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Susan Crowley

19/06/2020 - 12:03 am

Las tres muertes de la doncella

Egon Schiele intuía ese irremediable apareamiento desde muy joven. En su obra La muerte y la doncella, él mismo se concibió como la muerte y al mismo tiempo la doncella.

Egon Schiele intuía ese irremediable apareamiento desde muy joven. En su obra La muerte y la doncella, él mismo se concibió como la muerte y al mismo tiempo la doncella. Foto: Especial.

La muerte y la doncella alude al mito arcaico de Hades y Perséfone. Parte del ciclo agrario, fue uno de los rituales iniciáticos más significativos para los griegos y retomado por los romanos. Se conoció como los misterios de Eleusis. Hades, dios del Inframundo roba a Perséfone, hija de Deméter, la diosa de la fertilidad. La desesperada madre clama justicia. Zeus ordena a Hades permitir que Perséfone visite a su madre dos veces al año. Para obligarla a regresar, Hades le da de comer semillas de granada, la fruta del inframundo. La visita de Perséfone a Deméter propicia la primavera y su estancia con Hades el invierno. En los mitos el tiempo es cíclico, como lo es la naturaleza. Pero en nuestro tiempo lineal, la muerte es un fracaso de la vida, una consecuencia de la enfermedad. El fallecimiento de una joven que apenas asoma a la sensualidad es la cancelación de su plenitud. Si bien en Grecia el mito era un ritual de renovación, para los melancólicos romanos se convirtió en la desesperada imposibilidad de trascender la caída.

En el arte son muchas las representaciones del doloroso vínculo con la fatalidad. A medida que la ciencia avanza, la enfermedad se plasma como la más grande traición a las expectativas humanas. El pathos (padecimiento) se ceba en la belleza, le causa estragos imposibles de recuperar; poco a poco carcome el virginal cuerpo. El placer del hado es devorar una piel lozana, la exige para habitar en sus dominios.

 ¡Dame tu mano, dulce y bella criatura!

¡Soy tu amigo y no vengo a castigarte!

¡Confía en mí! ¡No soy cruel!

¡Déjate caer en mis brazos y dormirás plácidamente!

Cuando nos creíamos vencedores de la enfermedad y a la muerte le habíamos robado su tiempo en fatuas treguas científicas, la pandemia nos viene a producir el mismo estupor que en tiempos remotos. Nos confronta con la vulnerabilidad y nos envuelve con su red de misterio. Nos coloca en la perplejidad, ¿hasta cuándo saldremos de este impase?

Der Tod und das Mädchen (La muerte y la doncella) del compositor austriaco Franz Schubert es un intento de revancha contra la agonía. Hundido en su propio proceso de extinción, el músico anuncia en los primeros acordes los últimos estertores de la virgen que en vano resiste los embates de la fatalidad. El tema convulso anuncia un destino ineludible, el de Schubert, el de cualquiera de nosotros. Una sutil obsesión musical acompaña a la belleza, la reta, la vuelve inestable, y luego la afianza con la certeza del fin. La repetición constante, acaba por llevarnos a calar abismos insondables. Las notas, una a una, tejen urdimbres que revelan estados de ánimo que a pesar de ser nuestros, encontramos inéditos. El desarrollo trepidante es una de las más perturbadoras experiencias auditivas, la doncella es atrapada por lo inescrutable; poco a poco la muerte la hace suya. La virgen se da por vencida y ofrenda su pureza a la nada. Las notas nos permiten acompañarla mientras se deja arrastrar, débil, inanimada. Un inquietante refinamiento rompe las capas de la existencia, las abre y se cuela en la entre piel de cada uno de nosotros, la duración y la caducidad se vuelven indistinguibles, evanescentes, letales.

En sus cuatro pasajes, el cuarteto de cuerdas (número 14) nos hace vivir la incertidumbre que alimenta nuestra ansiedad ante lo inevitable. La extraña atmósfera que permea cada uno de los distintos tiempos nos precipita en una ola de energía vital, tal vez la misma que se vive en el último instante de la existencia. Ese en el que todo es definición; definición para la nada. Memento mori. Los sonidos se suceden uno a otro en un canto de expiación en cuatro movimientos infinitos.

No es de sorprender que otro obseso de la belleza y del temperamento mórbido tomara esta obra y la transcribiera para orquesta de cuerdas. El ensamble concebido por Gustave Mahler logra dilatar los temas de Schubert, los engrandece, los profundiza hasta el éxtasis que solo puede confirmar el atroz desenlace de Schubert, víctima de una extraña tifoidea que algunos interpretan como sífilis. El declive de Mahler se debió a la temprana pérdida de su adorada Putzi, como llamaba cariñosamente a su hija María; solo la sobrevivió para completar su obra.

La muerte y la doncella de Franz Schubert, es un cuarteto para dos violines, viola y chelo, cuya duración nos envuelve en la voluntad inexorable con la que los instrumentos arremeten a nuestros sentidos, podría escucharse como si fuera la última voluntad del autor, o de todos nosotros.

Como Schubert y Mahler, otro artista perteneciente al imperio austrohúngaro, Egon Schiele intuía ese irremediable apareamiento desde muy joven. En su obra La muerte y la doncella, él mismo se concibió como la muerte y al mismo tiempo la doncella. Schiele se consume en un acto onanista, espejo de su propia temporalidad. Toda su obra, las niñas, las mujeres, los retratos de amigos y protectores, sus autorretratos, son una especie de de exorcismo, un canto visual que debe ser interpretado en su crudeza sin tregua. El destino se dispone a pasar factura de la peor manera, con la vida. Acusado de pornógrafo, no logró demostrar que la construcción de su obra era un intento de vencer a la muerte dotando de erotismo a los cuerpos que flotan en el lienzo vacío. La fascinación del artista por el sexo lejos de ser placentera es un gozo tortuoso, profundo. En el dolor habita la más significativa consciencia de vida y muerte, Eros y Thanatos manifiestos en contra del orden social establecido. Cada obra censurada, destruida, fue la condena a una voz única, la de Egon Schiele, vital, rebelde, descabellada, erótica. El amor verdadero es una fuga que desata los sentidos, que desafía a las reglas, quien ama desobedece. La negación del amor es la muerte. La muerte es invisible, Schiele la hace presente, la pinta.

En un extraño juego de fuerzas, una joven demacrada se aferra a su amante con sus esqueléticos brazos, éste le sujeta con fuerza la cabeza, mientras que con la mano la aleja. La sabana blanca es el sudario que la envuelve, teje un enjambre seco, adusto, alegoría del amor imposible, es el acto de morir. En esta historia de dos no hay Tristanes e Isoldas que trascienden la muerte para habitar la sensualidad como forma pura. Aquí solo es putrefacción de la materia, el último hálito, éxtasis, petite mort. Es el bosque que ya no reverdece, que cubre todo con ramas erectas, potentes, oscuras. Enraizado en su propia noche, domina la voluntad de todos, la de Schiele sucumbe lentamente, va de la sensualidad como un canto de sirenas a la muerte como un puerto de resignación. La vida es fatiga, enfermedad, desencuentro. Delgadísimos trazos (graphein), angulosos, alargados y expresivos, son prolongación de los humores que brotan de sus largas y huesudas manos: los cuerpos de Schiele se construyen vacíos, erectos de la nada. No hay manera de parar la voluntad que se precipita como un cauce ajeno a cualquier acto de resistencia. Para Schiele la pintura era el último acto de afirmación de la vida, el testimonio de su presencia a través de fronteras inciertas que lo atraían como un vértigo fascinante. La única respuesta de entereza posible delante de la fragilidad producida por la gripe española que exterminó a millones de personas, a su esposa Edith, embarazada de seis meses y a el mismo.

Es la misma presencia macabra que se ensañó con Mahler y que arrastró a Schubert. Nunca hay más vitalidad que en el momento de la muerte. Morir es una falta imperdonable para todos, pero hace factible la incierta posibilidad de volver a nuestro origen, ese que nunca veremos ni al nacer ni al morir pero que buscamos durante toda nuestra existencia. Tal vez como en el mito de Perséfone, al morir nuestro rostro humano será anulado para dotarse del poder de los dioses en un infinito ciclo llamado naturaleza.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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