LECTURAS | “La carrera por el segundo lugar”, de William Gaddis

29/04/2017 - 12:03 am

En ocasiones oscuro, pero siempre perspicaz: una lectura esencial para los seguidores de Gaddis y para aquellos que busquen una crítica poco convencional de la civilización estadounidense

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Quien esté familiarizado con las novelas de Gaddis conoce el alcance de su inteligencia, de su lucidez; una sagacidad y una capacidad de penetración que el lector hallará también aquí en toda su magnificencia. Baste como ejemplo el texto que da título al libro, donde Gaddis lanza sus dardos a la cultura del éxito de su país, a esa unión entre ética protestante y capitalismo que da lugar a la idea tan perversa como falsa de que quien es pobre lo es porque lo merece y que los más favorecidos son también los más virtuosos. El escritor, la literatura también caerían del lado de los perdedores, de los relegados, de los rezagados en la implacable y ciega carrera del progreso hacia ninguna parte, pero desde esa posición marginal podrán señalar las fallas y miserias de un sistema abyecto e injusto.

La cultura de masas, la religión, el capitalismo… Las obsesiones que guiaron las celebradas novelas de uno de los mejores escritores estadounidenses del siglo XX, “hermano mayor” literario de Pynchon, DeLillo y “padre” de David Foster Wallace, aparecen aquí con otros ropajes pero tan incisivas como siempre.

Fragmento de La carrera por el segundo lugar, de William Gaddis, editado por Sexto Piso

La carrera por el segundo lugar, editado por Sexto Piso. Foto: Especial

Detenga la pianola. Chiste n.º 4

Ésta es la primera publicación nacional de Gaddis. Gaddis envió a The New Yorker una versión anterior, titulada “You’re a Dog Gone Daisy Girl-Presto”, cuando estuvo trabajando ahí (1945-1946) de corrector. Le rechazaron el ensayo, pero para entonces ya estaba viviendo en Francia y trabajando en Los reconocimientos. En 1950 volvió a su investigación y envió una versión más elaborada, de unas treinta páginas manuscritas, a The Atlantic Monthly, que, como le escribió en una carta a Helen Parker, “ofreció publicar un extracto o tal vez el texto completo”. El extracto apareció con el título de “Detenga la pianola. Chiste n.º 4” en julio de 1951.

Algunos borradores de otros ensayos, junto a una sinopsis para la televisión y media docena de tempranos textos de ficción rechazados por The New Yorker y Harper’s estuvieron metidos en cajas durante medio siglo. Se trata de indicios de la vida literaria, un tipo de vida por la que Gaddis acabó perdiendo el interés. En determinado momento debió de pensar que su destino tal vez se pareciera al de un personaje de uno de sus primeros textos, “Fable of a Fabricator” [Fábula de un fabulador], que unos momentos después de morir “sintió que tenía que haber alguien ante quien rendir cuentas: once antologías, dieciséis prólogos y doce años de entrevistas y reseñas (todavía no estaba seguro de si podía considerarse un crítico)”. Por supuesto, Gaddis evitó este destino. En Los reconocimientos, en vez de fabular historias convencionales, se dedicó a explorar el origen de la fabulación, el impulso que nos hace ponernos a inventar historias. Aspiraba, en cierta medida, a ser un crítico cultural, pero no logró encontrar un estilo para el proyecto de la pianola hasta comienzos de los años sesenta y para entonces estaba demasiado inmerso en la escritura corporativa y comercial como para llevar a cabo este proyecto literario-histórico.

DETENGA LA PIANOLA. CHISTE N.º 4

En 1912, no era nada difícil vender pianolas en los Estados Unidos. Todo tenía su lugar en aquel mundo feliz, donde la pianola ofrecía una respuesta a algunos de los deseos más persistentes de los estadounidenses: la oportunidad de participar en algo que apenas exigiera entendimiento, el placer de crear algo sin hacer ningún esfuerzo, sin práctica y sin tener que dedicarle tiempo y la manifestación del talento donde no lo había.

La edad no suponía ningún impedimento para el éxito. Un niño de Seattle que había pasado los primeros cinco años de su vida entre pianolas era todo un experto en el manejo de este aparato.

Surgieron unas cuantas revistas dedicadas a la pianola –muchas de ellas editadas por los propios fabricantes– que estaban escritas de tal modo que lograban convencer a cualquiera que tuviera una pianola de que el suyo era el instrumento más importante de la historia de la música y de que él era un maestro en su manejo. La Presto Buyers’ Guide [Guía del comprador Presto] lo mantenía informado de las mejoras técnicas y los nuevos rollos, y la revista Player [Pianola] amenazaba con educarlo en el uso de su máquina.

Una de sus columnas fijas se llamaba “Temas de rollos musicales” y reproducía los diseños de varias series de agujeros, sacados de rollos clásicos conocidos por todos, y además daba diez buenas razones por las cuales eran importantes, además de contar la historia de cada composición. La idea era leer las series de perforaciones mientras se hacía sonar el rollo del mismo modo en que un músico profesional lee las notas; pero la música, presentada en este nuevo formato, se convertía en algo que quizá pudiera llegar a ser tangible.

También se sugerían distintos programas para los menos imaginativos de entre los propietarios de pianolas, que así aprendieron con rapidez a no arriesgarse, desde el punto de vista artístico, mezclando en una velada musical obras populares como el Rag Medley n.º 8 de Swift o The Dying Poet de Gottschalk con temas clásicos de la ópera ligera como Girlies de Van Alstyne o Madame Sherry de Karl Hoschna.

La industria de instrumentos musicales, probablemente por respeto, construyó 10 000 pianos de cola en 1914, pero de los 325 000 pianos totales, 80 000 fueron pianolas. Los reparadores de pianos, cuya vocación se había despertado sin miedo alguno a las regularidades del pianoforte, tuvieron que adaptarse por medio de libros, folletos y diagramas que explicaban aquellas maravillas de la neumática. Ese año abrió en Nueva York la Escuela de Pianola Danquard, donde se daban cursos exhaustivos sobre la mecánica de la pianola. Hubo incluso algunas escuelas por correspondencia que sirvieron para fomentar la nueva profesión.

La industria de los rollos había sido una cómplice necesaria durante todo el proceso, pero tenía un atractivo que era sólo suyo. La idea de transformar cualquier pieza musical, desde una cancioncilla hasta un concierto, en una serie anónima de agujeros en un rollo de papel en blanco les resultaba, a algunos, tan estimulante como lo es para otros la investigación de la escritura cuneiforme. La industria de los rollos creció tan rápido como lo permitió el mundo de la pianola, aunque algunas compañías fabricantes de pianolas prefirieron mantener todo el negocio en casa y hacer sus propios rollos. Hubo artistas como Robert Wornum y Emanuel Moór que se dedicaron a hacer “discos” para Aeolian, Ampico y Welte-Mignon. El más pequeño de los perforadores Leabarjan costaba 35 dólares y con él uno podía hacer sus propios rollos. Hubo un hombre que patentó un rollo de hule, y otro, igualmente imaginativo, se las apañó con un perforador y un rollo de papel de pared.

La gente más superficial se decantó por los rollos Arto o Vocalstyle. Los rollos Arto se llamaban así porque en el espacio que solía dejarse en blanco al final, donde el rollo se estrechaba, iba decorado con obras de arte y llevaba algunos comentarios. Tras una inspirada interpretación de El sexteto de Lucía, los fugaces huecos desaparecían de la vista de los espectadores, como de costumbre, y cualquiera que así lo deseara podía deleitarse con una ilustración en la que se veía a unas doncellas repantingadas y un conciso texto sobre las tribulaciones de la heroína.

James Whitcomb Riley compró una pianola en 1905, lo cual tuvo una consecuencia poética: la compañía Vocalstyle imprimió algunas de sus obras para que se vendieran con sus rollos y se recitaran acompañadas por su música. Esta empresa también hizo rollos que reproducían minstrel shows.* En cierto momento, la música se interrumpía y se oían las palabras “Detenga la pianola. Chiste n.º 4”. Entonces había que abrir el libro de chistes que venía con el rollo y buscar el número 4. Luego, una versión de Mr. Interlocator apropiada para el salón de una familia respetable comenzaba una conversación como ésta:

–¿Y dices que tienes un perro que no come carne?

–Pues sí –contestaba uno de los actores.

–¿Y por qué tu perro no come carne?

–¡Pues porque no le doy carne! Y entonces la pianola volvía a ponerse en marcha mientras todos los presentes estallaban en carcajadas. La letra de las canciones iba impresa en los rollos, y en las secuencias instrumentales, como las canciones para bailar soft-shoe, se incluían, de forma totalmente gratuita, las exclamaciones que podían soltar los espectadores para animar a los bailarines:

–¡Echa más arena en el suelo y déjale espacio! O:

–¡Conserva el cuero del zapato! ¡Consérvalo!

La Edad de Oro sobrevivió a 1916, cuando las populares pianolas tocaban en los salones Ragtime Oriole, Way Down in Borneo-o-o-o y You’re a Dog Gone Daisy Girl. El talento brotaba por doquier y recibía el reconocimiento que merecía. Los fabricantes de un rollo llamado Posies aseveraban, hablando de Dorian Welch, el compositor de la pieza, que “hace falta un talento especial para escribir música para pianola y son pocos los que lo poseen”. Además del señor Welch, Paul Hindemith y Erik Satie dedicaron parte de su “talento especial” a componer para este instrumento y Satie incluso hizo algunos rollos.

La pianola llegó a ser el elemento más importante de toda la industria musical; los precios de la Orchestrelle de la casa Aeolian oscilaban entre los 400 y los 3500 dólares.

En 1916 se construyeron más de 200 000 pianolas, lo cual supuso el 65 % de la producción total de pianos, una cantidad suficiente para satisfacer a sus más ardientes fanáticos y para advertir a cualquiera que supiera algo sobre las curvas de los gráficos de ventas de su inminente decadencia.

ÁGAPE SE PAGA: LA HISTORIA SECRETA DE LA PIANOLA

Evidentemente, es la introducción a su proyectada obra de investigación histórica. Mucho de lo que se dice en este ensayo aparece, en distintos fragmentos, en Jota Erre. Se trata del proyecto frustrado de Jack Gibbs. Aunque Gaddis conservaba unas cien páginas de borradores anteriores y preveía que la obra terminada tendría alrededor de cincuenta mil palabras, estas pocas páginas introductorias eran lo único que estaba dispuesto a mostrarle al mundo. A pesar de su brevedad, el ensayo es completo y es el mejor indicador de lo que su autor tenía en mente para el proyecto de la pianola (a comienzos de los años sesenta le entregó a su agente un resumen del proyecto, que aparece en el apéndice de este libro, junto a unas notas transcritas de los documentos de trabajo de Gaddis).

En uno de los borradores, Gaddis había citado a William Saroyan, autor de obras de Broadway, que hablaba del carácter «estrambótico» de los mejores rollos para pianolas. Ésa era su “grandeza”, según Saroyan. “Los rollos “serios” son un asco, desde luego”. Quizá Gaddis también necesitara librarse de cierta seriedad y del curioso esnobismo que afecta al estilo discursivo que manejaba en su primera época antes de poder abordar en condiciones un proyecto sobre la tecnología y la “falsa democratización de las artes”. Incluso los pasajes del borrador que Gibbs lee en voz alta les parecen “difíciles” a todos los personajes de Jota Erre que se ven obligados a escucharlos. Gibbs se da cuenta de que esa obra no está “escrita para leerse en voz alta” y sabe que la mayoría de las personas “preferirían ir a ver una película” que estar solas leyendo una historia social de la pianola, o una novela, si vamos al caso.

El tono vacilante de este breve ensayo, en el que se mezclan la erudición y el ingenio tabernario que tan bien encaja con el tema, es en parte una reacción ante esta presión que sentía el autor. Pero para cuando Gaddis resolvió el problema estilístico que le planteaba escribir sobre tecnología, ya había dejado atrás la pianola para ponerse a trabajar en otro proyecto, una “novela sobre el mundo de los negocios”, concebido en 1957 y que acabaría siendo Jota Erre (carta a John D. Seelye, 2 de febrero de 1963). Gaddis evitó los problemas de tono que abundan en sus primeros textos de no ficción escribiendo la novela casi enteramente en diálogo y reciclando los clichés, los falsos comienzos, los titubeos, las frases hechas y otros productos de desecho de la cultura programática para convertirlos en arte. Una vez hubo decidido seguir este camino, no dudó en cortar el breve ensayo, en el que había estado trabajando y que presentó, por medio de Gibbs, con una forma más fragmentada que la original, que se publica aquí por primera vez.

ÁGAPE SE PAGA: LA HISTORIA SECRETA DE LA PIANOLA

por favor, no disparen al pianista. lo hace lo mejor que puede.

Colgada en un saloon de Leadville, esta petición llamó la atención del Arte en su madura procesión individual cruzando la nueva frontera de los ochenta donde el frágil elemento humano todavía abundaba incluso en las artes. “La mortalidad entre los pianistas en aquel lugar es algo maravilloso”, observó Oscar Wilde. ¿Acaso ese lo hace lo mejor que puede resultaba exasperante? Desde luego, evocaba el azar y la inmanencia del fracaso humano que ese siglo de progresos se había consagrado a eliminar de una vez por todas; ya que si, como afirmó otro retrógrado de la madre patria, todo el arte aspira constantemente a la condición de la música, ahí, en el saloon de una localidad minera de Colorado, todo el aprieto esencial del arte amenazaba con ser puesto al descubierto con el ruido de un disparo precisamente cuando la liberación estaba al alcance de la mano, producto de la bestia de dos espaldas llamada Arte y Ciencia, cuyo revoltoso ayuntamiento comenzó a hacer estallar la celosa separación de las clases, el gusto y el talento, para abrir las artes nacionales a las actividades democráticas y afirmar que la historia es una patraña.

“Una característica notable de los estadounidenses es la forma en que han aplicado la ciencia a la vida moderna”, se maravillaba Wilde, fascinado por “el país más ruidoso que haya existido jamás. Uno se despierta por la mañana no con el canto del ruiseñor, sino con el silbato de vapor (…). Todo arte depende de una sensibilidad exquisita y delicada, y tal agitación constante debe en última instancia ser nociva para la facultad musical”. Y por lo tanto, aunque “la flauta no sea un instrumento que exprese el carácter moral; es demasiado excitante”, esta reprimenda de Aristóteles no impidió que el joven Frank Woolworth pusiera a prueba sus ambiciones imprudentemente con el instrumento. Cada vez tenía peor oído, y en 1879 ya llevaba una década padeciendo la insolvencia en su tienda de todo a cinco centavos en Utica (Nueva York), con sus facultades musicales sepultadas en una atmósfera donde los placeres del ocio se anunciaban por aquel entonces en el cuarto Libro de lecturas variadas, de McGuffey en términos de George Jones: cuando fue visto por última vez era “un vagabundo indigente, sin dinero y sin amigos. Ése es el precio de la holgazanería. Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para estar prevenidos y para “hacer alguna aportación en las alas del tiempo””.

Perseguido por el lisiado fantasma de una sensibilidad exquisita y delicada, Frank Woolworth huyó con rumbo a nuevas empresas en Lancaster (Pensilvania), para imponer su ambición allá donde lo mejor que pudiera dar fuera lo bastante bueno, garantizándose el éxito con una línea de artículos a diez centavos y haciendo sus aportaciones de tres al cuarto a la democracia que ya entonces se sonrojaba en las alas de la canción desde alguna otra parte de las notas de Aristóteles, donde llevaba maniatada todo este tiempo por considerarse una vana ilusión surgida “de la idea de que quienes son iguales en algún aspecto son iguales en todo”.

Animada por el silbato de vapor, las reivindicaciones de la democracia devoraron las promesas de la tecnología, considerando el fracaso como un defecto de nacimiento y desterrándolo al lugar donde, en el campo de la pintura, permanece hasta hoy en día. Entonces los Estados Unidos desafiaron al filósofo muerto, dejando de lado su reproche: “Estar siempre buscando lo útil no nos convierte en almas libres y exaltadas”. En los noventa, las artes ya habían comenzado a retirarse a Hull House, donde comenzaron a emplearse como terapia, mientras que el descubrimiento de la “ley inmutable” de Spencer hizo que Jack London recorriera las calles aullando: “¡Dame el hecho, hombre, el hecho incontestable!”.

Pragmáticamente, cuando pasó el pragmatismo, William James lo atrapó, mientras la literatura se desplegaba para catalogar los fenómenos que oprimían a Maggie, la chica de la calle, a la que John Dewey magreaba con fines educativos: “la relación estrecha e íntima establecida de primera mano con la naturaleza, con las cosas reales y materiales, con los auténticos procesos de su manipulación y el conocimiento de sus necesidades y usos sociales”. Tras sufrir tales manipulaciones en el sótano de la casa de James en Cambridge, apareció E. L. Thorndike con su libro La inteligencia animal, sentando las bases para evaluar a los alumnos en las escuelas públicas modernas teniendo en cuenta la conducta inteligente de los pollos, que podía medirse y compararse del mismo modo en que, en una planta siderúrgica, F. W. Taylor les estaba poniendo sendas camisas de fuerza al tiempo y al movimiento, que podía clasificarse, pesarse y evaluarse tan fácilmente como los artículos que había sobre los cada vez más numerosos mostradores de Frank Woolworth, un carácter tangible que podía clasificarse y organizarse, como demostraba con suma eficiencia Mary Baker Eddy mientras insistía en que no existía una organización cuyo perfecto funcionamiento, como dejó claro el trust de fabricantes de zapatos, era parte de la industria de los zapatos en la misma medida en que lo eran las ruedas dentadas de las máquinas con que se fabricaban.

Decepcionado con las cataratas del Niágara, “la mayoría de la gente debe quedar decepcionada con las cataratas del Niágara”, consolándose en aquella excursión sólo debido al hecho de que una artista como Madame Bernhardt se había permitido fotografiarse con un chubasquero amarillo tan poco favorecedor como el que él mismo se veía obligado a llevar, Oscar Wilde, pese a todo, afirmaba no conocer “ningún país del mundo en el que la maquinaria sea tan encantadora como en los Estados Unidos. Siempre he deseado creer que la línea de la fuerza y la línea de la belleza son la misma. Ese deseo se cumplió cuando contemplé la maquinaria estadounidense. Hasta que no vi las plantas depuradoras de Chicago, no fui capaz de percibir las maravillas de la maquinaria; el vaivén de las varas de acero y el movimiento simétrico de las grandes ruedas son la cosa rítmica más bella que he visto en mi vida”.

Al propagarse, esta experiencia estética de Wilde se interpretó como una reivindicación de los hombres de ser absolutamente iguales ya que eran absolutamente libres; el movimiento simétrico de aquellas grandes ruedas homogeneizaba sus diferencias hasta que, en el momento de la muerte de Horatio Alger, la mano de obra que se encargaba de las máquinas era en buena medida infantil y se veían Dicks andrajosos por todas partes: uno de cada siete niños de entre diez y quince años trabajaban por un salario, una cantidad de personas treinta veces mayor que la que componen el Ejército de los Estados Unidos para quienes los perfeccionamientos del telar de Cartwright y los avances producidos con las máquinas de envasado y la industria del cristal hicieron que la coerción de la igualdad de oportunidades creciera hasta las turgentes proporciones que el propio Alger había consignado en 119 obras, una generación adoctrinada “en la reconfortante certeza de que la virtud siempre se ve recompensada con riquezas y honores” y un siglo calificado de «uno de los capítulos más fascinantes del camino ascendente del hombre hacia el progreso” por uno de los supervivientes, el reverendo Newell Dwight Hillis. “Por primera vez, el gobierno, la imaginación, el arte, la industria y la religión han servido a todo el pueblo en lugar de a las clases patricias”.

“Millones de personas se unen en la marcha hacia delante”.

Y mientras esos millones de personas veían hacia dónde marchaban de un modo muy similar a como los veía Mark Twain “a través de un ojo de vidrio, oscuramente”, el tuerto podía echar una mirada hacia el reino de Aristóteles donde “si cada instrumento pudiese, obedeciendo una orden recibida o incluso adivinándola, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto que, según afirma el poeta, “entraban en las reuniones de los dioses por voluntad propia”; si, de un modo similar, las lanzaderas tejiesen por sí mismas y el plectro tocara la lira sin que una mano tuviera que guiarlos, los trabajadores jefes prescindirían de los obreros y los amos de los esclavos”. Y aunque el relato sobre cómo Wilde, en defensa del arte, había hecho frente a los matones de Leadville y los había paralizado siguió resultando fascinante mucho después de que él se hubiera marchado para unirse al abono que ardía lentamente en Europa junto a la receta de Pater para lograr “el éxito en la vida”, aquí la imaginación, que ahora era la madre de la necesidad, eliminaba toda posibilidad de fracaso como condición para lograr el éxito precisamente en el campo de las artes, donde lo mejor que uno puede dar nunca es lo bastante bueno. ¿Quién, por lo tanto, armado de ese modo, podría resistirse a la tentación de dispararle al pianista si la canción podía seguir sonando sin equivocarse ni en una sola nota?

“El único método racional de crítica de arte que he conocido”, dijo Wilde, que ya estaba en todas partes y muerto, un “bobalicón lleno de moho”, y Stephen Crane, que lo había llamado eso, también muerto, mientras que subiendo la escalera de mármol de la nueva mansión de Frank Woolworth en la Quinta Avenida el siglo XX acosaba y se derramaba como la vida sobre el nuevo Laocoonte, ahí sentado y entumecido en un bosque de rollos de pianola mientras se arrojaban al aire luces de diferentes tonalidades, sobre las notas maceradas procedentes de un inmenso órgano de tubos automático sin una mano que las guiara, ese fornido fantasma “de una sensibilidad exquisita y delicada” que ascendía, ascendía hasta una altura desde la que a un ratón un murciélago le tiene que parecer un ángel.

La música del mundo está al alcance de todos.

Para aquellos a los que les interesan las piezas clásicas, Scarlatti, Haydn y el viejo Händel han escrito oratorios y fugas. El triste Schubert les habla en las dulces notas de Rosamunda.

Beethoven, maestro de maestros, entusiasma por igual a los oyentes y a los intérpretes con su Appassionata o con su bella Quinta Sinfonía.

Chopin lamenta el destino de Polonia en sus Nocturnos o exhala la fogosa valentía de sus compatriotas en sus Polonesas.

Mendelssohn, Rubinstein, Moszkowski, Liszt, todos contribuyen a tejer imágenes sonoras para deleite tanto del oído como de la mente. Para otros gustos, cuyos compositores favoritos han empleado decorados teatrales para alentar sus fantasías, ahí está el gran Wagner que, elevándolos por encima de las nubes, los transporta hasta las poderosas salas del viejo Valhalla en “La cabalgata de las valquirias” o los lleva hasta las profundidades frescas y verdosas del clásico Rin en El anillo del nibelungo…

La pianola es el medio universal para tocar el piano. Es universal porque no hay nadie en el mundo entero que, disponiendo de manos y pies, no sea capaz de aprender a usarla con un esfuerzo mínimo…

Tocar las notas adecuadas, en el momento y en el lugar apropiados, no es algo que concierna al intérprete. Son unos rollos de papel perforado los que se encargan de hacerlo.

Y ahí, en 1902, la esencia tangible de la república soñada que se había desarrollado a lo largo de 2289 años, toda la historia de la civilización occidental, yacía esperando el momento de su ejecución, que habría de llegar con el siglo que empezaba. Gracias al análisis, a la medida, a la predicción y al control, gracias a la eliminación de la posibilidad de error por medio de una organización programada, la pianola surgió como una síntesis de las metas que habían rodeado su gestación en una orgía de talentos fragmentados que buscaban lo útil: Rockefeller se encargaba de organizar este mundo como Darwin había hecho con el anterior y la señora Eddy haría con el siguiente, Pullman organizaba a la gente y Spies el trabajo, Eastman y McCormick se ocupaban de las patentes y las partes, Woolworth del dinero en efectivo y Morgan del crédito, Frick de la energía con sus propiedades e Insull con las ajenas, Gibbs de la física, Comstock de los vicios y Hollerith del censo, mientras Spencer programaba la ética y Freud la psique, Taylor el trabajo, Dewey los hechos, James las cosas, Mendel, Correns, Tschermak y De Vries y De Vries, Tschermak y Correns la herencia, una búsqueda enloquecida de esos pocos métodos de comunicación y control que en aquel momento no sólo transportaban las estropeadas facultades musicales de Frank Woolworth “sin sombrero, desaliñado y alegre” en “La cabalgata de las valquirias” hasta las poderosas salas del viejo Valhalla, sino que conducían a todo el pueblo, y no sólo a las clases patricias, hacia el equilibrio utópico del estado estacionario de John Stuart Mill, en el que el arroyo de la industria humana “se dispersará al fin en un mar aparentemente estancado”.

William Gaddis, nacido en Nueva York en 1922 y fallecido allí en 1998. Foto: Especial

¿Quién es William Gaddis? Nueva York, 1922-1998. Es considerado como uno de los grandes novelistas estadounidenses del siglo XX. Escribió cinco novelas, dos de las cuales ganaron el National Book Award: Jota Erre y Su pasatiempo favorito. Es uno de los buques insignia de la editorial, que está publicando su obra completa. Ya han aparecido Ágape se paga (2008), Gótico carpintero (2011), Jota Erre (2013),  Los reconocimientos (2014) y Su pasatiempo favorito (2016). En breve verá la luz el libro de ensayos La carrera por el segundo lugar (2017).

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