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Antonio María Calera-Grobet

03/02/2018 - 12:00 am

Hacernos de comer, hacernos al comer

Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla como un ritual, anuncia lo que sentimos, lo que deseamos. Sin rodeos: darnos placer, los unos a los otros, rupestre o sofisticado pero darnos placer por sobre todas las cosas. 

“Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla como un ritual, anuncia lo que sentimos, lo que deseamos”. Foto: Diego Simón Sánchez, Cuartoscuro

Comer, si lo permite la providencia, como algo que va mucho más allá de meramente alimentarse.

Y no se quiere decir la tontería de comer bien como caro o fino. Jamás: comer bien no como Dios manda, sino como los hombres desean: para recordar a que vinieron a la Tierra.

Los hombres y las mujeres no vinieron solamente a ser expulsados de ningún edén, a trabajar por edificar uno, sino, por el contrario, a darse placer.

Si somos lo que comemos, nuestra comida y nuestra manera de entenderla como un ritual, anuncia lo que sentimos, lo que deseamos. Sin rodeos: darnos placer, los unos a los otros, rupestre o sofisticado pero darnos placer por sobre todas las cosas.

En donde si uno es el que se brinda al cocinar, es a uno quien comen: antropofagia simbólica.

Difícil pensar en comer en la cama o comerse al otro en la mesa: lo que sí es cierto es que luego del ritual de comer o en derredor de él, es que se han sobrevenido otros rituales igualmente majestuosos: los de las fornicaciones. Pero no nos ruboricemos: una y otra cosa son preludio de un acto de lo más generoso: amarnos en medio de un mundo merdoso, que parece ha dejado de ser nuestro para ser de los bancos, el capitalismo y su fiebre del oro.

Porque decir “quiero hacerte de comer” pudiera hacer referencia perversa a bañar en salsas al amado y pasarlo por fuego pero, menos metafóricamente, verlo como nuestro propio alimento.

Ese es el otro alimento del cuerpo: el cuerpo del otro.

¿Porque, qué poesía surge del comer solo? Sólo los locos comen solos. Los solos y los afligidos comen en las esquinas del mundo y, aún así, quizá estén comiendo con otros y en otro tiempo.

Por lo pronto habría que fijarse el comer como el fijar, en el calendario de nuestra vida amorosa, las fechas en que hicimos méritos para salvar la vida.

Porque si como pensara Don Alfonso Reyes (“Una mala comida no se recupera nunca”), una buena comida resultaría en esa suerte de medalla mágica, bello aleph de los sentidos logrado entre los pares menos para el olvido de sus yerros como para levantar las caras, soltar amarras hacia un mundo mejor: el de los reunidos en el ágape y que se saben finitos y por ello aquilatan la existencia.

Imaginémonos ahora sentados a esa vieja mesa de los abuelos y con ellos, los hermanos, primos, sobrinos, nietos, a la caza del sentido de la vida. ¿Discutiríamos acaso por un detalle como un olvido, una falta de tacto o por cosas tan ajenas y remotas como la inflación? Me imagino se dolerían los ahí reunidos por el avasallamiento de natura tal vez, la pérdida de algún héroe, pero nunca por los detalles más nimios de la existencia. Sería estúpido. Ese relato, el relato puro, clarificado, vaporoso quizá entre risotadas y abrazos, de los familiares y amigos sonrientes a nuestro lado, son, veámoslo con claridad, los mismos mentados fotogramas que pasaran en segundos como la película de nuestra vida a punto de extinguirse.

Porque las buenas comidas son primero y al último para el estómago y el goce estético: no busca grados, el status, mucho menos al dinero y su capacidad adquisitiva de milagros: pura vida en su estado de latencia es lo que querríamos, nada de artificios en esas comidas: platillos hechos con mimo, botellas de vino, pasteles para los niños.

Por ello es que las comidas son rituales y no happenings, son retículas de vida misma y no performances u obras de arte: porque no son un artificio.

El único artificio que se permite es el que vamos a comer y siempre será agradecido: un par de panes con mantequilla y azúcar, un plato de frijoles, un par de huevos fritos. ¿Se acuerda querido lector y nuevo amigo, de lo que le cocinaban sus padres o abuelos cuando era un crío? ¿Verdad que no se necesita mucho más que el mero cariño? Claro, ya decía yo.  Y es más: el más laureado chef, si éste es digno de serlo, lo que busca es provocar a su comensal aquello que sintió cuando comió por primera vez algo, haya sido frío o caliente, rehogado o tatemado, cercano a la azúcar o a la sal. Sin desperdicio.

Por cierto que los desperdicios van al piso: se trate de comida o detrito de pensamiento quejumbroso, alienación del trabajo, distracción mera de no estar en verdad sobre la mesa, debe dejarse caer al piso. No son alimento, alimento de rata, esperpento rastrero.

Veamos: comer bien como vivir bien, vivir en el centro mismo de lo caro a nuestra vida. Por la efeméride más laxa o la más constreñida, acaso sin ella, atados varios a la comilitona o sólo a ella los “dos gatos” más eufóricos (porque falta que se reúnan dos en nombre no de dios sino de la poesía, que ahí estará la magia de una buena comida), comer bien como una suerte de coreografía grupal, absolutamente profusa y colorida, de reflexiones, de sensaciones, que semejan lo mismo una visión aérea, espacial, satelital de lo que somos en ese momento (una suerte de ubicación espacio-temporal de nuestra humilde microscopía ente la apabullante dimensión de nuestro cosmos), como una suerte de espeleología por nuestros mares interiores, aquellos en donde descansan los tesoros de nuestros barcos caídos.

Comer bien no como comer sin saciedad, en cometido de la gula y su culpa, sino como sinónimo de jauja, de sentirse con lo justo a través del cuerno de la abundancia.

Comer bien como un estado mental eso sí, en que nos permitamos meter las manos a nuestra masa. atreverse a cometer el batidillo, comer con las manos como atreverse al menjunje como en un jardín de niños adultos, la manera de retroceder el mecanismo que nos somete a la competencia, trastabillar la maquinaria del trabajo remunerado, el manual de comportamiento según tal por cual que nos importa un rábano, es decir, en la fiesta que nos damos a través del pan y el vino, antes que nada por estar vivos y por lo que se nos antoje, comeremos lo que queramos, cuanto queramos, y cómo lo queramos, sin importar el censo de los tibios, los calculadores, los fríos.

Y porque si analizamos bien la frase (un tanto franciscana) que dice que “el pan duro hace al hijo bueno”, comer bien nos queda como anillo al dedo: hará entonces sentido mimarse como intermedio en el fragor de la vida diaria, como paréntesis en la ansiedad que tal ritmo nos regala: una especie de suspensión golosa y juguetona, para demorar la caída al mundo desabrido, insípido, monocromático del deber ser, el del humano que corre como ardilla en el sinfín de la monotonía más sofisticada.

Luego de tanto a, a toro pasado del dolor, de la mezquindad, de la tragedia.

Comer o morir, claro. Pero no sólo biológicamente. Así como comer conlleva al restauro del cuerpo, no comer trae consigo la inanición del espíritu.

Un enemigo confeso sí, hasta un asesino que se presente con sus cartas llenas de sangre, pero un “judas” no. No habremos de comer nunca con un mentiroso o un traidor sobre la mesa. No se miente sobre una mesa. Los pares trasparentes.

Con los viajes, los logros largamente añorados, claro, no hay quizá nada más hermoso que reunirnos los amigos y seres queridos en torno a una mesa: sobreviene el llanto, la maravilla de estar vivos: todo por el relato ahí levantado.

Y bueno, si de pronto alguien hubiera de morir en el campo de la mesa, en la batalla para regresar a nosotros del derecho al placer, reivindicarnos no como mulas trabajadoras sino como humanos en la más plena delectación, pues bienvenida con toda serenidad esa muerte: he ahí la última gran comilona, de la que saldremos envueltos en el mantel manchado que metaforiza el cosmos.

¿Cuántas veces no lo dije a mis adentros y ahora lo grito a usted, querido lector, mi nuevo amigo: “Mi vida no por un caballo para huir de ella, mi vida nunca para la graciosa huida, menos por un alto reto del ego perdido de antemano, no: mi vida por estar sobre la mesa bebiéndonos la sangre los amigos, hinchada nuestra lenguas por hablar de amor y poesía, en una gran comilona en que se celebre el amor, la vida misma.

 

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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