifras no son tan buenas. El mercado podría derrumbarse.

Tenedor de plástico en ristre, a menudo se pregunta cómo sería: los gritos en la cabina amortiguados en parte por esa acústica letal, el agitado hurgar en las bolsas en busca de teléfonos y últimas palabras, la tripulación que en su terror se aferra a fragmentos recordados del protocolo, el olor igualitario a mierda. Pero la escena contemplada desde fuera, desde lejos, como en este caso, es también familiar. Hace casi dieciocho meses que la mitad del planeta presenció una y otra vez a los cautivos invisibles conducidos a través del cielo hacia la matanza; fue un momento que impuso una asociación nueva a la silueta inocente de cualquier avión. Todo el mundo coincide en que las líneas aéreas parecen distintas desde entonces, predatorias o condenadas.

Henry sabe que es una ilusión óptica lo que le hace pensar que ve un perfil ahora, una forma negra más profunda contra la oscuridad. El aullido del motor incendiado se intensifica. No le sorprendería ver que se encienden luces en toda la ciudad o que la plaza se llena de vecinos en bata. Detrás de él, Rosalind, muy avezada en excluir de su sueño las molestias urbanas, se pone de costado. Es probable que el ruido no sea más fastidioso que el de una sirena que pasa por Euston Road. El núcleo blanco y ardiente y su cola de colores se han agrandado: ningún pasajero sentado en la sección central del avión sobreviviría. Hay otro elemento conocido: el horror de lo que no vemos. La catástrofe observada desde una distancia segura. Observar la muerte a gran escala, pero sin ver morir a nadie. Sin sangre, sin gritos, sin figuras humanas, y en este vacío, la servicial imaginación liberada. La lucha a muerte en la cabina del piloto, el grupo de pasajeros valientes que se congregan para intentar el recurso final de un ataque contra los fanáticos. ¿Hacia qué parte del avión correrías para huir del calor de este incendio? De algún modo, la cabina del piloto podría parecer menos solitaria. ¿Es una insensatez patética o un optimismo necesario abrir el armario de encima de tu cabeza para coger tu bolsa? ¿Tratará de detenerte la mujer de espeso maquillaje que cortésmente te ha servido un cruasán y mermelada?

El avión pasa por detrás de las copas de los árboles. El fuego titila festiva, brevemente, entre las ramas grandes y pequeñas. Perowne da en pensar que debería hacer algo. Cuando los servicios de emergencia hayan tomado nota o transmitido su llamada, lo que tenga que ocurrir ya habrá pasado. Si está vivo, el piloto ya habrá avisado por radio. Quizás ya estén cubriendo de espuma la pista de aterrizaje. En esta etapa es inútil correr al hospital a ofrecer tu ayuda. Heathrow no figura en la zona de su plan de emergencia. En otro lugar, más al oeste, en dormitorios oscuros, personal médico se estará vistiendo sin saber qué ha sucedido. Faltan aún veinticuatro kilómetros de descenso. Si explotan los tanques de combustible no habrá salvación para los pasajeros.

El avión emerge de los árboles, cruza un claro y desaparece detrás de la torre de Correos. Si Perowne fuese propenso al sentimiento religioso, a las explicaciones sobrenaturales, jugaría con la idea de que ha sido llamado; de que el haber despertado en un estado de ánimo tan insólito y haber ido a la ventana sin ningún motivo debe obedecer a una orden oculta, a una inteligencia exterior que quiere mostrarle o decirle algo trascendente. Pero una ciudad, por naturaleza, cultiva insomnes; ella misma es una entidad que no duerme y cuyos cables nunca paran de sonar; entre tantos millones tiene que haber personas que se asoman a la ventana cuando normalmente deberían dormir. Y no las mismas personas cada noche. Que sea él y no otra es arbitrario. Entraña un simple principio antrópico. El pensamiento primitivo de los que tienden a lo sobrenatural viene a ser lo que sus colegas psiquiatras llaman un problema, o una idea, de referencia. Un exceso de subjetividad, ordenar el mundo en consonancia con tus necesidades, una incapacidad de contemplar tu propia insignificancia. En opinión de Henry, este tipo de razonamiento corresponde a un espectro en cuyo extremo, irguiéndose como un templo abandonado, se halla la psicosis.

Y un razonamiento así puede haber causado el incendio del avión. Un hombre de fe sólida con una bomba en el tacón del zapato. Entre los pasajeros aterrados quizás muchos rezaran –otro problema de referencia– para que su dios intercediese. Y si iba a haber muertes, el mismo dios que las había decretado pronto recibiría peticiones de consuelo fúnebre. Perowne considera esto asombroso, una complicación humana que trasciende el ámbito moral. De ahí surgen, junto con la sinrazón y la matanza, gente decente y buenas acciones, bellas catedrales y mezquitas, cantatas, poesía. Hasta negar a Dios, oyó en una ocasión, con estupor e indignación, argu- 29 mentar a un cura, es un ejercicio espiritual, una forma de oración: no es fácil escapar de las garras de los creyentes. Lo mejor para el avión es que haya sufrido un simple y secular fallo mecánico.

Sobrepasa la torre y empieza a desvanecerse al otro lado de un trecho abierto de cielo occidental, algo inclinado hacia el norte. El incendio parece disminuir con el lento cambio de perspectiva. Ahora Perowne ve sobre todo la cola y la luz que destella. El ruido de la avería del motor va decreciendo. ¿Han bajado el tren de aterrizaje? Al tiempo que se lo pregunta lo desea, lo quiere. ¿Una especie de plegaria? No está pidiendo un favor a nadie. Incluso después de que las luces de aterrizaje se hayan hundido en la nada, sigue mirando el cielo al oeste, temiendo una explosión, incapaz de apartar la vista. Aún tiene frío, a pesar de la bata, limpia la condensación de su aliento en el cristal y piensa en lo lejano que parece ahora el ánimo exaltado y espontáneo que le ha sacado de la cama. Por último se endereza y despliega los postigos, sin hacer ruido, para tapar el cielo.

Al alejarse de la ventana, recuerda el famoso experimento mental que aprendió hace mucho tiempo en un curso de física. Un gato, el gato de Schrödinger, oculto a la mirada en una caja tapada, o bien está vivo o bien acaba de morir a causa de la actividad aleatoria de un martillo que golpea una ampolla de veneno. Hasta que el observador levanta la tapa de la caja, las dos posibilidades existen, la del gato vivo y la del gato muerto, una al lado de la otra, en universos paralelos, igualmente reales. En el instante en que levantan la tapa de la caja y examinan al gato, una onda cuántica de probabilidad se derrumba. Para él nunca ha tenido sentido nada de esto. Ningún sentido humano. Sin duda es otro ejemplo de problema de referencia. Ha oído que hasta los físicos lo están arrumbando. A Henry le parece que trasciende los requisitos de una prueba: un resultado, una consecuencia, existe por separado en el mundo, independiente de él mismo, conocido por otros, a la espera de que lo descubran. Lo que entonces se derrumba es su propia ignorancia. Sea cual sea el tanteo, ya está anotado. Y sea cual sea el destino de los pasajeros, estén asustados y a salvo o estén muertos, ya habrán llegado.

Casi todo el mundo, en la primera consulta, lanza una mirada furtiva a las manos del cirujano con la esperanza de que le tranquilicen. Los posibles pacientes buscan delicadeza, sensibilidad, firmeza, quizás una palidez impoluta. Por esta razón Henry Perowne pierde varios casos cada año. Por lo general, sabe lo que va a ocurrir antes que el paciente: la mirada repetida hacia abajo, las preguntas preparadas que empiezan a decaer, la expresión de gratitud demasiado efusiva cuando emprenden la retirada hacia la puerta. A otros pacientes no les gusta lo que ven pero ignoran su derecho a acudir a otro sitio; algunos se fijan en las manos, pero les apacigua su reputación, o les importa un bledo; y siempre hay quienes no se fijan en nada o no sienten nada o son incapaces de comunicarse por culpa de la deficiencia cognitiva que les ha llevado a la consulta.

A Perowne no le preocupa. Que los desertores se vayan por el pasillo o a la otra punta de la ciudad. Otros ocuparán su lugar. El mar de desdicha neural es vasto y profundo. Sus manos, aunque firmes, son grandes. De haber sido pianista –ha hecho sus pinitos inexpertos–, poder abarcar diez notas le habría sido útil. Son manos nudosas, de hueso y tendones protuberantes en los nudillos, con una mata de vello rojizo en la base de los dedos, cuyas yemas son planas y anchas, como las ventosas de una salamandra. Hay una longitud desmesurada hasta los pulgares que se curvan hacia atrás, como un plátano, e incluso en reposo da la impresión de que tienen doble articulación, más apropiada para la pista de circo, entre los payasos y los trapecistas. Y las manos, como otras muchas partes de Perowne, exhiben pecas alegres, como una mezcla heterogénea de melanina marrón y anaranjada que se extiende directamente hasta los nudillos superiores. A un determinado tipo de paciente esto le parece raro, hasta malsano: no quisiera que esas manos, ni siquiera enguantadas, le anden hurgando en el cerebro.

Son las manos de un hombre alto y vigoroso al que los últimos años han añadido un poco de peso y aplomo. Veinteañero, su chaqueta de tweed le colgaba como sobre unas estacas flacas. Cuando se esfuerza en enderezar la espalda, mide un metro ochenta y cinco. Caminar un poco encorvado le confiere un aire de disculpa que muchos pacientes consideran que forma parte de su encanto. También les sosiegan la actitud nada autoritaria y los afables ojos verdes, con profundas arrugas risueñas en las comisuras. Hasta comienzos de los cuarenta, las pecas juveniles en la cara y la frente surtían el mismo efecto tranquilizador, pero últimamente han empezado a borrarse, como si un puesto de responsabilidad le hubiera obligado por fin a deponer un alarde frívolo. Los pacientes no estarían tan contentos si supieran que no siempre les escucha. A veces se ensueña. Como una alerta de tráfico en la radio de un coche, una difusa narración mental puede brotar, urgente y por su cuenta, incluso durante una consulta. Es hábil borrando las huellas, continúa asintiendo o frunciendo el ceño o cierra con firmeza la boca en torno a una media sonrisa. Cuando despierta, segundos después, no parece haber perdido el hilo.

Hasta cierto punto, la curvatura es engañosa. Perowne siempre ha tenido aspiraciones físicas y es reacio a abandonarlas. En sus rondas recorre los pasillos con una zancada impaciente que su comitiva se esfuerza en igualar. Es un hombre más o menos saludable. Si se toma el tiempo de examinarse después de una ducha en el espejo de cuerpo entero del cuarto de baño, advierte alrededor de la cintura un primer grosor, una hinchazón casi sensual debajo de las costillas. Se desvanece cuando se mantiene erecto o levanta los brazos. Por lo demás, los músculos –los pectorales, los abdominales–, aunque modestos, conservan una definición razonable, sobre todo cuando la lámpara cenital está apagada y la luz le cae de costado. Aún no está acabado. El cabello, aunque ralea, es todavía de un castaño rojizo. Sólo en el vello púbico han aparecido los primeros y dispersos rizos plateados.

Casi todas las semanas sigue corriendo en Regent’s Park, a través de los jardines restaurados de William Nesfield, y pasa por Lion Tazza hasta Primrose Hill y vuelta. Y todavía gana al squash a algunos médicos más jóvenes, sitúa su largo alcance en la T del centro de la cancha y desde allí luce los lobs de los que tanto se precia. Gana casi la mitad de los partidos del sábado al anestesista. Pero si el rival es lo bastante bueno para sacarle fuera del centro y hacerle correr, Henry se agota al cabo de veinte minutos. Se recuesta discretamente en la pared del fondo, se toma el pulso y se pregunta si su constitución de cuarenta y ocho años puede resistir de verdad ciento noventa pulsaciones. Uno de los pocos días que tenían libre, le iba ganando dos partidos a Jay Strauss cuando los llamaron –era el accidente de tren en Paddington, llamaron a todo el mundo–, y trabajaron doce horas seguidas en zapatillas de deporte y pantalones cortos por debajo de las batas verdes. Perowne corre todos los años media maratón con fines benéficos, y dicen, erróneamente, que todos los que quieran medrar a sus órdenes también tienen que correrla. Su tiempo, el año pasado –una hora y cuarenta y uno–, fue de once minutos más que su mejor marca.

La actitud no autoritaria induce a error, es más cuestión de estilo que de carácter: un cirujano del cerebro no puede ser inseguro. Naturalmente, sus alumnos y subordinados ven menos su encanto que sus pacientes. El estudiante que, al hablar de un escáner TC en presencia de Perowne, empleó las palabras “ahí abajo, a la izquierda”, provocó un acceso de ira y fue desterrado hasta que volviera a aprenderse el léxico de señalización. En la unidad dicen que Perowne, en el quirófano, está en el extremo inexpresivo de la escala: nada de una catarata de obscenidades crecientes a medida que aumentan las dificultades y los riesgos, nada de amenazas entre dientes de expulsar de la sala a un incompetente, nada de esos apartes de los tipos duros –Uy, ahí van mis clases de violín– que se supone que aflojan la tensión. Al contrario, a juicio de Perowne, cuando las cosas se ponen difíciles, mejor mantener la tensión. Él opta entonces por murmullos lacónicos o por el silencio. Si un adjunto se equivoca al colocar un retractor o si la enfermera le pone en la mano un fórceps de pituitaria en una posición incómoda, puede que Perowne, si tiene un mal día, profiera un simple “joder” entrecortado, más perturbador por su rareza y su falta de énfasis, y el silencio en la sala se tensará. Por lo demás, le gusta que haya música en el quirófano cuando trabaja, sobre todo obras de Bach para piano: las Variaciones Goldberg, Clave bien temperado y las partitas. Sus favoritos son Angela Hewitt, Martha Argerich y algunas veces Gustav Leonhardt. Si está de buen humor se inclinará por las interpretaciones más sueltas de Glenn Gould. En los comités le gusta la precisión, que todos los puntos se traten y se despachen dentro del tiempo fijado, y en este sentido es un presidente eficaz. Le impacientan las cavilaciones exploratorias y las anécdotas de sus colegas veteranos, toleradas por la mayoría como un riesgo profesional; el fantasear debería ser una actividad solitaria. Las decisiones lo son todo.

Así pues, no obstante la postura apologética, los modales afables y una inclinación ocasional a soñar despierto, no es propio de Perowne titubear como ahora –está plantado a los pies de la cama–, incapaz de decidir si despierta a Rosalind. No tiene objeto. No hay nada que ver. Es un impulso totalmente egoísta. El despertador de Rosalind tiene que sonar a las seis y media, y en cuanto él le haya contado la historia, ella no conseguirá conciliar el sueño. Se enterará, de todos modos. Rosalind tiene un día difícil por delante. Ahora que ha cerrado los postigos y está a oscuras de nuevo, Henry comprende la magnitud de su agitación. Sus pensamientos son de una textura vacilante y tenue: no puede retener una idea el tiempo suficiente para extraerle un sentido. Por alguna razón, se siente culpable, pero también impotente. Son términos contradictorios, pero no del todo y lo que necesita comprender es el grado en que se solapan, su manera de expresar lo mismo desde ángulos distintos. Culpable en su desamparo. Desvalidamente culpable. Pierde el hilo y vuelve a pensar en el teléfono. A la luz del día, ¿parecerá una negligencia no haber llamado a los servicios de emergencia? ¿Será evidente que no había nada que hacer, que no había tiempo? Su delito era permanecer a salvo en su dormitorio, envuelto en una bata de lana, sin moverse ni hacer ruido, medio ensimismado mientras veía morir a la gente. Sí, debería haber telefoneado, aunque sólo fuera para hablar, para contrastar su voz y sus sentimientos con los de un extraño. Y por eso quiere despertarla, no sólo para contarle lo que ha visto, sino porque está algo trastornado y se aleja, flotante, de la línea de sus pensamientos. Quiere amarrarse a los detalles precisos de lo que ha visto, exponerlos ante la mente terrenal y jurídica de Rosalind, ante su mirada ecuánime. Le gustaría sentir el tacto de sus manos: son pequeñas y tersas, siempre más frías que las de él. Hace cinco días hicieron el amor, la mañana del lunes, antes de las noticias de las seis, durante un aguacero, a la débil luz del cuarto de baño, veinte minutos arrancados –una broma frecuente– a las fauces del trabajo. Bueno, en la ambiciosa vida madura parece a veces que sólo existe el trabajo. Henry puede estar en el hospital hasta las diez, levantarse de la cama a las tres de la mañana y…

Miembro del dream tam británico. Foto: efe

Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) se licen­ció en literatura inglesa en la Universidad de Sussex y es uno de los miembros más destacados de su muy brillante generación. En Anagrama se han publicado sus dos libros de relatos, Primer amor, últimos ritos (Premio Somerset Maugham) y Entre las sábanas, así como las novelas El placer del viajero, Niños en el tiempo (Premio Whitbread y Premio Fémina), El ino­cente, Los perros negros, En las nubes, Amor perdu­rable, Amsterdam (Premio Booker), Expiación (que obtuvo, entre otros premios, el WH Smith Literary Award, el People’s Booker y el Commonwealth Eura­sia), Sábado (Premio James Tait Black), Chesil Beach (National Book Award), Solar (Premio Wodehouse), Operación Dulce y La ley del menor. McEwan fue también galardonado con el Premio Shakespeare.

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